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Carmen cogió a Daí de la mano y lo llevó al parque. Sentada en un banco junto a un charco de patos le explicó que si tenía que pagar a un terapeuta para que lo hiciera hablar se iban al diablo las vacaciones de ese año porque no le alcanzaba el presupuesto para tanto. — Entre tú y yo no necesitamos palabras, Daí, pero para funcionar en el mundo tienes que comunicarte. Los dibujitos no bastan. Trata de hablar un poco para que tengamos vacaciones, si no nos jodemos los dos — No me gustó ese doctor, mamá, olía a salsa de soya–replicó el niño en perfecto inglés. Nunca sería un charlatán, pero el asunto de su mudez quedó descartado.

El tiempo libre pasó a ser el mayor lujo, Carmen dejó de ver a los amigos y rechazaba, invitaciones de los mismos pretendientes que poco antes la entusiasmaban. Hasta entonces el amor le había producido más sufrimientos que buenos recuerdos, según Gregory escogía pésimos candidatos, como si sólo pudiera enamorarse de quienes la maltrataban, ella estaba convencida de que su período de mala suerte había pasado, pero de todos modos decidió cuidarse. Por años Inmaculada Morales hizo mandas a San Antonio de Padua, a ver si el patrono de las solteronas se encargaba de buscar marido a esa hija extravagante que ya había pasado los treinta y todavía no daba señales de sentar cabeza. Encontrar al compañero adecuado había sido una callada obsesión de Carmen en el pasado, cuando le faltaba hombre se le poblaban los sueños de fantasmas lujuriosos, necesitaba un abrazo firme. caliente proximidad, manos viriles en su cintura, una ronca voz susurrándole, pero ya no se trataba sólo de buscar un compañero sino también un padre cabal para Daí. Pensó en los hombres que había tenido y por primera vez se dio cuenta de la rabia que sentía contra ellos. Se preguntaba si se hubiera dejado golpear delante del chico o si se hubiera resignado a bañarlo en el agua fría usada por otro y se espantaba de su propia sumisión. Revisaba a los amantes recientes y ninguno pasaba su severo examen, sin duda estaban mejor solos, decidió.

La maternidad le tranquilizó el espíritu y para las inquietudes del cuerpo decidió seguir el ejemplo de Gregory y conformarse con amores de paso. Se preguntaba también por qué le faltó valor para tener su bebé diez años antes, por qué se dejó vencer por el miedo y por el peso de inútiles tradiciones, no era tan difícil ser madre soltera, después de todo, decidió. Las nuevas responsabilidades mantenían su energía en ebullición, aumentaron sus ganas de trabajar y de sus manos salían diseños cada vez más originales, las ideas y los exóticos materiales traídos de remotas regiones cobraban vida bajo sus tenazas, sopletes y alicates. Despertaba de pronto en la madrugada con la visión precisa de un diseño y por algunos minutos se quedaba en la cama envuelta en el olor y el calor de su niño, luego se levantaba, se colocaba su bata de seda bordada, regalo de Leo Galupi, hervía agua para preparar té de mango, encendía las lámparas victo–rianas sobre su mesa y cogía las herramientas con alegre determinación. De vez en cuando le daba una mirada al hijo dormido y sonreía contenta. Mi vida está completa, nunca he sido tan feliz, pensaba.

Cuarta Parte

Cuidado con lo que pides, mira que el cielo puede otorgártelo, era uno de los dichos de Inmaculada Morales, y en el caso de Gregory Reeves se cumplía como una broma fatal, En los años siguientes realizó los planes que con tanto ahínco se había propuesto, sin embargo por dentro hervía en el caldo de una impaciencia abrumadora. No podía detenerse un instante, mientras estaba ocupado lograba ignorar los apuros del alma, pero si le sobraban unos minutos y se encontraba quieto y en silencio, sentía una hoguera consumiéndolo por dentro, tan poderosa que estaba seguro de que no era sólo suya, la había alimentado su desaforado padre y antes de él su abuelo, ladrón de caballos, y aún antes quién sabe cuántos bisabuelos marcados por el mismo estigma de inquietud. Le tocaba cocinarse en el rescoldo de mil generaciones. El impulso lo llevaba hacia adelante, se convirtió en la imagen del triunfador justamente cuando el desprendimiento bucólico y la inocencia eterna de los hippies habían sido aplastados por los engranajes de la implacable maquinaria del sistema. Nadie podía reprocharle su ambición porque en el país ya se gestaba la época de codicia desenfrenada que habría de venir muy pronto. La derrota de la guerra había dejado en el aire un sentimiento de bochorno, un deseo colectivo de reivindicarse por otros medios. No se hablaba del tema, habrían de pasar más de diez años para que la historia y el arte se atrevieran a exorcizar los demonios sueltos del desastre. Carmen vio decaer lentamente la calle donde antes se ganaban la vida sus mejores amigos, se despidió de muchos artesanos expulsados por la presión de los comerciantes de productos ordinarios de Taiwán, y vio desaparecer uno a uno a los lunáticos inocentes, que murieron de inanición o se fueron por los caminos cuando la gente olvidó alimentarlos. llegaron otros locos mucho más desesperados, los veteranos de la guerra que sucumbieron al horror de los recuerdos.

A la rebeldía callejera de antaño siguió la peste del conformismo, contagiando incluso a los estudiantes de la universidad. Aumentó el número de los miserables y los bandidos, por todas partes se veían mendigos, borrachos, prostitutas, traficantes de drogas, ladrones. El mundo se está descomponiendo a ojos vista, se lamentaba Carmen. Gregory Reeves, quien de todos modos nunca participó en las ilusiones ingenuas de quienes anunciaban la Era de Acuario, un tiempo de supuesta hermandad y paz, replicaba con el ejemplo del péndulo, que va y viene en una y otra dirección. No lo afectaba el cambio porque estaba lanzado en una carrera ciega, adelantándose al estallido de materialismo que marcaría la década de los ochenta. Fanfarroneaba de sus éxitos, mientras sus colegas se preguntaban cómo conseguía los mejores casos y de dónde sacaba recursos para andar de fiesta en fiesta, pasar una semana dando vueltas por el Mediterráneo y vestirse con camisas de seda. Nada sabían de los exorbitantes préstamos de los bancos ni las maniobras atrevidas de sus tarjetas de crédito. Reeves prefería no pensar en que tarde o temprano debería pagar las cuentas, cuando se le terminaban los fondos solicitaba otro crédito a su banquero con el argumento de que en bancarrota o en la cárcel de ninguna manera podría cumplir sus obligaciones, y que el dinero atrae al dinero como imán. No se angustiaba por el futuro, estaba muy ocupado tratando de labrar el presente.

Decía que no tenía escrúpulos y nunca se había sentido tan fuerte ni tan libre, por lo mismo no comprendía ese impulso de huida que no le daba descanso. Estaba otra vez soltero y sin más cruz a cuestas que la del propio corazón. De su hija lo separaba media hora de camino, sin embargo apenas la veía un par de veces al año, cuando la recogía en su coche de galán para sacarla de paseo con la pretensión de darle en cuatro horas lo que le había escatimado en seis meses. Después de cada visita la devolvía con un cargamento de regalos, más apropiados para una mujer coqueta que para una colegiala impúber, y enferma por el atracón de helados y pasteles. Había sido inútil convencer a Margaret de que lo llamara papá, decidió que Grego–ry le calzaba mejor a ese hombre casi desconocido que pasaba por su vida dos veces al año como un desaforado Santa Claus. Tampoco usaba la palabra mamá. La maestra de la escuela citó a Samantha para preguntarle si acaso era verdad que Margaret había sido adoptada después que sus verdaderos padres fueron horriblemente asesinados por una banda de maleantes.

Recomendó consultar a un psicólogo infantil, pero la madre sólo pudo llevarla a la primera consulta porque la hora de terapia interfería con su clase de yoga.

No necesito a nadie que me diga quiénes son ustedes, lo sé perfectamente, pero me divierte confundir a la maestra, que es muy estúpida, explicó Margaret con la tranquila compostura que la caracterizaba. Los padres. concluyeron que la chica era un prodigio de imaginación y sentido del humor. Tampoco les alarmaba que se orinara por las noches como un bebé, mientras insistía en vestirse de mujer, se pintaba las uñas y los labios, no jugaba con otras criaturas y coqueteaba con aires de cortesana.