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Las dos mujeres se habían esponjado con la buena marcha de sus finanzas y mantenían intactas sus cálidas maneras. Joan tenía amores con el gurú más solicitado de la ciudad, el rumano Balcescu, quien ya no predicaba en el parque sino en su propia academia, y Susan había heredado de su padre un pedazo de tierra donde cultivaban verduras orgánicas y criaban unos pollos felices, que en vez de crecer de a cuatro por jaula alimentados con productos químicos, circulaban en plena libertad picoteando granos auténticos hasta el momento de ser desplumados para las pailas del restaurante. En el mismo lugar Balcescu plantaba marihuana hidropónica, que se vendía como pan caliente, sobre todo en Navidad. Sentados a la mejor mesa del comedor, junto a una ventana abierta a un jardín salvaje, Carmen reiteró a su amigo que adoptaría a su sobrino aunque tuviera que pasar el resto de su existencia plantando arroz en el sudeste asiático. Nunca tendré un hijo propio, pero este niño es como si lo fuera porque lleva mi misma sangre, además tengo el deber espiritual de hacerme cargo del hijo de Juan José y ningún servicio de inmigración del mundo podrá impedírmelo, dijo. Gregory le explicó con paciencia que la visa no era el único problema, los trámites pasaban por una agencia de adopción que examinaría su vida para comprobar si era una madre adecuada y si podía ofrecerle un hogar estable al chiquillo. — Te harán preguntas incómodas. No aprobarán que pases el día en la calle entre hippies, drogados, dementes y mendigos, que no tengas un ingreso fijo, seguro médico, previsión social y horarios normales. ¿Dónde vives ahora?

— Bueno, por el momento duermo en mi automóvil en el patio de un amigo. Me compré un Cadillac amarillo del año 49, una verdadera reliquia, tienes que verlo.

— ¡Perfecto, eso le encantará a la agencia de adopción!

— Es una situación temporal, Greg. Estoy buscando un apartamento.

— ¿Necesitas plata?

— No. Me va muy bien en las ventas, gano más que nadie en toda la calle y gasto poco. Tengo algunos ahorros en el banco. — ¿Y entonces por qué vives como una pordiosera? Francamente dudo que te den al chico, Carmen.

— ¿Puedes llamarme Tamar? Ese es mi nombre ahora.

— Trataré, pero me cuesta, siempre serás Carmen para mí. También preguntarán si tienes marido, prefieren a las parejas.

— ¿Sabías que allá tratan como perros a los hijos de americanos con mujeres vietnamitas? No les gusta nuestra sangre. Da¡ estará mucho mejor conmigo que en un orfelinato.

— Sí, pero no es a mí a quien debes convencer. Tendrás que llenar formularios, contestar preguntas y probar que se trata en verdad de tu sobrino. Te advierto que esto demorará meses, tal vez años. — No podemos esperar tanto, para algo te llamé, Gregory. Tú conoces la ley.

— Pero no puedo hacer milagros.

— No te pido milagros sino algunas trampas inofensivas para una buena causa.

Trazaron un plan. Carmen destinaría parte de sus ahorros a instalarse en un apartamento en un barrio decente, procuraría dejar las ventas callejeras y aleccionaría a los amigos y conocidos para responder las capciosas indagaciones de las autoridades. Preguntó a Gregory si se casaría con ella en el supuesto de que un marido fuera requisito indispensable, pero él le aseguró divertido que las leyes no eran tan crueles y con un poco de suerte no sería necesario llegar tan lejos. Ofreció en cambio ayudarla con dinero porque esa aventura sería costosa.

— Te dije que tengo unos ahorros. Gracias, de todos modos. — Guárdalos para mantener al muchacho, si es que consigues traerlo. Yo pagaré los pasajes y te daré algo para el viaje. — ¿Tan rico estás?

— Lo que tengo son deudas, pero siempre puedo conseguir otro préstamo, no te preocupes.

Tres meses más tarde, después de fastidiosos trámites en oficinas públicas y consulados, Gregory acompañó a su amiga al aeropuerto. Para despistar sospechas burocráticas Carmen se había despojado de sus disfraces, llevaba un traje sastre sin gracia y el pelo recogido; el único signo de un fuego no del todo extinguido era el pesado maquillaje de khol en los ojos, al cual no pudo renunciar. Se veía más baja, bastante mayor, y casi fea. Los senos desenfadados, que con sus blusas de gitana resultaban atrayentes, bajo la chaqueta oscura parecían un balcón. Gregory debió aceptar que el exótico personaje creado por ella superaba ampliamente la versión original y se prometió no volver a sugerir cambios en su estilo. No te asustes, apenas tenga a mi niño conmigo vuelvo a ser yo misma, dijo Carmen sonrojándose.

Se miraba en el espejo y no lograba encontrarse. En su maletín iba el pequeño dragón de madera que Gregory le había regalado en el último momento, para que te dé suerte, porque la vas a necesitar, le dijo. También llevaba una serie de documentos, fruto de la inspiración y la audacia, fotografías y cartas de su hermano Juan José, que pensaba utilizar sin contemplaciones por las normas de la honestidad. Reeves se había puesto en contacto con Leo Galupi, seguro de que su buen amigo conocía a todo el mundo y no existían obstáculos capaces de detenerlo. Aseguró a Carmen que podía confiar en ese simpático italiano de Chicago, a pesar de los rumores que lo señalaban como rufián.

Le achacaban haber amasado una fortuna en el mercado negro, por eso no regresaba a los Estados Unidos. La verdad era otra, el hombre había concluido su servicio hacía algún tiempo y no se quedó en Vietnam por el dinero fácil, sino por el gusto del desorden y la incer–tidumbre, había nacido para una vida de sobresaltos y allá estaba en su elemento. No tenía dinero, era un bandido doblegado por su propio corazón generoso. En años de negocios al margen de la ley había ganado mucho dinero, pero lo había gastado manteniendo parientes lejanos, ayudando amigos en desgracia y abriendo la bolsa cuando veía a alguien en necesidad. La guerra le daba oportunidad de hacer dinero en manejos turbios y por otra parte lo obligaba a gastarlo en incontables actos de compasión. Vivía en una bodega donde se acumulaban las cajas con sus mercancías, productos americanos para vender a los vietnamitas y rarezas orientales que ofrecía a sus compatriotas, desde aletas de tiburón para curar la impotencia hasta largas trenzas de doncella para fabricar pelucas, polvos chinos para sueños felices y estatuillas de dioses antiguos en oro y marfil. En un rincón había instalado una cocina a gas, donde solía preparar suculentas recetas sicilianas para consuelo de su nostalgia y para alimentar a media docena de niños mendigos que sobrevivían gracias a él.

Fiel a lo prometido a Gregory Reeves, estaba en el aeropuerto esperando a Carmen con un desmayado ramo de flores. Demoró en ubicarla, porque esperaba un torbellino de faldas, collares y pulseras, en cambio se encontró ante una señora anodina, agotada por la larga travesía y derretida de calor. Ella tampoco lo reconoció porque Gregory lo había descrito como un inconfundible mafioso y en cambio le pareció encontrarse ante un trovador escapado de una pintura, pero él llevaba un cartón con el nombre de Tamar y así se identificaron en la multitud. No te preocupes de nada, preciosa, de ahora en adelante yo me encargo de ti y todos tus problemas, le dijo besándola en ambas mejillas.

Cumplió su palabra. Le tocaría jurar en falso ante notario que Thui Nguyen no tenía familia, imitar la letra de Juan José Morales en cartas fraguadas donde se refería al embarazo de su novia, trucar fotografías donde ambos aparecían del brazo en diversos lugares, falsificar certificados y sellos, suplicar ante los funcionarios incorruptibles y sobornar a los sobornables, trámites que efectuaba con la naturalidad de quien ha chapaleado siempre en esas aguas. Era un hombre de buen porte, alegre y apuesto, con firmes rasgos mediterráneos y una brillante melena negra que ataba atrás en una breve coleta. Carmen le pidió que la acompañara a visitar a Thui Nguyen por primera vez, porque de tanto anticipar ese momento y tanto prepararse para el encuentro había perdido su habitual desplante y ante la sola idea de ver al niño le fallaban las rodillas, La mujer vivía en una habitación alquilada en un caserón que antes de la guerra debió pertenecer a una familia de comerciantes adinerados, pero ahora estaba dividido en cuartos para una veintena de inquilinos. Había tal confusión de gente en sus faenas, niños correteando, radios y televisores encendidos, que les costó dar con la habitación que buscaban. Les abrió la puerta una mujercita de nada, una sombra lívida con un pañuelo en la cabeza y un vestido de color indefinido.

Bastó una mirada para saber que Thui Nguyen no había mentido, estaba muy enferma. Seguramente siempre fue baja, pero parecía haberse reducido de súbito, como si el esqueleto se le hubiera achicado sin dar tiempo a la piel para acomodarse al nuevo tamaño; imposible calcularle la edad porque tenía una expresión milenaria en el cuerpo de una adolescente.