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En esa época yo también me transformé; tal como hice con la oficina, me desprendí de muchas cosas superfluas y de aspectos que me molestaban, renuncié a los arrogantes cigarros españoles, en realidad dejé completamente de fumar, y no volví a probar una gota de alcohol, única forma de terminar con mis alergias. La libreta con la lista de amantes se me perdió en algún cajón y no he vuelto a dar con ella. A falta de fondos no me quedó más remedio que reducir mi tren de vida y las parrandas pasaron a la historia porque estaba muy ocupado con David y mi trabajo. además Timothy Duane ya no me inducía al pecado.

Eso no significa que empecé a vivir como un anacoreta, ni mucho menos, supongo que siempre seré fiel a mi naturaleza de buen vividor.

— Muy bien, si no vuelve a casarse, en tres años habremos pagado las deudas–me anunció feliz Mike Tong, la primera vez que los ingresos superaron los gastos.

Ese año vendí una casa que tenía en la playa y terminé de arreglar cuentas con Shanon, quien apenas recibió el último cheque partió sin planes fijos, dispuesta a empezar una nueva vida lo más lejos posible. La visualicé alejándose hasta esfumarse en una autopista, tal como había llegado, sólo que ahora no iba a pie sino en un automóvil de lujo. Meses más tarde vi su fotografía en una revista anunciando cosméticos con una sonrisa de manzana; tuve que mirarla dos veces para reconocerla, se veía mucho mejor de lo que yo recordaba. La recorté y se la traje a David, que la pegó en la pared de su pieza. Tenía una imagen algo difusa de su madre, una criatura hermosa y alegre que aparecía de vez en cuando a cubrirlo de besos y llevarlo al cine, una voz melodiosa en el teléfono y ahora un rostro seductor en avisos de publicidad. Había fabricado con mi ayuda un cofre de madera para regalarle en su cumpleaños, le dedicaba los dibujos de la escuela y se los mandaba por correo, Shanon era el hada etérea de las fábulas, una princesa en bluyines que pasaba de vez en cuando como una brisa feliz y luego partía. Para efectos prácticos, sin embargo, no contaba mucho, su madre era Daisy, que lo peinaba con agua bendita para exorcizarle los demonios y estaba a su lado cuando abría los ojos por la mañana y cuando los cerraba por la noche.

— Quiero ver a mi mamá–me dijo un día.

— Se fue lejos y no regresará por el momento. Te echa de menos, pero por su trabajo vive en otra ciudad. Ahora es una modelo muy famosa.

— ¿Dónde se fue?

— No sé, pero seguro te escribirá pronto. — No me quiere, por eso se fue.

— Te quiere mucho, pero la vida es muy complicada, David. No la verás por un tiempo, es todo.

— Yo creo que mi mamá se murió y tú me estás engañando.

— Te doy mi palabra de honor que es la verdad. ¿No viste su foto en la revista?

— Júramelo.

— Te lo juro.

— Júrame también que nunca te volverás a casar.

— No puedo hacer eso, hijo. Ya te dije que la vida es muy complicada.

En los días siguientes estuvo retraído y silencioso, se instalaba por horas en la ventana a mirar el mar, algo inusitado en él, siempre en un torbellino de actividad y de ruido, pero pronto se distrajo con el alborozo de preparar las vacaciones. Le prometí que iríamos a acampar a las montañas, llevaríamos a Oliver y compraría una escopeta para cazar patos.

Shanon siguió siendo para su hijo lo que siempre había sido, un dulce espejismo.

La acusación por mal ejercicio de la profesión me cayó encima a finales de ese mismo año y me pareció tan descabellada que no me inquietó en lo más mínimo. Se trataba de uno de mis antiguos clientes, alguien a quien mí firma representó hace varios años. Era alcohólico. Todo comenzó cuando viajaba en un bus interestatal hacia Oregón, había tomado demasiados tragos y a mitad de camino estaba delirando por monstruos que lo perseguían. En la ofuscación sacó un cuchillo y atacó a otros pasajeros, hirió a dos y al tercero no lo mató de milagro, la hoja le cercenó el cuello a milímetros de la yugular. Con ayuda de unos cuantos valientes, el chofer desarmó al atacante, lo obligó a bajar del vehículo y luego voló al hospital más próximo, donde desembarcó a las víctimas encharcadas en sangre. La policía no pudo atrapar al acusado, que se había escondido, pero cuatro días más tarde un camión lo recogió en la carretera. Era invierno, se le habían congelado los pies y hubo que amputárselos. Al salir de la prisión, donde cumplió condena, buscó quién lo representara en una demanda contra la compañía de autobuses por haberlo abandonado en terreno descampado. Mi firma lo tomó; en ese período recibíamos a cualquiera que golpeara las puertas. — Tres pasajeros acuchillados son una buena razón para bajar a ese desalmado de mi autobús; mala suerte que se helara cuando se escondió de la policía, bien merecido tiene lo que le pasó, dijo el chofer en su declaración. A pesar de esos antecedentes, pudimos arreglar el caso por una suma respetable, porque al demandado le salía más conveniente pagar una indemnización que ir a juicio. Una vez que el hombre gastó el dinero se dirigió a otro abogado, quien olió en el aire la posibilidad de sacar su tajada acusándome de mala práctica. Yo no tenía seguro y si perdía estaba frito, pero no imaginé jamás que eso sucedería, ningún jurado del mundo daría nada al criminal. Mike Tong no estaba de acuerdo, dijo que si el juicio fuera contra el chofer del bus el jurado sería implacable, cualquiera que se ponga en el papel de los pasajeros y las víctimas votaría contra el acusado, pero ahora se trataba de mí. A un lado verían un pobre inválido con muletas y al otro un abogado, con corbata de seda.

Tendremos al jurado en contra, Sr. Reeves, la gente detesta a los abogados. Además hay que contratar un defensor ¿de dónde sacaremos para eso? — suspiró mi contador, y por una vez dejó de lado el protocolo con el cual siempre me trataba, me cogió de un brazo, me metió en su cuchitril y me confrontó con la incuestionable realidad de sus libros.

Mike estaba en lo cierto. Tres meses después el jurado decidió que el chofer no debió expulsar al hombre del vehículo y que mi firma había desatendido al cliente transando con la compañía de autobuses en vez de ir a juicio.

Ese veredicto, que produjo cierto estupor en el mundillo de la ley, fue mi condena definitiva. Por años había hecho equilibrio al borde de un acantilado, pero ahora rodaba al abismo. A menos que encuentre el tesoro de Francis Drake enterrado en mi patio no tengo la menor esperanza de pagar esa suma, me burlé incrédulo cuando lo supe, pero muy pronto la gravedad de lo ocurrido no dejó espacio para bromas; en cuestión de horas debía tomar medidas drásticas. Llamé a Tina y a Mike, les agradecí su larga fidelidad y les expliqué que debía declararme en quiebra y cerrar la oficina, pero les prometí que si en el futuro lograba comenzar de nuevo, siempre habría trabajo para ellos. Tina se echó a llorar inconsolable, pero Mike no dejó traslucir la menor emoción en su impasible rostro asiático. Puede contar con nosotros, fue todo lo que dijo y se encerró en su madriguera a ordenar los libros.

Durante las eternas semanas del juicio, estuve junto a mi defensor peleando con ferocidad cada detalle; fue un tiempo de mucha tensión, pero cuando todo terminó acepté el veredicto con una sangre fría de la cual no me sabía capaz. Tuve la sensación de haber pasado antes por situaciones similares, de nuevo me encontraba atrapado en un callejón, como algunas veces lo estuve en el barrio latino. Recordé las carreras desesperadas perseguido por la pandilla de Martínez con la certeza de que si me alcanzaban me matarían, sin embar go todavía estaba vivo. También salí ileso de incontables escaramuzas en Vietnam donde otros dejaron la piel, y sobreviví esa noche en la montaña cuando los dados estaban cargados en mi contra. Las pateaduras de la escuela y las duras lecciones de la guerra me enseñaron a defenderme y resistir; sabía que no debía ofuscarme ni perder el sentido de las proporciones, comparado con las batallas del pasado lo ocurrido era apenas un tropiezo, mi vida continuaba. Se me pasó por la mente cambiar de rumbo, el oficio de abogado tiene demasiados aspectos oscuros, cuestioné la validez de estar siempre con la espada en la mano, consumiéndome en una agresividad sin sentido.