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Se vistieron mucho después, cuando la necesidad de respirar aire fresco y comer algo más que pizza fría y cervezas tibias, único servicio del hotel, les devolvió el sentido de la realidad. Tuvieron tiempo de acariciarse con más calma y ponerse al día del pasado, de terminar las conversaciones iniciadas por teléfono durante años, de rememorar a Juan José, de contarse las ilusiones rotas, los amores fracasados, los proyectos inconclusos, las aventuras y los dolores acumulados. En esas horas Carmen comprobó que a Gregory no sólo le había cambiado el cuerpo, sino también el alma, pero supuso que con el tiempo se le irían borrando los malos recuerdos y volvería a ser el de antes, el buen amigo sentimental y divertido con quien ganaba concursos de rock n' roll, el confidente, el hermano. No, hermano ya nunca más, se dijo con pesar. Cuando se les agotó la curiosidad de explorarse, se pusieron la ropa y salieron a la calle, dejando el carrito con la bisutería en el cuarto. Sentados ante humeantes jarros de café y tostadas crujientes, se miraron en la luz rojiza de la tarde y se sintieron incómodos. No sabían qué era esa sombra instalada entre los dos, pero ninguno pudo ignorar su pernicioso efecto. Habían satisfecho los apremios del deseo, pero no hubo verdadero encuentro, no se fundieron en un solo espíritu ni se les reveló un amor capaz de transformarles las vidas, como habían imaginado. Una vez vestidos y apaciguados comprendieron cuán divergentes eran sus caminos, estaban de acuerdo en muy poco, sus intereses eran diferentes, no compartían planes ni valores. Cuando Gregory expuso sus ambiciones de convertirse en abogado con éxito y hacer dinero, ella pensó que bromeaba, esa voracidad no calzaba para nada con él, dónde habían quedado los ideales, los libros inspirados y los discursos de Cyrus con que tantas veces la aburriera en la adolescencia y de los cuales ella se burlaba para molestarlo, pero a la larga había hecho suyos. Por años se había juzgado a sí misma como más frívola y lo había considerado como su guía, ahora se sentía traicionada. Por su parte a Gregory no le daba la paciencia para escuchar las opiniones de Carmen sobre ningún tema importante, desde la guerra hasta los hippies, le parecían disparates de una muchacha consentida y bohemia que nunca había pasado verdadera necesidad. El hecho de que se sintiera plenamente realizada vendiendo prendas en la calle y pensara pasar el resto de su existencia como una vagabunda empujando su carrito y viviendo del aire, codo a codo con dementes y fracasados, era prueba suficiente de su inmadurez.

— Te has convertido en un capitalista–lo acusó Carmen horrorizada. — ¿Y por qué no? ¡Tú no tienes la menor idea de lo que es un capitalista! — replicó Gregory y ella no pudo explicar lo que tenía atravesado en el pecho y se enredó en divagaciones que sonaron como burum–balla de adolescente.

Habían pagado la pieza del hotel por otra noche, pero después de terminar en silencio la tercera taza de café, cada uno aislado en sus pensamientos, y de pasear un rato mirando el espectáculo de la calle al anochecer, ella anunció que debía recoger sus cosas del hotel y volver a su casa porque tenía mucho trabajo pendiente. Eso le evitó a Reeves el mal rato de inventar una excusa. Se separaron con un beso rápido en los labios y la promesa vaga de visitarse muy pronto. No volvieron a comunicarse hasta casi dos años más tarde, cuando Carmen Morales lo llamó para pedirle ayuda, debía rescatar a un niño del otro lado del mundo.

Timothy Duane invitó a Gregory Reeves a una cena en casa de sus padres y sin proponérselo le dio el empujón que necesitaba para elevarse. Duane había recibido a su amigo con el apretón de manos de costumbre, como si acabara de volver de unas cortas vacaciones, y sólo el brillo de sus ojos delató la emoción que sentía al verlo, pero tal como todos los demás, se negó a saber detalles de la guerra. Gregory tenía la impresión de haber cometido algo vergonzoso, regresar de Vietnam era el equivalente a salir de la cárcel después de una larga condena, la gente fingía que nada había sucedido. Lo trataban con exagerada cortesía o lo ignoraban por completo, no había lugar para los combatientes fuera del campo de batalla.

La cena en casa de los Duane fue aburrida y formal. Le abrió la puerta una vieja negra y hermosa de flamante uniforme, que lo condujo a la sala. Maravillado, comprobó que no había un centímetro cuadrado de pared o de suelo sin adornos la profusión de cuadros, tapices, esculturas, muebles, alfombras y plantas no dejaban un espacio de serenidad para descansar la vista. Había mesas con incrustaciones de nácar y filigranas de oro, sillas de ébano con almohadones de seda, jaulas de plata para pájaros embalsamados y una colección de porcelanas y cristales digna de museo. Timothy le salió al encuentro. — ¡Qué lujo! — se le escapó a Reeves a modo de saludo. — Ella es el único lujo de esta casa. Te presento a Bel Benedict–replicó su amigo señalando a la mucama, que en verdad parecía una escultura africana.

Gregory conoció por fin al padre de su amigo de quien tan mal había oído hablar al hijo, un patriarca engolado y seco incapaz de intercambiar dos frases sin dejar sentada su autoridad. Esa noche pudo haber sido abominable para Gregory si no es por las orquídeas que salvaron la reunión y le abrieron las puertas en su carrera de abogado. Su amigo Balcescu lo había iniciado en el vicio sin retorno de la botánica, que comenzó con una pasión por las rosas y con los años se extendió a otras especies. En ese palacete atiborrado de objetos preciosos lo que más llamó su atención fueron las orquídeas de la madre de Timothy. Las había de mil formas y colores, plantadas en maceteros, colgando de los techos en cortezas de árboles y creciendo como una selva en un jardín interior donde la señora había reproducido un clima amazónico. Mientras los demás tomaban café, Gregory se escabulló al jardín a admirarlas y allí encontró a un anciano de cejas diabólicas y firme estampa, igualmente entusiasmado con las flores. Comentaron sobre las plantas, ambos sorprendidos de los conocimientos del otro. El hombre resultó ser uno de los abogados más famosos del país, un pulpo cuyos tentáculos abarcaban todo el oeste, y al enterarse de que buscaba trabajo le pasó su tarjeta y lo invitó a conversar con él. Una semana más tarde lo contrató en su firma.

Gregory Reeves era uno más entre sesenta profesionales, todos igualmente ambiciosos, pero no todos tan determinados, a las órdenes de los tres fundadores que se habían hecho millonarios con la desgracia ajena. El bufete ocupaba tres pisos de una torre en pleno centro, desde donde la bahía asomaba enmarcada en acero y vidrio. Las ventanas no se podían abrir, se respiraba aire de máquinas y un sistema de luces disimuladas en los techos creaba la ilusión de un eterno día polar. El número de ventanas de cada oficina determinaba la importancia de su ocupante, al principio no tuvo ninguna y cuando se retiró siete años más tarde podía jactarse de dos en esquina por donde apenas vislumbraba el edificio del frente y un trozo insignificante de cielo, pero que representaban su ascenso en la firma y en la escala social. También tenía varios maceteros con plantas y un noble sofá de cuero inglés, capaz de soportar mucho maltrato sin perder su estoica dignidad. Por ese mueble desfilaron varias colegas y un número indeterminado de secretarias, amigas y clientas que hicieron más llevaderos los aburridos casos de herencias, seguros e impuestos que le tocó resolver. Al poco tiempo su jefe lo visitó con el pretexto de intercambiar información sobre una rara variedad de hele chos y después lo invitó a almorzar un par de veces. Al observarlo desde la distancia había detectado la agresividad y la energía de su nuevo empleado y pronto le envió casos más interesantes para probar sus garras. Excelente, Reeves, siga por este camino y antes de lo esperado tal vez sea mi socio, lo felicitaba de vez en cuando. Gregory sospechaba que lo mismo le decía a otros empleados, pero en veinticinco años muy pocos habían alcanzado tal posición en la firma. No tenía vanas esperanzas de un ascenso importante, sabia que lo explotaban, trabajaba entre diez y quince horas diarias, pero lo consideraba parte del entrenamiento para volar solo algún día y no se quejaba. La ley era una telaraña de burocracias, y la habilidad consistía en ser araña y no mosca, el sistema judicial se había convertido en una suma de reglamentos tan enredados que ya no servían para lo cual se habían creado y lejos de impartir justicia, la complicaban hasta la demencia. Su propósito no residía en buscar la verdad, castigar a los culpables o recompensar a las víctimas, como le habían enseñado en la universidad, sino en ganar la causa por cualquier medio a su alcance; para tener éxito debía conocer hasta los más absurdos resquicios legales y usarlos en su provecho. Ocultar documentos, confundir testigos y falsear datos eran prácticas corrientes, el desafió radicaba en hacerlo con eficiencia y discreción. El garrote de la ley no debía caer jamás sobre clientes capaces de pagar a los astutos abogados de la firma.