Renuncié a mi puesto en el Departamento de Policía de Nueva York apenas un mes después de las muertes. Muy pocos intentaron disuadirme de mi decisión, y uno de ellos fue George Grunfeld. Nos reunimos una soleada mañana de domingo en John's, un bar de la Segunda Avenida, cerca del edificio de las Naciones Unidas. Tomamos pomelos y magdalenas sentados en un reservado junto a la ventana con vistas a la Segunda Avenida, que en ese momento estaba tranquila, con poco tráfico y escasos peatones. Pacientemente, escuchó mis motivos para marcharme: mi aislamiento cada vez mayor, el dolor de vivir en una ciudad donde todos los rincones me recordaban lo que había perdido, y la idea de que quizá, sólo quizá, lograría encontrar al hombre que me había arrebatado todo lo que para mí tenía valor.
– Charlie -dijo (nunca me llamaba Bird), una espesa mata de pelo canoso coronaba su cara redonda, y sus ojos oscuros semejaban cráteres-, son todas buenas razones, pero si te vas, te quedarás solo y la ayuda que podrán ofrecerte los demás será limitada. Permaneciendo en el cuerpo, aún tendrás una familia, así que quédate. Eres un buen policía. Lo llevas en la sangre.
– Lo siento, pero no puedo.
– Si te marchas, es posible que muchos lo vean como una huida. Probablemente algunos se alegrarán de perderte de vista, pero te odiarán por rendirte.
– Allá ellos. En todo caso, son ésos quienes me tienen sin cuidado.
Exhaló un suspiro y tomó un sorbo de café.
– Nunca ha sido fácil llevarse bien contigo, Charlie. Eres demasiado listo, demasiado propenso a perder los estribos. Todos tenemos nuestros demonios, pero tú los llevas a flor de piel. Creo que pones nerviosa a la gente, y si algo no le gusta a un policía, es que lo pongan nervioso. Va contra su propia naturaleza.
– Pero a ti no te pongo nervioso, ¿o sí?
Grunfeld hizo girar su taza sobre la mesa con el dedo meñique. Adiviné que quería contarme algo más pero dudaba si convenía o no. Lo que dijo cuando por fin habló me causó cierta vergüenza, y multiplicó por diez mi admiración por él si aquello era posible.
– Tengo cáncer -comentó con calma-. Linfosarcoma. Me han anunciado que a lo largo del próximo año me pondré francamente mal, y después de eso me quedará quizás un año de vida.
– Lo siento -dije, unas palabras tan insignificantes que de inmediato se perdieron en la magnitud de la situación a la que él se enfrentaba.
Grunfeld levantó la mano e hizo un parco gesto de indiferencia.
– Lamento no disponer de más tiempo. Tengo nietos. Me gustaría verlos crecer. Pero ya vi crecer a mis hijos y te compadezco porque a ti te han privado de eso. Quizás haga mal en decirlo, pero ojalá tengas una segunda oportunidad. Al final, es lo mejor que uno recibe en esta vida.
»En cuanto a si me pones nervioso, la respuesta es no. La muerte viene por mí, Charlie, y eso te lleva a ver las cosas desde otra perspectiva. A diario me despierto y doy gracias a Dios por seguir aquí y porque el dolor aún es llevadero. Y entro en la comisaría del Treinta, ocupo mi asiento tras la mesa de la sala de revista y observo a la gente malgastar su vida de manera miserable, y les envidio hasta el último minuto que pierden. Tú no hagas eso, Charlie, porque cuando estás furioso y atormentado y buscas a alguien a quien cargar las culpas, lo peor que puedes hacer es echártelo en cara a ti mismo. Y lo siguiente peor es echárselo en cara a otra persona. Ahí es donde la estructura, la rutina, pueden ser una ayuda. Por eso yo sigo en esa mesa, porque si no me ensañaría conmigo mismo y con mi familia. -Apuró el café y apartó la taza-. Al final harás lo que tengas que hacer, y te aconseje lo que te aconseje, eso no cambiará. ¿Todavía bebes?
No me molestó la franqueza de la pregunta, porque no escondía dobles intenciones.
– Intento dejarlo -contesté.
– Algo es algo, supongo. -Se llevó una mano a la mejilla y luego anotó un número en la servilleta de papel-. Es el número de mi casa. Si necesitas hablar, llámame.
Pagó la cuenta, me estrechó la mano y salió a la luz del sol. No volví a verlo.
Junto a la tumba, una silueta alzó la cabeza y fijó su atención en -mí. Walter Cole me dirigió un discreto ademán a modo de saludo y se concentró de nuevo en el sacerdote, que leía de un devocionario encuadernado en piel. En algún lugar una mujer sollozaba calladamente y, en el cielo oscuro, un reactor oculto se abría paso entre las nubes con un rugido. Y después se oyeron sólo la voz baja y apagada del sacerdote, el susurro de la tela mientras plegaban la bandera y el eco ahogado de los primeros puñados de tierra al caer sobre el féretro.
Cuando los asistentes empezaron a marcharse, me quedé de pie junto a un sauce y, con amargura, disgusto y pesar, vi a Walter Cole alejarse con los demás sin dirigirme una sola palabra. En otro tiempo mantuvimos una estrecha relación: fuimos compañeros durante una época, luego amigos, y de todos aquellos cuya amistad había perdido, era a Walter a quien más echaba de menos. Era un hombre culto, aficionado a la lectura, a las películas que no tenían por protagonistas a Steven Seagal o Jean-Claude Van Damme, y a la buena mesa. Había sido mi padrino de boda, y en ella sostuvo con tal fuerza el estuche de las alianzas que le dejó profundas marcas en la mano. Yo había jugado con sus hijos. Susan y yo habíamos disfrutado de la compañía de Walter y su esposa Lee en cenas, obras de teatro y paseos por el parque. Y me había pasado horas y horas sentado con él en coches y bares, en salas de juzgados y entre bastidores, sintiendo el pulso regular e intenso de la vida bajo nuestros pies.
Me acordé de un caso en Brooklyn. Vigilábamos a un pintor y decorador sobre quien recaía la sospecha de que había matado a su mujer y la había hecho desaparecer de algún modo. Estábamos en un mal barrio, algo más al este de Atlantic Avenue, y Walter olía de tal modo a poli que podrían haberle puesto su nombre a un perfume; sin embargo, aquel individuo no parecía sospechar siquiera que estábamos allí. Quizá nadie lo advirtió. Nosotros no molestábamos a los yonquis ni a los camellos ni a las putas, y nuestra presencia saltaba tanto a la vista que no podíamos actuar en secreto, así que los vecinos del barrio decidieron dejarnos en paz y no entrometerse en nuestros planes.
Cada mañana el tipo llenaba su furgoneta de botes de pintura y brochas y se iba a trabajar. Nosotros lo seguíamos. A lo lejos, lo observamos mientras pintaba primero una casa y, un par de días después, la fachada de una tienda, antes de tirar los botes vacíos y volver a casa.
Tardamos unos días en entender qué hacía. Fue Walter quien agarró un destornillador y, haciendo palanca, abrió la tapa de uno de los botes abandonados en un contenedor. Lo consiguió al segundo intento, porque la pintura se había secado en el borde. Lógicamente, fue ese detalle lo que nos puso sobre aviso: el hecho de que la pintura estuviese seca, no fresca.
Dentro del bote había una mano de mujer. Llevaba aún el anillo de boda en el dedo y el muñón se había adherido a la pintura del fondo de la lata, de modo que la mano parecía surgir de la base. Dos horas más tarde, provistos de una orden de registro, echamos abajo la puerta de la casa del pintor y, en un rincón del dormitorio, encontramos botes de pintura apilados casi hasta el techo, cada uno con una sección del cuerpo de la esposa. En algunos, la carne había sido encajada casi a presión. Descubrimos la cabeza en un bote de esmalte blanco de ocho litros.
Esa noche, Walter llevó a cenar a Lee y, cuando regresaron a casa, la estuvo abrazando toda la noche. No hizo el amor con ella, me contó; sólo la abrazó, y ella lo comprendió. Yo ni siquiera recordaba qué hice aquella noche. Ésa era la diferencia entre nosotros, o al menos lo era entonces. Ahora yo había aprendido.
Desde entonces había hecho algunas cosas. Había matado en un esfuerzo por encontrar al asesino de mi familia, el Viajante, y vengarme de él. Walter lo sabía, lo había utilizado incluso para sus propios fines, y se había dado cuenta de que yo haría pedazos a quienquiera que se interpusiese en mi camino. Pienso que, en cierto modo, fue una prueba, una prueba para ver si confirmaba sus peores temores con respecto a mí.