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Trató de iniciarla en sus intereses, por ese afán de los enamorados de compartirlo todo. La primera vez que la llevó a la ópera ella se deslumbró con los trajes elegantes de la concurrencia y cuando se levantó la cortina creyó que se trataba de un espectáculo humorístico. Aguantó hasta el tercer acto, pero al ver a una dama gorda vestida de geisha clavándose un cuchillo en la barriga mientras su hijo agitaba una bandera del Japón en una mano y una de los Estados Unidos en la otra, sus carcajadas interrumpieron a la orquesta y debieron abandonar la sala.

En agosto se la llevó a Italia. Ella no cumplía aún su primer año de trabajo y no le correspondían vacaciones, pero eso no fue inconveniente, porque había presentado su renuncia al bufete de abogados.

Le habían ofrecido un empleo como modelo de fotografías publicitarias.

Gregory pasó el viaje sufriendo de antemano, detestaba la idea de verla expuesta a miradas ajenas en las páginas de una revista, pero no se atrevió a discutir el asunto por temor a parecer un cavernícola. Tampoco lo comentó con Carmen porque su amiga lo habría destrozado a burlas. Caminando por un sendero de flores a la orilla del Lago di Como, sin ver el espejo diáfano del agua ni las villas anaranjadas colgando de los cerros porque sólo tenía ojos para el inventario prodigioso de su compañera, se le ocurrió una solución para retenerla a su lado y le propuso que vivieran juntos; así no tendría que trabajar y podría entrar a la universidad a estudiar una carrera, ella era una persona inteligente y creativa ¿no habría algo que le gustaría estudiar?

No lo había en ese momento, replicó Shanon con la risa suelta de varias copas de vino, pero lo pensaría. Esa noche Reeves cogió el teléfono para contar la novedad a Carmen al otro lado del océano, pero no la encontró. Su amiga había partido con Da¡ en viaje al Lejano Oriente.

Bel Benedict no conocía su edad exacta ni quería averiguarla. Los años habían oxidado un poco sus huesos y oscurecido su piel de azúcar quemada a un tono más cercano al chocolate, pero no habían alterado el brillo de topacio de sus ojos alargados ni apaciguado del todo los reclamos de su vientre. Algunas noches soñaba con el calor del único hombre que amó en su vida y despertaba húmeda de gozo. Debo ser la única vieja en celo de la historia, que Jesús me perdone, pensaba sin asomo de vergüenza, sino más bien con secreto orgullo. Vergüenza sentía al mirarse en el espejo y ver que su cuerpo de potranca oscura era un montón de colgajos tristes; si su marido pudiera verla daría vuelta la cara espantado, pensaba. Nunca se le ocurrió que, en el caso de estar vivo, los años también pasaban para él y ya no sería el hombronazo flexible y alegre que la sedujo a los quince años. Pero Bel no podía darse el lujo de quedarse en la cama rememorando el pasado ni frente al espejo lamentando su desgaste; cada mañana se levantaba al amanecer para ir a su empleo, menos los domingos que partía a la iglesia y al mercado. En el último año no le sobraba un momento porque cuando terminaba su trabajo volaba a casa de prisa a cuidar a su hijo. Había vuelto a llamarlo Baby, como en los tiempos en que lo llevaba prendido a los senos y le cantaba canciones de cuna. No me diga así, mamá, mis amigos se burlarán de mí, le reclamaba él, pero en verdad ya no le quedaban amigos, los había perdido todos, igual como perdió el empleo, la mujer, los hijos y la memoria.

Pobre Baby, suspiraba Bel Benedict, pero no lo compadecía, más bien lo envidiaba un poco; no pensaba morirse hasta muchos años más y mientras ella viviera él estaría seguro. Paso a paso, un día a la vez, era su filosofía; de nada valía angustiarse por un mañana hipotético.

Su abuelo, un esclavo de Mississippi, le había dicho que tenemos el pasado por delante, es lo único real, del pasado podemos extraer conocimientos y experiencia para la vida; el presente es una ilusión, porque en menos de un instante ya forma parte del pasado: y el futuro es un hueco oscuro que no se ve y tal vez ni siquiera está allí, porque ahora mismo nos puede llegar la muerte. Trabajó como mucama de los padres de Timothy durante tantos años que costaba recordar esa mansión sin ella. Cuando la contrataron era todavía un mujerón legendario, una de esas negras quebradas en la cintura que se mueven como si nadaran bajo el agua. — Cásate conmigo–le decía Timothy en la cocina, cuando ella lo festejaba con panqueques, su única proeza culinaria-. Eres tan linda que debieras ser estrella de cine en vez de sirvienta de mi madre. — Los únicos negros del cine son blancos pintados de negro–se reía ella.

Era muy joven cuando apareció por el camino un vagabundo de risa estruendosa buscando una sombra donde sentarse a descansar. Se enamoraron de inmediato con una pasión tórrida capaz de trastornar el clima y alterar las normas del tiempo y así gestaron a King Benedict, quien habría de vivir dos vidas, tal como Olga adivinó la única vez que estuvo con él, cuando el camión del Plan Infinito lo recogió en un camino polvoriento en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Pocos días después de dar a luz, Bel había olvidado los nueve meses de cargar con el peso del hijo bajo el corazón y las angustias del parto y nuevamente perseguía a su hombre por los rincones de la granja. Hicieron el amor encharcados de sangre menstrual junto a las vacas del establo, los pájaros de los maizales y los escorpiones del granero. Cuando el pequeño King comenzó a dar los primeros pasos vacilantes, el padre, agotado de amores y temeroso de perder el alma y la hombría entre las piernas de esa insaciable hurí, escapó llevándose de recuerdo un mechón de pelo que le cortó a Bel mientras dormía.

En la turbulencia de tanta cópula desaforada habían hecho oídos sordos a las presiones del pastor de la Iglesia Bautista para que contra jeran sagrado vínculo ante los ojos del Señor, como decía. Para Bel una firma en el libro de la parroquia no marcaba diferencia, ella se consideraba casada. Durante el resto de su existencia, usó el apellido de su amante y a los muchos hombres que reposaron sobre su regazo en el siguiente medio siglo les dijo que su marido andaba temporalmente de viaje. De tanto repetirlo terminó por creerlo, por eso le daba rabia verse desnuda en el espejo; si no te apuras en regresar encontrarás un pellejo desinflado, le reclamaba al recuerdo del ausente.

Esa mañana de enero la ciudad amaneció barrida por un viento inclemente que venía del mar. Bel Benedict se puso su traje color turquesa, sombrero, zapatos y guantes en el mismo tono, su tenida de domingo y de todas las fiestas. Había notado que la Reina Isabel lucía siempre esos atuendos unicolores y no descansó hasta adquirir algo semejante. Timothy Duane la aguardaba en su automóvil frente al modesto edificio donde ella vivía.

— No eres inmortal, Bel. ¿Qué pasará con tu hijo cuando ya no estés? — le había dicho Timothy.

— King no será el primer chico de catorce años que se las arregle solo. — No tiene catorce, sino cincuenta y tres. — Para los efectos prácticos tiene catorce.

— Bueno, a eso justamente me refiero. Será siempre un adolescente. — Tal vez no, puede ser que madure…

— Con algo de dinero todo será más fácil para ustedes, no seas testaruda, mujer.

— Ya te dije, Tim. No hay nada que hacer. El abogado de la compañía de seguros fue muy claro con nosotros, no tenemos ningún derecho. Por bondad nos darán diez mil dólares, pero no será todavía, hay muchos trámites que cumplir.

— No entiendo de estas cosas, pero tengo un amigo que nos puede aconsejar.

Gregory Reeves los recibió en la jungla de maceteros de su oficina. Bel hizo una entrada triunfal vestida de reina, se sentó en el sufrido sofá de cuero y procedió a contar el extraño caso de su hijo, King Benedict. Reeves la escuchaba con atención mientras escarbaba en su memoria inexorable buscando el origen de ese nombre, que resonaba como un eco lejano del pasado. Imposible olvidar un nombre tan sonoro, se preguntaba dónde lo había escuchado antes. King era un buen cristiano, dijo la mujer, pero Dios no le había dado una vida fácil. Fueron siempre pobres y durante los primeros tiempos iban de un sitio para otro buscando trabajo, despidiéndose de los nuevos amigos y cambiando de escuela.

King se crió con la duda de que su madre podía desaparecer a la siga de un pretendiente, dejándolo solo en un cuarto de paso de un pueblo sin nombre. Fue un muchacho melancólico y tímido, a quien dos años de guerra en el Pacífico Sur no le sacudieron la inseguridad. Al regreso se casó, tuvo dos hijos y se ganaba el sustento como obrero de construcción. En los últimos años su matrimonio daba tumbos, su mujer amenazaba con dejarlo, sus hijos lo consideraban un pobre diablo. Bel lo notaba muy tenso y triste y temía que empezara a beber de nuevo, como había ocurrido en otras crisis, las cosas iban mal y terminaron de echarse a perder con el accidente. King Benedict se encontraba a la altura de un segundo piso, cuando cedió el andamio y se fue abajo, estrellándose contra el suelo. El golpe lo aturdió por algunos segundos, pero logró ponerse de pie, aparentemente sólo tenía contusiones leves, pero de todos modos lo llevaron al hospital, donde después de un examen de rutina lo dejaron ir. Apenas se le pasó el dolor de cabeza y empezó a hablar, se vio que no recordaba dónde estaba ni reconocía a los suyos, se creía de vuelta en la adolescencia. Su madre descubrió pronto que la memoria le alcanzaba sólo hasta los catorce años, de allí en adelante había un abismo de fondo de mar.