King Benedict deseaba más que nada en el mundo un tren eléctrico para armar en la sala de la casa de su madre. Ya había fabricado la estación, un pueblo de casitas de madera, árboles de cartón y una naturaleza de cerros y túneles en miniatura que se extendía de muro a muro impidiendo el paso por el cuarto. Sólo esperaba el tren porque Bel le había prometido que esa sería la primera adquisición cuando recibieran el dinero del juicio. Se sentía como un inválido y se aferraba a esa mujer de cuello largo y ojos amarillos, que aseguraba ser su madre, y representaba la única brújula en una tempestad de incertidumbres. Desde el accidente su memoria era sólo neblina; cuarenta años borrados en el instante en que su cabeza golpeó el suelo. Recordaba a su madre joven y hermosa; ¿cómo se transformó en esa vieja gastada por el trabajo y los años? ¿Quién es Bel realmente? Ojalá que me compre el tren… Comprendía que ya no estaba para juegos infantiles, pero de verdad no le interesaban para nada los asuntos que obsesionaban a los hombres.
Pasaba horas embobado frente al televisor, ese prodigioso invento antes desconocido para él, y cuando veía besos apasionados en la pantalla sentía una ciega ansiedad, algo palpitante en las entrañas, que por fortuna no duraba mucho. El catálogo de trenes eléctricos lo atraía mucho más que las revistas de mujeres desnudas que le ofrecía el vendedor de periódicos en el quiosco de la esquina. A veces se veía a sí mismo desde la distancia, como si estuviera en el cine contemplando su propio rostro en un guión inexorable. No reconocía su cuerpo. Su madre le había explicado el accidente y la amnesia; no era tonto, sabía que no tenía catorce años. Se miraba largamente en el espejo sin reconocer a ese abuelo que lo saludaba desde el otro lado; hacía un inventario de los cambios y se preguntaba en qué momento ocurrieron, cómo se acumuló tanto desgaste.
Ignoraba cómo perdió pelo, ganó peso y le aparecieron arrugas, dónde fueron a parar algunos de sus dientes, por qué le dolían los huesos cuando lanzaba una pelota, se le acababa el aire cuando intentaba subir corriendo las escaleras y no podía leer sin anteojos. No recordaba haber comprado esos lentes.
Ahora se encontraba sentado ante una mesa grande en una oficina llena de plantas y libros entre dos hombres que lo acosaban a preguntas, algunas imposibles de responder, mientras una secretaria escribía cada palabra en una máquina. ¿Quién era el presidente en el año en que usted se casó?
Su madre lo obligaba a ir diariamente a la biblioteca a leer los periódicos antiguos para enterarse de lo ocurrido en el mundo durante esos cuarenta años que se le fueron de la mente. Los datos abstractos le resultaban más comprensibles que los artefactos de uso diario, como un horno microonda y otras cosas fascinantes y misteriosas. King sabía los nombres de los presidentes, los más notables resultados del béisbol, los viajes a la luna, las guerras, los asesinatos de John Kennedy y Martin Luther King, pero no tenía la menor idea de dónde se encontraba durante esos eventos y podía jurar que jamás se había casado.
Su madre enteraba las tardes contándole cosas de su propia vida a ver si de tanto repetir lograba despejar las brumas del olvido, pero esos ejercicios obligados de la memoria eran un interminable y aburrido calvario. Le costaba creer que su destino hubiera sido tan insignificante, que nada importante hubiera hecho, nada realizara de sus planes juveniles. Sentía angustia por el tiempo desperdiciado en ese collar de rutinas minúsculas, por lo mismo agradecía esa segunda oportunidad en este mundo. Su futuro no era un hoyo negro a la espalda, como decía su madre, sino un cuaderno en blanco ante sus ojos. Podía llenarlo con lo que siempre ambicionó, recorrer una vez más los años ya vividos. Correría aventuras, encontraría tesoros, cometería actos heroicos, iría al África en busca de sus raíces, nunca se casaría ni envejecería. Si al menos pudiera recordar los errores y los aciertos…
Siempre quiso un tren eléctrico, no era un capricho del momento sino su más antiguo deseo, el sueño de su infancia. Cuando se lo dijo a Reeves, el hombre le sonrió con sus ojos claros y le confesó que ésa era también su máxima aspiración, pero nunca lo tuvo. Mentira, si puede pagar esta oficina con letras de oro en las ventanas. también puede comprarse un tren y hasta dos si le da la gana, había deducido King Benedict, pero no se atrevió a decírselo, no podía quedar como un grosero. ¿Por qué su madre escogió un abogado blanco? ¿No le había dicho ella misma muchas veces que por principio debía desconfiar siempre de los blancos? Ahora el otro hombre le ponía hileras de fotografías sobre la mesa y debía reconocerlas, pero. ninguna de esas personas le resultaba familiar, excepto la bella mujer sentada en el marco de una ventana con media cara iluminada y la otra en sombras, su madre sin duda, aunque se veía muy diferente a la anciana de ahora.
Después lo enfrentaron con fotos de revistas para que identificara ciudades y paisajes, casi todos desconocidos para él. ¿Y eso? ¿Qué eran esa plantación de algodón y esa camioneta? No lograba recordar, pero estaba seguro de haber estado en un sitio similar. ¿Dónde es, mamá?, pero antes que pudiera modular las palabras comenzó a sentir clavos en las sienes y en pocos momentos el dolor lo volteó. Levantó las manos para protegerse la cabeza y trató de escapar, pero cayó al suelo de rodillas.
— ¿Se siente mal, Sr. Benedict? ¡Sr. Benedict…! — Y la voz le llegó de lejos. Después sintió la mano de su madre en la frente y se volvió para abrazarse a su cintura y esconderse en su pecho, agobiado por los sordos martillazos retumbando dentro de su cerebro y la ola de náusea que le llenaba la boca de saliva y lo hacía temblar.
Gregory Reeves tardó un año en aceptar que no había razón para seguir luchando por un matrimonio que nunca debió realizarse, y otro tanto en tomar la decisión de separarse porque no quería dejar a David y le dolía admitir un segundo fracaso.
— El problema no es Shanon, eres tú–diagnosticó Carmen-. Ninguna mujer puede resolverte los problemas, Greg. Todavía no sabes lo que buscas. No puedes amarte a ti mismo, ¿cómo vas a amar a nadie? — ¿Me habla la voz de la experiencia? — se burló él. — ¡Al menos yo no me he casado dos veces!
— Esto costará una fortuna–se lamentó Mike Tong cuando se enteró de que su jefe pensaba divorciarse otra vez.
Reeves se trasladó a vivir un tiempo con Timothy Duane. Después de una trifulca escandalosa en la cual se insultaron a gritos y Shanon le lanzó una botella por la cabeza, metió su ropa en dos maletas y partió jurando que esta vez no regresaría. Llegó al departamento de su amigo cuando éste se encontraba en medio de una cena formal con otros médicos y sus esposas. Entró al comedor y con gesto dramático dejó caer su equipaje al suelo.
— Esto es todo lo que queda de Gregory Reeves–anunció taciturno.
— La sopa es de callampas–replicó Timothy sin inmutarse.
Más tarde, a solas le ofreció el cuarto de huéspedes y comentó que–en buena hora se había separado de esa mala pécora-.
— Me está haciendo falta un compañero de parranda–agregó.
— No hay caso, tengo mala suerte con las mujeres.
— No digas tonterías, Greg. Vivimos en el paraíso. No sólo las mujeres son bonitas por aquí, sino que no tenemos competencia. Tú y yo debemos ser los últimos solteros heterosexuales de San Francisco. — Hasta ahora esa estadística no me ha servido de mucho…
Shanon se quedó con el niño y poco después se instaló en una casa sobre un cerro con vista a la bahía. Gregory regresó a la suya, ahora sin muebles, pero todavía con los barriles de las rosas. No se preocupó de reemplazar lo perdido porque en el deterioro de los últimos tiempos se fue ensimismando en su indignación de marido traicionado y los cuartos vacíos le parecieron el marco adecuado a su estado de ánimo. Cuando el resentimiento contra su mujer se le transformó en deseo de revancha, quiso buscar amantes de consuelo como había hecho antes, pero descubrió que lejos de aliviarlo esa solución le complicaba el horario y aumentaba su rabia. Se sumergió en el trabajo, sin tiempo ni buena disposición para trajines domésticos y se limitó a mantener vivas sus plantas.
Por su parte Shanon no estaba mucho mejor, el camión de la mudanza desembarcó los bultos en la sala de la nueva casa y allí quedaron desparramados; apenas le alcanzaron las fuerzas para acomodar las camas y unos cuantos utensilios de cocina, mientras a su alrededor crecían el estropicio y la confusión. Era incapaz de lidiar con David.