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El niño resultó una tarea sobrehumana, necesitaba un domador de fieras más que una niñera, había nacido con el organismo acelerado y vivía como un salvaje. Lo despidieron de las guarderías infantiles donde intentaron dejarlo algunas horas al día; su conducta era tan bárbara que mantenía a su madre en estado de permanente alerta porque cualquier descuido podía terminar en una catástrofe. Aprendió temprano a llamar la atención privándose de aire y perfeccionó ese recurso hasta lograr que le saliera espuma por la boca, se le voltearan los ojos y cayera en convulsiones cada vez que lo contradecían en algún capricho.

Se negaba a usar un cepillo de dientes, un peine o una cuchara, comía en el suelo lamiendo los alimentos, no podían dejarlo con otros niños porque mordía, ni entre adultos porque lanzaba un chillido vi–tricida capaz de moler los nervios al más bravo. Shanon se dio por vencida apenas la criatura comenzó a desplazarse gateando, lo cual coincidió con las peores peleas con su marido, y buscó alivio en la ginebra.

Mientras su padre se aturdía en el trabajo y los viajes, que lo mantenían siempre ausente, y su madre lo hacía en el licor y la frivolidad, ambos afanados en una guerra de enemigos irreconciliables, el pequeño David acumulaba la rabia sorda de los niños abandonados. El divorcio evitó al menos la iniquidad de esas diarias batallas campales que dejaban a toda la familia extenuada, incluyendo a la sirvienta mexicana que iba todos los días a limpiar y a cuidar al niño, pero que finalmente prefirió la incertidumbre de la calle a ese asilo de locos. Su partida fue más trágica para Shanon que la de su marido. Desde ese momento se creyó desamparada y no volvió a intentar un amago de control, dejó que su hogar y su vida se llenaran de polvo y desorden, a su alrededor se acumularon ropa y platos sucios, cuentas impagas, máquinas estropeadas y deberes que procuraba ignorar. En el mismo, estado de desconcierto comenzó su existencia de mujer divorciada; no volvió a afanarse en su papel de madre ni ama de casa, renunció a toda pretensión de decencia doméstica, vencida antes de partir, pero le quedó ánimo para salvarse del naufragio y escapar, primero a ratos robados y luego por horas hasta que por último se fue del todo.

Reeves quedó en su casa vacía, con el bote pudriéndose en el muelle y los rosales languideciendo en los barriles. No era una solución práctica para un hombre solo, como le hizo ver todo el mundo, pero en un apartamento se sentía prisionero, necesitaba amplios espacios donde estirar el cuerpo y dejar el alma suelta. Trabajaba dieciséis horas diarias, dormía menos de cinco por noche y bebía una botella de vino en cada comida.

Al menos no fumas, así es que no te consumirás de cáncer al pulmón, lo consoló Timothy Duane.

La oficina parecía una fábrica de hacer dinero, pero en realidad se sostenía en precario equilibrio mientras el contador chino hacía milagros para pagar las cuentas más urgentes. En vano Mike Tong trataba de explicar a su jefe los principios básicos de la contabilidad, para que examinara las sangrientas columnas de los libros y viera cómo hacían piruetas a tientas en una cuerda floja. No te preocupes, hombre, ya nos arreglaremos, esto no es como en la China, aquí siempre se sale adelante, esta tierra es de los atrevidos, no de los prudentes, lo tranquilizaba Reeves.

Miraba a su alrededor y veía que no era el único en esa postura, la nación entera sucumbía al aturdimiento del despilfarro, lanzada en una bacanal de gastos y una estrepitosa propaganda patriótica, diri gida a recuperar el orgullo humillado por la derrota de la guerra. Marchaba al tambor de su época, pero para hacerlo debía silenciar las voces de Cyrus con su melena de sabio y sus enciclopedias clandestinas, de su padre con la boa mansa, de los soldados sumergidos en sangre y espanto, y de tantos otros espíritus cuestionadores. No se ha visto tanto egoísmo, corrupción y arrogancia desde el Imperio Romano, decía Timothy Duane.

Cuando Carmen previno a Gregory contra las trampas de la codicia, él le recordó que la primera lección de viveza se la dio ella en la infancia, al sacarlo del ghetto y obligarlo a hacer dinero en el barrio de los burgueses. Gracias a ti crucé la calle y descubrí las ventajas de estar al otro lado; es mucho mejor ser rico, pero si no puedo serlo, al menos voy a vivir como si lo fuera, dijo.

Ella no lograba conciliar esas bravatas de su amigo con otros aspectos de su vida, que revelaba sin proponérselo en las largas conversaciones de los lunes, como su tendencia cada vez más acentuada de defender sólo a los más míseros, nunca a las empresas o las compañías de seguro, donde había ganancias sustanciales sin tanto riesgo. — No estás claro, Greg. Hablas de hacer plata, pero por tu oficina desfilan sólo los pobres.

— Los latinos siempre lo son, lo sabes tan bien como yo. — A eso voy. Con ese tipo de clientes nadie se hace rico. Pero celebro que sigas siendo el tonto sentimental de siempre, por eso te quiero. Siempre te haces cargo de los demás, no sé cómo te alcanzan las fuerzas.

Ese rasgo de su carácter no se había notado tanto cuando era una tuerca más en el complicado engranaje de un bufete ajeno, pero fue evidente al convertirse en su propio patrón. Era incapaz de cerrar la puerta a quien solicitaba ayuda, tanto en la oficina como en su vida privada. Se rodeaba de gente en desgracia y apenas lograba cumplir con todos, Ernestina Pereda hacía milagros para estirar las horas de su calendario. A menudo los clientes terminaban convertidos en amigos, en más de una ocasión tuvo viviendo en su casa a alguien que se encontró sin techo.

Una mirada agradecida le parecía recompensa suficiente, pero a menudo se llevaba chascos graves. No tenía buen ojo para detectar a tiempo a los sinvergüenzas y cuando deseaba librarse de ellos era tarde, porque se volvían como escorpiones, acusándolo de toda suerte de vicios. Cuidado con que nos metan un juicio por mal uso de la profesión, advertía Mike Tong al ver que su jefe confiaba demasiado en los clientes, entre los cuales había maleantes que sobrevivían abusando del sistema legal y tenían una historia de pleitos a la espalda, trabajaban unos meses, lograban hacerse despedir y luego entablaban demanda por haber perdido el empleo, otros se provocaban heridas para cobrar el seguro.

Reeves también se equivocaba al contratar a sus empleados, la mayoría tenía problemas con alcohol, otro era jugador y apostaba no sólo lo suyo, sino todo lo que podía sustraer de la oficina, y había uno que padecía depresión crónica y lo encontró un par de veces con las venas abiertas en el baño.

Tardó muchos años en darse cuenta de que su actitud atraía a los neuróticos. Las secretarias no daban abasto con tanto sobresalto, y pocas duraban más de un par de meses. Mike Tong y Tina Faibich eran las únicas personas normales en ese circo de alucinados. A los ojos de Carmen el hecho de que su amigo todavía no se hundiera era una prueba irrefutable de su fortaleza, pero Timothy Duane llamaba a ese milagro pura y simple buena suerte.

Entró a su oficina por la puerta de servicio, como hacía a menudo para evitar a los clientes de la sala de espera. Su escritorio era una montaña de papeles y en el suelo se apilaban también documentos y libros de consulta, sobre el sofá había un chaleco y varias cajas con campanitas y ciervos de cristal. El desorden crecía a su alrededor amenazando con devorarlo. Mientras se quitaba el impermeable pasó revista a las plantas, preocupado por el aspecto fúnebre de los helechos. No alcanzó a tocar el timbre, Tina lo esperaba con la agenda del día.

— Debemos hacer algo con esta calefacción; me está matando las plantas.

— Hoy tiene una declaración a las once y acuérdese que en la tarde debe ir a los tribunales. ¿Puedo acomodar un poco aquí? Esto parece un basural, si no le importa que se lo diga, Sr. Reeves. — Bien, pero no me toque el archivo de Benedict; estoy trabajando en eso. Escriba otra vez al club de Navidad para que no me manden más chirimbolos. ¿Me puede traer una aspirina, por favor? — Creo que le harán falta dos. Su hermana Judy ha llamado varias veces, es urgente–anunció Tina y salió.

Reeves tomó el teléfono y llamó a su hermana, quien le comunicó en pocas palabras que Shanon había pasado temprano a dejar a David en su casa antes de emprender viaje con rumbo desconocido. — Ven a buscar a tu hijo cuanto antes porque no pienso hacerme cargo de este monstruo; bastante tengo con mis hijos y mi madre. ¿Sabes que ahora usa pañales?

— ¿David?

— Mi mamá. Veo que tampoco sabes nada de tu propio hijo. — Hay que internarla en una residencia geriátrica, Judy. — Claro, ésa es la solución más fácil, abandonarla como si fuera un zapato gastado, es lo que tú harías, sin duda, pero yo no. Ella me cuidó cuando era chica, me ayudó a criar a mis niños y ha estado a mi lado en todas las necesidades. ¡Cómo se te ocurre que voy a ponerla en un asilo! Para ti no es más que una vieja inútil, pero yo la quiero y espero que se muera en mis brazos y no botada como un perro. Tienes una hora para recoger a tu hijo–No puedo, Judy, tengo tres clientes esperando. — Entonces se lo entregaré a la policía. En el corto rato que lleva en mi casa metió el gato a la secadora de ropa y le cortó el pelo a su abuela–dijo Judy procurando dominar el timbre histérico de su voz. — ¿Shanon no dijo cuando regresaba?