— Se te nota la edad, Gregory, eres muy pasado de moda–concluyó. — ¡Parece que nací para cornudo! — rugió Reeves y se fue con un portazo rotundo.
Durmió en un motel hasta que Shanon logró ubicarlo y le suplicó que regresara, jurando amor y asegurándole que a su lado se sentía segura y protegida, sola estaba perdida, dijo sollozando. En secreto Gregory la esperaba. Había pasado la noche despierto, atormentado por los celos, imaginando represalias inútiles y soluciones imposibles. Fingió una rabia que en verdad ya no sentía, sólo por la satisfacción de humillarla, pero volvió a su lado tal como lo haría cada vez que se fuera en los meses siguientes.
Margaret desapareció de la casa de su madre a los trece años. Samantha esperó dos días antes de llamarme porque pensó que no tenía dónde ir y pronto estaría de vuelta, seguro se trataba de una escapada sin importancia, todos los chicos a su edad hacen estas locuras, no es nada del otro mundo, ya sabes que Margaret no da problemas, es muy buena, me dijo. Su capacidad para ignorar la realidad es como la de mi madre, nunca deja de maravillarme. Avisé de inmediato a la policía, que organizó una operación masiva para encontrarla, pusimos avisos en cada ciudad de la bahía, la llamamos por radio y por televisión. Cuando fui a la escuela me enteré de que no la habían visto en meses, se habían cansado de mandar notificaciones a su madre y dejar recados por teléfono. Mi hija era pésima estudiante, no tenía amistades, no hacía deportes y faltaba demasiado a clases, hasta que por fin dejó de asistir. Interrogué a sus compañeros, pero sabían poco de ella o no quisieron decirme, me pareció que no le tenían, simpatía, una muchacha la describió como agresiva y grosera, dos adjetivos imposibles de asociar con Margaret, quien siempre se comportaba como una dama antigua en un salón de té. Después hablé con los vecinos y así me enteré de que la habían visto salir a altas horas de la noche, a veces la venía a buscar un tipo en una motocicleta, pero casi siempre regresaba en diferentes automóviles. Samantha dijo que seguro se trataba de chismes mal intencionados, ella no había notado nada raro. Cómo iba a percibir la ausencia de su hija, si ni siquiera notaba su presencia, digo yo. En la foto que apareció en televisión Margaret se veía muy bonita e inocente, pero recordé sus gestos provocativos y se me ocurrieron horribles posibilidades. El mundo está lleno de pervertidos, me dijo una vez un oficial de la policía cuando se me perdió en el parque uno de los ni ños que cuidaba. Fueron días de suplicio recorriendo cuarteles de policía, hospitales, periódicos.
— Este es un caso para San Judas Tadeo, patrono de las causas perdidas–me recomendó Timothy Duane con toda seriedad cuando me desmoroné en su laboratorio en busca de una mano amiga-. — Tienes que ir a la Iglesia de los Dominicos, ponerle veinte dólares a la cajita del santo y prenderle una vela. — Estás demente, Tim.
— Sí, pero ése no es el punto. Lo único que me dejaron doce años de colegio de curas es el sentido de culpa y la fe incondicional en San Judas. Nada pierdes con probar.
— El Dr. Duane tiene razón, no se pierde nada con probar. Yo lo acompaño–ofreció suavemente mi secretaria, cuando lo supo, y así fue como me encontré de rodillas en una iglesia encendiendo velas, como no lo hacía desde mis tiempos de monaguillo del Padre Larraguibel, acompañado por la inefable Ernestina Pereda. Esa noche alguien llamó diciendo que en un bar habían visto a una persona parecida, sólo que bastante mayor. Allí fuimos con dos policías y encontramos a Margaret disfrazada de mujer, con uñas postizas, tacones altos, pantalones ajustados y una máscara de maquillaje deformando su cara de bebé. Al verme echó a correr y cuando le dimos caza me abrazó llorando y me llamó papá por primera vez desde que me acuerdo. El examen médico reveló que tenía marcas de agujas en los brazos y una infección venérea. Cuando traté de hablar con ella en el cuarto de la clínica privada donde la internamos, me rechazó con una andanada de palabrotas que escupía con voz de hombre, varias de las cuales no había oído ni siquiera en el barrio donde me crié o en mis tiempos de soldado. Se había arrancado la sonda del brazo, con su lápiz de labios había escrito horrendas obscenidades en las paredes de su pieza, había destrozado la almohada y lanzado al suelo todo lo que encontró a su alcance. Se necesitaron tres personas para sujetarla mientras le colocaban un tranquilizante. A la mañana siguiente fui con Samantha a verla y la encontramos serena y sonriente en su cama, con la cara limpia y una cinta en el pelo, rodeada de ramos de flores. cajas de chocolate y animales de pe–luche que le habían mandado los empleados de mí oficina. De la endemoniada del día anterior no quedaba ni rastro. Al preguntarle por qué había cometido semejante barbaridad se desmoronó llorando con aparente arrepentimiento, no sabía lo que le pasó, dijo, nunca lo había hecho antes, era culpa de malas amistades, pero no debíamos preocuparnos, se daba cuenta del peligro y no vería más a esa gen tuza, los pinchazos fueron sólo un experimento y no se repetirían, lo juraba.
— Estoy bien. Lo único que necesito es un tocacintas para escuchar música–nos dijo.
— ¿Qué clase de música quieres? — preguntó su madre acomodándole las almohadas.
— Un amigo me trajo mis canciones preferidas–replicó letárgica-. — Y ahora déjenme dormir, estoy un poco cansada.
Al despedimos nos pidió que le lleváramos cigarrillos, sin filtro por favor. Me extrañó que fumara. pero luego recordé que a su edad yo me había fabricado una pipa y, de todos modos. comparado con sus otros problemas, un poco de nicotina me pareció lo de menos. Consideré poco oportuno discutir sobre los peligros del humo en los pulmones, cuando podía morirse de una sobredosis de heroína. Cuando regresé a verla en la tarde ya no estaba. Se las arregló para despistar a la enfermera de tumo, ponerse la misma ropa de prostituta con la cual llegó y huir. Al limpiar el cuarto descubrieron una jeringa de–sechable bajo el colchón, junto a la cinta de música rock y los restos del lápiz de labios. Había perdido a Margaret–desde entonces la he visto en la cárcel o en una cama de hospital–pero no lo sabía aún, me demoré nueve años en decirle adiós, nueve años de esperanzas defraudadas, de búsquedas inútiles, de falsos arrepentimientos, de incontables raterías, traiciones, vulgaridades, sospechas y humillaciones, hasta que por fin acepté en el fondo de mi corazón que es imposible ayudarla.
La primera tienda Tamar surgió en una calle del centro de Berkeley, entre una librería y un salón de belleza, veinticinco metros cuadrados con una vitrina pequeña y una puerta estrecha, que hubiera pasado desapercibida entre los otros comercios del vecindario, si Carmen no decide aplicar los mismos principios decorativos de la casa de Olga, pero al revés. La vivienda de la curandera tenía tantos adornos y colorinches como una pagoda de opereta y por lo mismo destacaba en la arquitectura os y pobretona del barrio latino. El local de Carmen estaba rodeado de tiendas vistosas, de restaurantes chinos con sus dragones iracundos y mexicanos con sus cactus de yeso, bazares de la India, ventas para turistas y la floreciente industria de pornografía con avisos de neón mostrando parejas desnudas en posiciones inverosímiles. Con semejante competencia resultaba difícil atraer clientela, pero ella pintó todo de blanco, puso un toldo del mismo color en la puerta y lámparas potentes para acentuar el aspecto de laboratorio de su local. Desplegó las joyas sobre sencillas bandejas de arena y transparentes trozos de cuarzo, donde el elaborado diseño y los ricos materiales lucían espléndidos. En un rincón colgó algunas faldas gitanas, como las que ella misma usaba desde hacía años, únicas notas cálidas en esa blancura de nieve. En el aire flotaba un aroma tenue de especias y los monótonos acordes de una vihuela oriental.
— Pronto tendré cinturones, carteras y chales–explicó Carmen a Gregory cuando le mostró ufana su nuevo negocio en la fiesta de inauguración-. Habrá poca variedad pero se podrán combinar todas las piezas, de manera que con una visita a mi tienda la clienta pueda salir vestida de pies a cabeza.
— No encontrarás mucho entusiasmo por estos disfraces–se rió Gregory, convencido de que se necesitaba estar mal de la cabeza para ponerse las creaciones de su amiga, pero minutos más tarde debió tragarse sus palabras cuando Shanon le rogó que le comprara varios pendientes «étnicos», que a él le parecieron injustificadamente caros, y vio a su amiga Joan, del brazo de Balcescu, luciendo una de esas estrafalarias faldas zíngaras de parches multicolores. Las mujeres son un verdadero misterio, masculló.