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Lo revisaron por dentro y por fuera, le metieron sondas por todos los orificios, le pusieron electricidad en el cerebro, lo interrogaron durante semanas, lo hipnotizaron y le fotografiaron el alma, sin descubrir una razón lógica para tan dramático olvido. Los recursos de los médicos no detectaron daño orgánico. Empezó a comportarse como un muchacho manipulador, inventando mentiras torpes para engatusar a sus hijos, a quienes trataba corno compañeros de juegos, y evadir la vigilancia de su esposa, a quien confundía con su madre. No lograba reconocer a Bel Benedict, la recordaba como una mujer joven y muy bella, pero de todos modos en los meses siguientes se apegó a esa anciana desconocida como a un salvavidas, ella era lo único seguro en un mundo pleno de confusiones. Parientes y amigos negaron su amnesia, tal vez se trataba de una broma histérica, — dijeron, y pronto se cansaron de indagar en los resquicios de su mente en busca de un signo de reconocimiento. Tampoco le creyó la compañía de seguros; fue acusado de inventar esa patraña para cobrar una pensión y pasar el resto de su vida mantenido como un inválido, cuando en verdad se había dado un golpe de nada, era un estafador.

Cada vez que su mujer salía, King se sentía abandonado y cuando ella empezó a traer a su amante a dormir a la casa, Bel Benedict consideró que había llegado el momento de intervenir y se llevó a su hijo a vivir con ella.

En esos meses lo había observado cuidadosamente sin detectar ningún recuerdo posterior a los catorce años. King se había tranquilizado poco a poco, era un buen compañero, la madre estaba contenta de tenerlo consigo, lo único raro en su comportamiento eran voces y visiones que decía tener, pero los dos se acostumbraron a la presencia de esos impalpables fantasmas de la imaginación, a los cuales los médicos no daban la menor importancia.

Timothy Duane tenía los informes del hospital y las cartas de los abogados de la compañía de seguros. Reeves los examinó de una mirada superficial, sintiendo en todo el cuerpo el ardor de la pelea que tan bien conocía, esa anticipación frenética del guerrero, lo mejor de su profesión; le gustaban los casos complicados, los desafíos difíciles, las escaramuzas.

— Si decide ir a juicio debe hacerlo pronto, porque sólo tiene un año de plazo desde el accidente.

— ¡Pero entonces no me darán los diez mil dólares!

— Este caso puede valer mucho más, señora Benedict. Posiblemente le han ofrecido eso para ganar tiempo y que usted pierda su derecho a demandarlos.

La mujer aceptó aterrada, diez mil dólares era más de lo que había ahorrado en toda una vida de esfuerzo, pero ese hombre le inspiró confianza y Timothy Duane tenía razón, debía proteger a su hijo de un futuro muy incierto.

Esa tarde Reeves llevó el caso a su jefe, tan entusiasmado que se le atropellaban las palabras para contarle de esa negra hermosa y su hijo de edad madura vuelto de un porrazo a la adolescencia, imagínese si ganamos, les cambiaremos las vidas a estas pobres gentes; pero se encontró con las cejas diabólicas levantadas hasta el nacimiento del pelo y una mirada irónica.

No pierda tiempo en tonterías, Gregory, le dijo; no vale la pena meterse en este berenjenal. Le explicó que las posibilidades de ganar eran remotas, se requerirían años de investigación, decenas de expertos, muchas horas de trabajo y el resultado podía ser nulo; sin una lesión cerebral que justificara la pérdida de la memoria ningún jurado creería en esa amnesia.

Reeves sintió una oleada de frustración; estaba harto de obedecer decisiones de otros, cada día se sentía más inquieto y defraudado con su trabajo, no veía las horas de independizarse. Se aferró a esa negativa para zampar al anciano de las orquídeas el discurso de despedida tantas veces ensayado a solas. Al regresar a su casa esa noche encontró a Shanon echada en el suelo de la sala mirando televisión, la besó con una mezcla de orgullo y de ansiedad. — Renuncié a la firma. De ahora en adelante volaré solo. — Esto hay que celebrarlo–exclamó ella-. Y ya que estamos en eso, Greg, hagamos un brindis por el bebé. — ¿Cuál bebé?

— El que estamos esperando–sonrió Shanon sirviéndole una copa de la botella que tenía a su lado.

Al divorciarse de su segundo marido Judy Reeves se quedó con los hijos, incluso los que el hombre había tenido con su primera mujer. Con el tiempo el matrimonio se convirtió en una pesadilla de rencores y peleas, donde el marido llevaba todas las de perder. Cuando llegó el momento de separarse definitivamente, ni siquiera se planteó la posibilidad de que el padre se llevara a los niños, el afecto entre Judy y esas dos criaturas morenas era tan sólido y efusivo que nadie recordaba que no fueran suyas.

La mujer apenas alcanzó a permanecer soltera unos meses. Un sábado caluroso llevó a su familia a la playa y allí conoció a un fornido veterinario del norte de California, que hacia turismo en un carromato acompañado por sus tres hijos y una perra. La bestia había sido atropellada y tenía los cuartos traseros paralizados, pero en vez de despacharla a mejor vida, como indicaba la experiencia profesional, su amo improvisó un arnés para movilizarla con ayuda de los niños, que se turnaban para sostenerla por detrás mientras ella corría con las patas delanteras.

El espectáculo de la inválida revolcándose en las olas con ladridos de gozo, atrajo a los hijos de Judy. Así se conocieron. Ella rebasaba las costuras de un traje de baño a rayas y sorbía un helado tras otro, sin pausa ninguna. El veterinario se quedó contemplándola con una mezcla de horror y fascinación ante tanta gordura desnuda, pero al poco rato de conversación se hicieron amigos, olvidó su aspecto y al ponerse el sol la invitó a comer. Las dos familias terminaron el día devorando pizzas y hamburguesas.. El hombre regresó con los suyos al valle de Napa, donde vivía, y Judy quedó llamándolo con el pensamiento.

Desde los tiempos de Jim Morgan, su primer marido, no encontraba un hombre capaz de hacerle frente tanto en la cama como en una buena pelea. Jim Morgan salió de la prisión por buena conducta y, a pesar de que entonces ella estaba casada con el chaparrito de bigotes, la llamó para decirle que no había pasado un solo día de su condena sin recordarla con cariño. Pero ella ya marchaba por otros caminos. Además Morgan se había convertido a una secta de cristianos fundamentalistas, cuyo fanatismo resultaba incomprensible para ella, que había recibido la herencia tolerante de la fe Bahai de su madre, por eso no quiso verlo cuando volvió a quedar sola. Los mensajes mentales de Judy cruzaron montañas y extensos viñedos y poco después el veterinario regresó a visitarla. Pasaron una semana de luna de miel con todos los niños y Nora, la abuela, quien para entonces dependía por completo de Judy.

La cabaña que Charles Reeves había comprado treinta años atrás, había vuelto a su precaria condición original. Las termitas, el polvo y el paso del tiempo hicieron su lenta labor en las paredes de madera, sin que Nora hiciera nada por salvar su casa del desastre. Una tarde Judy y su segundo marido aparecieron de visita y encontraron a la anciana sentada en el sillón de mimbre bajo el sauce, porque el techo del porche se había desmoronado; los pilares estaban podridos. — Bueno, señora, usted se viene a vivir con nosotros–anunció el yerno.

— Gracias, hijo, pero no es posible. Imagínese el desconcierto del Doctor en Ciencias Divinas si no me encuentra aquí el jueves. — ¿Qué dice tu mamá?

— Cree que el fantasma de mi padre la visita los jueves, por eso nunca ha querido dejar la casa–le aclaró Judy.

— No hay problema, señora. Le dejaremos una nota a su marido con su nueva dirección–resolvió el hombre.

A nadie se le había ocurrido una solución tan simple. Nora se levantó, escribió la nota con su perfecta caligrafía de maestra, cogió su collar de perlas, salvado de tantas pobrezas, una caja con viejas fotografías y un par de cuadros pintados por su marido, y fue tranquilamente a sentarse en el automóvil de su hija. Judy echó el sillón de mimbre en la cajuela, porque su madre podría necesitarlo, cerró la casa con un candado y partieron sin mirar hacia atrás. Charles Reeves debe haber encontrado el mensaje, tal como encontró los otros cada vez que su viuda cambió de domicilio, porque no faltó ni un solo jueves a la cita póstuma ni Nora perdió de vista el hilo de la naranja que la unía al otro mundo. El año que Gregory se casó con Shanon, su hermana vivía con el veterinario, con su madre y un montón de chiquillos de diversas edades, colores y apellidos, esperaba a la octava criatura y se confesaba enamorada. Su existencia no era fácil, media casa estaba destinada a la clínica de animales, debía soportar el desfile constante de animales enfermos, el aire olía a creolina, los niños peleaban como fieras y Nora Reeves se había sumido en el misericordioso mundo de la imaginación y a una edad en que otras ancianas tejen calcetas para los bisnietos, ella había vuelto a su juventud. Sin embargo Judy se consideraba feliz por primera vez, tenía al fin un buen compañero y no necesitaba trabajar fuera de su hogar. Su marido preparaba unas parrilladas monumentales para alimentar a la tribu y compraba galletas de chocolate al por mayor. A pesar del embarazo, la buena mesa y su enorme apetito, Judy comenzó a adelgazar lentamente y pocos meses después de dar a luz tenía su peso de muchacha. Acudió al casamiento de su hermano con un atuendo de velos claros y un delicado sombrero de paja, del brazo de su tercer marido, con siete hijos en ropa de domingo y otro en los brazos, su madre vestida de colegiala y una perra paralítica sostenida por un arnés, pero con la expresión de risa de los animales contentos.