Y así fue.
Lo alcancé cerca de la verja del cementerio, con el fragor del tráfico, la versión urbana del sonido del mar, en los oídos. Walter conversaba con Emerson, un capitán destinado antiguamente en el distrito Ochenta y Tres y que en aquel momento estaba en Asuntos Internos, lo cual quizás explicase la mirada que me lanzó cuando me acerqué. El asesinato del pederasta y proxeneta Johnny Friday era ya un caso archivado, y dudaba que llegasen a descubrir al hombre que lo había matado. Lo sabía, porque ese hombre era yo. Lo había matado en un arrebato de ira ciega durante los meses posteriores al asesinato de Jennifer y Susan. Al final me traía sin cuidado qué sabía o dejaba de saber Johnny Friday. Sólo quería matarlo por lo que, gracias a él, les había ocurrido a un centenar de Susans, a un millar de Jennifers. Lamenté la manera en que había muerto, como lamenté tantas otras cosas, pero lamentarlo no iba a traerlo de nuevo a este mundo. Desde aquel día habían corrido rumores, pero nada se demostraría jamás. Aun así, Emerson había oído esos rumores.
– Parker -dijo, y movió la cabeza con un gesto de asentimiento-. Pensaba que no volveríamos a verle por aquí.
– Capitán Emerson -respondí-. ¿Cómo le va por Asuntos Internos? Muy ocupado, imagino.
– Siempre hay tiempo para un caso más, Parker -dijo, pero no sonrió. Alzó la mano en un gesto de despedida a Walter y se encaminó hacia la verja con la espalda erguida, la columna vertebral sostenida por los ligamentos de su rectitud.
Walter, con las manos en los bolsillos, se miró los pies por un momento y levantó la vista para fijarla en mí. La jubilación no parecía sentarle bien. Se le notaba pálido e inquieto, y tenía cortes y la piel irritada por el afeitado de esa mañana. Supuse que echaba de menos la policía, y ocasiones como ésa intensificaban aún más su añoranza.
– Como ha dicho Emerson -comentó Walter por fin-, pensaba que no volveríamos a verte por aquí.
– Quería presentarle mis respetos a Grunfeld. Era un buen hombre. ¿Cómo está Lee?
– Bien.
– ¿Y los chicos?
– Bien. -Quedaba claro que no era fácil lidiar consecutivamente con Walter y Emerson-. ¿Por dónde andas ahora? -dijo, pero su tono daba a entender que lo preguntaba sólo por aligerar la incomodidad de la situación.
– He vuelto a Maine. Es un sitio tranquilo. No he matado a nadie desde hace semanas.
La mirada de Walter permaneció impasible.
– Deberías quedarte allí. Si te entran ganas, puedes dispararle a una ardilla. Ahora tengo que irme.
Asentí con la cabeza.
– Claro. Gracias por tu tiempo.
No contestó y, mientras lo observaba alejarse, sentí un dolor profundo y humillante, y pensé: tienen razón. No debería haber vuelto, ni siquiera por un día.
Fui en metro a Queensboro Plaza, donde hice trasbordo a la línea N de Manhattan. Al poco de sentarme frente a un hombre que leía un panfleto religioso, el ruido y el olor del vagón desencadenaron en mí una sucesión de recuerdos, y me vino a la memoria algo que había ocurrido siete meses antes, a primeros de mayo, cuando empezaba a dejarse notar el calor del verano. Llevaban muertas casi cinco meses.
Era la noche de un martes, ya tarde, muy tarde. Tras salir del Café con Leche, en la esquina de la calle Ochenta y Uno con Amsterdam Avenue, tomé el metro para volver a mi apartamento del East Village. Debí de adormilarme un rato, porque cuando desperté, mi vagón iba vacío y en el siguiente la luz parpadeaba, pasando del negro al amarillo y otra vez al negro.
En ese otro vagón viajaba una mujer, con la vista fija en sus propias manos y la cara oculta tras el cabello. Vestía pantalón oscuro y blusa roja. Tenía los brazos extendidos y las palmas de las manos en alto, como si leyese el periódico, salvo que sus manos no sostenían nada.
Iba descalza y, bajo sus pies, había sangre en el suelo.
Me levanté y recorrí el vagón hasta llegar a la puerta que comunicaba con el otro coche. No sabía dónde estábamos ni cuál era la parada siguiente. Abrí la puerta y, al salvar la distancia y entrar en la oscuridad del otro vagón, sentí la bocanada de calor del túnel, el sabor a inmundicia y contaminación en la boca.
Las luces se encendieron otra vez, pero la mujer había desaparecido, y no había sangre en el suelo donde la había visto sólo un momento antes. En el vagón viajaban otros tres pasajeros: una anciana negra, aferrada a cuatro enormes bolsas de plástico; un hombre blanco con gafas, esbelto y bien vestido, con un maletín sobre las rodillas; y un borracho de barba desigual, tendido en cuatro asientos, roncando. Me disponía a volverme hacia el ejecutivo cuando, frente a mí, vi una silueta en negro y rojo iluminada por unos segundos. Era la misma mujer, sentada en la misma posición que antes: los brazos extendidos, las palmas de las manos en alto. Incluso ocupaba más o menos el mismo asiento, sólo que un vagón más allá.
Y caí en la cuenta de que la luz vacilante también parecía haberse desplazado junto con ella, de modo que, una vez más, era una figura capturada a instantes por aquella iluminación defectuosa. A mi lado, la anciana alzó la vista y sonrió; el ejecutivo del maletín me miró imperturbable, y el borracho cambió de posición y se despertó, y cuando me observó, vi una mirada de complicidad en sus ojos brillantes.
Avancé por el vagón hacia la puerta, cada vez más cerca. Algo en aquella mujer me resultaba familiar, algo en su porte, algo en su peinado. No se movió, no levantó la vista, y yo sentí que se me hacía un nudo en el estómago. Alrededor de ella, las luces parpadearon y se apagaron. Entré en el vagón, el último antes del coche del conductor, y olí la sangre del suelo. Di un paso, luego otro, y otro más, hasta que resbalé sobre algo húmedo y de pronto supe quién era la mujer.
– ¿Susan? -susurré, pero en la oscuridad reinaba el silencio, un silencio roto sólo por el impetuoso viento del metro y el traqueteo de las ruedas en la vía. Bajo los destellos de las luces del túnel, vi su silueta recortada contra la puerta del fondo, la cabeza gacha, los brazos levantados. La luz vaciló por un segundo, y me di cuenta de que no llevaba una blusa roja. No llevaba nada. Era sólo sangre: sangre espesa y oscura. La luz resplandeció tenuemente a través de la piel que había sido arrancada de sus pechos y dispuesta como un manto sobre sus brazos extendidos. Alzó la cabeza y vi una mancha roja y desdibujada donde había estado la cara, y las cuencas de los ojos vacías y mutiladas.
Y en ese instante, cuando el tren se acercaba a la estación, chirriaron los frenos y el vagón se balanceó. El mundo entero quedó a oscuras y no hubo más que un vacío hasta que entramos en Houston Street, y una iluminación antinatural inundó el coche. El olor de la sangre y el perfume continuaban flotando en el aire, pero ella ya no estaba.
Ésa fue la primera vez.
La camarera nos trajo las cartas de postres. Le sonreí. Me devolvió la sonrisa. Lo inusitado es prodigioso.
– Tiene el culo gordo -comentó Ángel mientras observaba cómo se alejaba. Él vestía su indumentaria característica: vaqueros descoloridos, camisa de cuadros arrugada sobre una camiseta negra y unas zapatillas de deporte que eran ahora una mugrienta burla del blanco original. Una cazadora negra de cuero colgaba del respaldo de su silla.
– No le miraba el culo -repuse-. Tiene una cara bonita.
– Entonces ella es la cara aceptable de las mujeres de culo gordo.
– Sí -terció Louis-. Parece la portavoz de las culonas, la que sacan cuando quieren quedar bien en televisión. La gente la mira y dice: «Bien pensado, quizá las culonas no están tan mal».