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— No. Dijo que tiene derecho a hacer su vida, o algo por el estilo. Olía a alcohol y estaba muy nerviosa, casi desesperada, no la culpo, esa pobre mujer no tiene ningún control sobre su vida, cómo podría tenerlo sobre su hijo. — ¿Y qué vamos a hacer ahora?

— No sé lo que harás tú. Debiste pensarlo mucho antes, no sé para qué echas hijos al mundo si no tienes intención de criarlos. Ya tienes una hija drogada ¿no es suficiente? ¿O quieres que David siga el ejemplo de su hermana? Si no puedes estar aquí exactamente en una hora, anda a la policía, allí encontrarás a tu chiquillo–y colgó el teléfono.

Reeves llamó a Tina para pedirle que cancelara las citas del día. Ella lo alcanzó en la puerta poniéndose el chaquetón, con su paraguas en la mano, segura de que en semejante trance su jefe la necesitaba. — ¿Qué opina de una mujer que abandona a su hijo de cuatro años, Tina? — preguntó Reeves a su secretaria a medio camino. — Lo mismo que opino de un padre que lo abandona a los tres — replicó ella en un tono que jamás usaba y así concluyó la conversación; el resto del viaje fueron callados, escuchando un concierto en la radio y procurando mantener a raya las turbulencias de la imaginación. Cualquier cosa podían esperar de David.

Judy aguardaba con los bártulos de su sobrino en la puerta, mientras el niño, vestido de soldado, correteaba por el jardín lanzando piedras a la perra inválida.

Tina abrió su gigantesco paraguas y lo hizo girar como una rueda de carrusel, eso tuvo el poder de detener en seco a David. El padre avanzó con la intención de cogerlo de la mano, pero el chico le tiró un piedrazo y salió disparado en dirección a la calle. No alcanzó a llegar. En una maniobra de ilusionista Tina cerró el paraguas, le enganchó una pierna con el mango, lo lanzó de boca al suelo y enseguida lo atrapó por la ropa, lo levantó en vilo y lo introdujo de viva fuerza en el automóvil, todo eso sin perder su habitual sonrisa. Se las arregló para mantenerlo inmovilizado todo el camino de vuelta a la ciudad. Esa tarde Gregory Reeves se presentó en los tribunales con más ganas de pelea de lo habitual, mientras su invencible secretaria lo aguardaba afuera controlando a David con cuentos, papas fritas y uno que otro pellizco.

Así comenzó la convivencia de Gregory con su hijo. No estaba preparado para esa emergencia y no había espacio en sus rutinas para una criatura, menos para una tan fregada como la suya. Era tanta la inseguridad de David que no podía estar solo ni un momento; por la noche se introducía en la cama de su padre para dormir aferrado a su mano.

Los primeros días Gregory tuvo que llevarlo consigo a todos lados, porque no tenía edad para quedarse solo y no consiguió a nadie dispuesto a hacerse cargo, ni siquiera Judy, a pesar de su inclinación natural por los niños y la bonita suma que le ofreció. Si en pocos minutos le peló la cabeza a mi madre, en una hora se la corta, fue la respuesta de Judy a su petición.

La casa y el coche de Reeves se llenaron de juguetes, comida rancia, chicles mascados, pilas de ropa sucia. A falta de otra solución lo llevó a la oficina, donde al principio sus empleados trataron de congraciarse con el niño, pero pronto se dieron por vencidos, reconociendo honestamente que lo odiaban. David corría por encima de los escritorios, se tragaba los clips y enseguida los escupía sobre los documentos, desenchufaba las computadoras, inundaba los baños de agua, arrancaba los cables de teléfono y tanto viajó en el ascensor que la máquina se trancó. Por sugerencia de su secretaria, Gregory contrató a una inmigrante ¡legal salvadoreña para cuidarlo. pero la mujer sólo duró cuatro días. Fue la primera de una larga lista de niñeras que desfilaron por la casa sin dejar recuerdos.

Al diablo con los traumas, yo le daría una buena zurra, recomendó Carmen por teléfono, aunque ella no había tenido ocasión de hacerlo con Daí. El padre prefirió consultar a un psiquiatra infantil, quien aconsejó una escuela especial para niños con problemas de conduc ta, recetó pastillas para calmarlo y tratamiento inmediato porque, según explicó, las heridas emocionales de los primeros años de vida dejan cicatrices imborrables.

— Y de paso sugiero que usted entre a terapia también, porque la necesita más que David. Si no arregla sus problemas no podrá ayudar a su hijo–agregó; pero Reeves descartó esa idea sin un segundo pensamiento. Se había criado en un medio donde, esa posibilidad no se planteaba y en ese período todavía creía que los hombres deben arreglárselas solos.

— Ése fue un año difícil para Gregory Reeves. Es el peor de tu destino. ya no tienes que preocuparte porque el futuro será mucho más fácil — le aseguró Olga más tarde, cuando trató de convencerlo del poder de los cristales para contrarrestar la mala suerte. Se le juntaron varias desgracias y el frágil equilibrio de su realidad se desmoronó. Una mañana Mike Tong se presentó descompuesto para anunciarle que debía al banco una suma imposible de pagar y los intereses estaban estrangulando a la firma, además no había terminado con los gastos de su divorcio.

Las mujeres con quienes salía fueron desapareciendo una a una a medida que tuvieron ocasión de conocer a David, ninguna tuvo fortaleza de carácter para compartir al amante con aquella indómita criatura. No era la primera vez que lo acosaban las circunstancias, pero ahora se sumaba el cuidado de su hijo. Madrugaba para alcanzar a arreglar la casa, preparar desayuno, oír las noticias, programar la comida y vestir al niño, lo dejaba en la escuela una vez que las pastillas sedantes le hubieran hecho efecto y manejaba a la ciudad. Esos cuarenta minutos de viaje eran el único momento de paz del día; al pasar entre las soberbias torres del puente del Golden Gate, como altos campanarios chinos de laca roja, con la bahía a un lado, un espejo oscuro cruzado de veleros de placer y botes de pesca, y la silueta elegante de San Francisco al frente, se acordaba de su padre. El lugar más hermoso del mundo, lo llamaba. Escuchaba música, tratando de mantener la mente en blanco, pero casi nunca era posible, porque la lista de asuntos pendientes resultaba interminable. Tina fijaba sus citas temprano, así podía recoger a David a las cuatro; se llevaba documentos a la casa con intención de estudiarlos por la tarde, pero no le alcanzaba el tiempo, jamás imaginó que un niño ocupara tanto espacio, hiciera tanto ruido y necesitara tanta atención. Por primera vez tuvo lástima de Shanon y hasta llegó a entender que hubiera desaparecido. Además el chico coleccionaba mascotas y a él le tocaba lavar el tanque de los pescados, alimentar a las ratas, limpiar la jaula de las caturras y pasear al perro, un ovejero amarillo a quien llamaron Oliver en recuerdo del primer amigo de Gregory.

— Eso te pasa por tonto. En primer lugar no debiste comprar ese zoológico–le dijo Carmen — Podías haberme advertido antes, ahora no hay nada que hacer.

— Claro que sí, regala al perro, suelta los pájaros y las ratas y echa los pescados a la bahía. Todos saldrán ganando.

Los papeles se acumulaban sobre los cajones que le servían de mesa de noche. Debió renunciar a los viajes y entregar los casos de otras ciudades a sus empleados, quienes no siempre estaban sobrios o sanos y cometían costosos errores. Terminaron los almuerzos de negocios, las partidas de golf, la ópera, las escapadas a bailar con mujeres de su lista y las jaranas con Timothy Duane, ni siquiera podía ir al cine por no dejar al niño solo. Tampoco pudo recurrir a los videos porque David sólo aceptaba películas de monstruos y de extrema violencia; mientras más sangrientas más le gustaban. Asqueado de tantos muertos, torturados, zombis, hombres lobos y pérfidos extra–terrestres, Gregory trató de iniciarlo en comedias musicales y dibujos animados, pero se aburrían ambos por igual.

Imposible invitar amigos a su casa, David no soportaba a nadie, consideraba a cualquiera que se aproximara a su padre como una amenaza y le daban escandalosas pataletas de celos que invariablemente precipitaban la huida de las visitas. A veces, si tenía una fiesta o una cita con una conquista interesante, conseguía que alguien vigilara al chiquillo por unas horas, pero siempre al regresar encontraba la casa barrida por un huracán y la cuidadora desolada o al borde de un ataque de nervios. El único con suficiente paciencia y aguante fue King Benedict, quien resultó bien dotado para el papel de niñero y también gozaban con juegos de video y películas de horror, pero vivía demasiado lejos y por otra parte era tan desvalido como el niño. Al dejarlos solos Gregory partía intranquilo y regresaba apurado, imaginando las innumerables desgracias que podían ocurrir en su ausencia. Los fines de semana los dedicaba completos a su hijo, a limpiar la casa, ir al mercado, reparar los destrozos, cambiar la paja de las ratas y lavar el tanque de los peces, que solían amanecer flotando desvanecidos porque David les echaba de un cuanto hay en el agua. Hasta dormido lo perseguían las deudas impagas, los impuestos atrasados y la posibilidad de verse en un lío sin salida porque no confiaba en sus abogados y él mismo había descuidado a algunos clientes. Para colmo debió suprimir el seguro profesional por falta de fondos, ante el espanto de Mike Tong, quien profetizaba toda suerte de catástrofes financieras y sostenía que trabajar en ese campo sin la protección de un seguro era una actitud suicida. A Reeves no le alcanzaban el dinero, las fuerzas ni las horas, estaba muy cansado, añoraba un poco de soledad y silencio, necesitaba al menos una semana de vacaciones en alguna playa, pero resultaba imposible viajar con David.