Los primeros cambios fueron los más difíciles, porque apenas empezaron a tambalear los cimientos del edificio torcido que era mi vida, el equilibrio se rompió y todo se vino abajo.
Tina Faibich recibió la llamada ese martes por la tarde, su jefe estaba en conferencia con un par de abogados de la compañía de seguros en el caso de King Benedict y no debía interrumpirlo, pero había tal apremio en la voz del desconocido, que no se atrevió a tramitarlo. Fue una decisión acertada, porque le salvó la vida a Margaret, al menos por un tiempo. Venga de prisa, dijo el hombre, dio la dirección de un motel en Richmond y colgó el teléfono sin identificarse. King Benedict hojeaba una revista de historietas en la antesala cuando vio salir a Gregory Reeves y mientras esperaba el ascensor alcanzó a preguntarle adónde iba tan apurado.
— Por esos lados usted no puede andar solo y menos en un automóvil como el suyo–le aseguró y sin esperar respuesta se le pegó a los talones para acompañarlo.
Cuarenta y cinco minutos más tarde estacionaron ante una hilera de cuartos desamparados en un callejón de basuras. A medida que se internaban en los vecindarios más pobres de la ciudad fue evidente que Benedict tenía razón, no había un solo blanco a la vista. En los umbrales de las puertas, frente a los bares y en las esquinas se agrupaban jóvenes ociosos que amenazaban con gestos obscenos y gritaban improperios a su paso.
Algunas calles no tenían nombre y Reeves comenzó a dar vueltas perdido, sin atreverse a bajar el vidrio de la ventanilla para preguntar la dirección por miedo a que lo escupieran o le dieran un piedra–zo, pero King Benedict no tenía el mismo problema. Lo hizo detenerse, se bajó tranquilo, interrogó a un par de personas y regresó saludando al grupo de muchachones que ya había rodeado el coche haciendo morisquetas y pateando los tapabarros. Así dieron con Margaret. Golpearon la puerta del cuarto número nueve de un motel insalubre y les abrió un negro fornido, con la cabeza rapada y cinco alfileres atravesados en una oreja, la última persona que a Reeves le hubiera gustado encontrar junto a su hija, pero no tuvo tiempo de examinarlo demasiado porque el hombre lo cogió del brazo con una mano de tenaza y lo guió hacia la cama donde estaba la muchacha.
— Me parece que se está muriendo–dijo.
Era un cliente casual, el primero del día, que por unos cuantos dólares obtuvo un rato con esa chica desgreñada a quien todos conocían en el vecindario y dejaban en paz a pesar de su raza, porque de todos modos ya estaba más allá de las agresiones habituales, había cruzado al otro lado de la aflicción. Pero cuando le arrebató el vestido de un zarpazo apresurado y la levantó para aplastarla sobre el colchón, se encontró con una marioneta desarticulada entre las manos, un pobre esqueleto ardiendo de fiebre. La sacudió un poco con la idea de remecerle la modonga de las drogas, y a ella se le fue la cabeza hacia atrás sin fuerzas para sostenerla sobre el cuello, tenía los ojos en blanco a medio cerrar y un hilo de saliva amarilla le chorreaba de la boca.
Mierda, masculló el hombre y su primer impulso fue dejarla allí tirada y salir disparado antes de que alguien lo viera y después lo acusaran de matarla, pero cuando la soltó sobre la cama le pareció tan patética que no pudo esquivar la compasión y en un espacio de generosidad dentro de la violencia de su propia vida, se inclinó sobre ella llamándola, trató de hacerle beber agua, la palpó por todos lados buscando alguna herida y comprobó que tenía el cuerpo en llamas. La muchacha vivía temporalmente en esa habitación mugrienta, en el suelo se desparramaban botellas vacías, colillas de cigarros, Jeringas, restos de una pizza añeja y cuanta inmundicia es posible imaginar. Sobre la mesa, entre cosméticos abiertos, había un bolso de plástico; lo vació sin saber lo que buscaba y encontró una llave, cigarrillos, una dosis de heroína, una billetera con tres dólares y una tarjeta con el nombre de un abogado.
No se le pasó por la mente llamar a la policía, pero se le ocurrió que por alguna razón ella tenía esa tarjeta y corrió al teléfono público de la esquina para llamar a Reeves, sin sospechar que hablaba con el padre de esa miserable prostituta agónica sobre una cama sin sábanas. Una vez dada la voz de alarma se encaminó a la licorería a tomar una cerveza, dispuesto a olvidar el asunto y rajar de allí si aparecía la policía, pero en un lugar recóndito del alma sintió que la chica lo llamaba y pensó que a nadie le gusta morir solo; nada perdía con acompañarla unos minutos más y de paso echarse al bolsillo los dólares y la droga, que de todos modos ella ya no necesitaba. Regresó al cuarto número nueve con otra cerveza y un vaso de cartón con hielo, y en el afán de darle de beber, pasarle hielo por la frente y empapar una camiseta para refrescarle el cuerpo con agua fría, olvidó vaciar la cartera y pasó el tiempo que le tomó a Reeves dar con el motel.
— Bueno, ya me voy–dijo, desconcertado al ver a ese hombre blanco con traje gris y corbata, que parecía una broma en ese lugar, pero se quedó en el umbral por curiosidad.
— ¿Qué pasó? ¿Dónde hay un teléfono? ¿Quién es usted? — preguntó Reeves mientras se quitaba la chaqueta para arropar a su hija desnuda.
— Yo no tengo nada que ver con esto, ni siquiera la conozco. ¿Y usted, quién es?
— Su padre. Gracias por llamarme–y se le quebró la voz. — Mierda… Jodida mierda… déjeme ayudarlo.
El negro levantó a Margaret como si fuera una recién nacida y la llevó al automóvil, donde esperaba King Benedict para impedir que lo desvalijaran. Reeves partió a toda velocidad al hospital, sorteando el tráfico a través de una neblina de lágrimas, mientras su hija apenas respiraba ovillada sobre las rodillas de King, quien le canturreaba una de esas antiguas canciones de esclavos con que su madre lo dormía cuando era niño.
Entró a la sala de emergencia con la muchacha en brazos. Dos horas más tarde le permitieron verla por unos minutos en el recinto de terapia intensiva, donde yacía crucificada sobre una camilla, con varías sondas y un respirador conectados al cuerpo. El médico de turno dio el primer informe: una infección generalizada que había afectado el corazón.
El pronóstico era muy pesimista, dijo, tal vez podría salvarse con dosis masivas de antibióticos y un cambio radical de vida. Los exámenes posteriores revelaron que el organismo de Margaret correspondía al de una anciana, sus órganos internos estaban dañados por las drogas, las venas colapsadas por los pinchazos, los dientes sueltos, la piel en escamas, y perdía el cabello a mechones. Goteaba sangre a causa de incontables abortos y enfermedades venéreas. A pesar de tantas tribulaciones, la niña postrada con los ojos cerrados en la penumbra del cuarto parecía un ángel dormido, sin huellas aparentes de oprobio, con la inocencia intacta. La ilusión no duró mucho; pronto su padre verificó cuán abyecto era el abismo donde había caído.
Procuraron mantener a raya sus adicciones, pero el alma se le iba en espasmos de congoja. Le administraron metadona y le dieron nicotina en goma de mascar, pero igual hubo que atarla para que no bebiera el alcohol para desinfectar heridas ni se robara los barbitúricos. Entretanto Gregory Reeves no lograba comunicarse con Samantha, que andaba en la India tras los pasos de un santón. Desesperado, acudió a Ming O'Brien solicitando ayuda, aunque en verdad había perdido toda esperanza de arrancar a Margaret de las garras de su maldito destino. Apenas la enferma superó la crisis de muerte de los primeros días, la doctora O'Brien fue a visitarla con regularidad y se encerraba por horas a conversar con ella. En las tardes Gregory Reeves llegaba al hospital y encontraba a su hija desgarrada de lástima por si misma, con expresión enloquecida y un temblor incontrolable en las manos. Se sentaba a su lado, deseando acariciarla, pero sin atreverse a tocarla, y permanecía en silencio escuchando una retahíla de reproches y execrables confesiones. Así se enteró del tenebroso martirio que su hija había soportado. Trató de averiguar cómo había ido a parar a ese Gólgota, qué rabia impenetrable y qué soledad de tinieblas le habían trastornado la existencia de aquel modo, pero ella misma no lo sabía. A ratos le decía sollozando te quiero papá, pero en un instante después se volvía contra él bramando un odio visceral y culpándolo de toda su desolación.
— Mírame, maldito hijo de puta, mírame–y de un manotazo se quitaba las sábanas y abría las piernas mostrándole el sexo, llorando y riéndose con ferocidad de loca-. ¿Quieres saber cómo me gano la vida mientras tú viajas por Europa y les compras joyas a tus amantes y mi madre medita en la posición del loto? ¿Quieres saber lo que me hacen los borrachos, los mendigos, los maricones, los sifilíticos? Pero no tengo que decírtelo porque tú eres experto en putas, tú nos pagas para que te hagamos las cochinadas que ninguna mujer te haría gratis…