Como siempre, daba la impresión de que Louis había sido concebido como el intencionado contrapunto a su amante. Lucía un traje negro de Armani y una camisa de etiqueta blanca como la nieve con el cuello desabrochado, el blanco virginal de la camisa en marcado contraste con sus oscuras facciones y su afeitada cabeza de ébano.
Estábamos sentados en J.G. Melon's, un restaurante en la esquina de la Tercera Avenida con la calle Setenta y Cuatro. No los veía desde hacía dos meses, pero aquellos dos hombres, el diminuto ex ladrón blanco y su enigmático y persuasivo novio, eran en la actualidad lo más parecido a unos amigos que me quedaba. No se movieron de mi lado cuando Jennifer y Susan murieron y se quedaron conmigo durante aquellos últimos y terribles días en Louisiana cuando nos acercábamos al enfrentamiento final con el Viajante. Vivían al margen de la sociedad -quizás era ése uno de los motivos de nuestra estrecha relación-, y Louis en particular era un hombre peligroso, un asesino a sueldo que en la actualidad disfrutaba de una especie de semijubilación turbia e indefinida, pero estaban del lado de los ángeles, aun cuando los ángeles no tuviesen muy claro si considerarlo un hecho positivo o no en su evolución.
Ángel soltó una estridente carcajada.
– Portavoz de las culonas -repitió para sí, y examinó la carta.
Le lancé una patata frita que me había dejado en el plato.
– ¡Eh, esbelto! -exclamé-. Me parece que bien podrías prescindir de un par de helados de vez en cuando. Si intentases entrar a robar ahora en alguna parte, te quedarías atascado en la puerta. Sólo podrías colarte en casas con ventanas grandes.
– Es verdad, Ángel -coincidió Louis, impertérrito-. Quizá deberías especializarte en catedrales, o en el Metropolitan.
– Aún puedo permitirme unos cuantos kilos más -contestó Ángel fulminándolo con la mirada.
– Tío, si engordas más todavía, parecerás tú y tu gemelo juntos.
– Muy gracioso, Louis -dijo Ángel con un gesto de indiferencia-. En todo caso, ésa necesita dos pases de metro para ella sola; no sé si me explico.
– ¿Y a ti qué más te da? -pregunté-. No tienes ningún derecho a hacer comentarios sobre el sexo opuesto. Eres gay. No tienes un sexo opuesto.
– Eso es un prejuicio, Bird.
– Ángel, cuando alguien comenta que eres gay, no es un prejuicio; es sólo una afirmación. Prejuicio es cuando uno la emprende con los miembros más voluminosos de la sociedad.
– Eh -dijo-, eso no cambia el hecho de que, si buscas compañía, quizá podamos ayudarte.
Lo miré fijamente con una ceja enarcada.
– Me parece improbable. Si llego a estar tan desesperado, me pegaré un tiro.
Sonrió.
– En fin, das esa impresión. He oído que la página web esa de las «Mujeres entre rejas», la Womenbehindbars.com, bien vale una visita.
– ¿Cómo? -interrogué.
Su sonrisa se ensanchó de tal modo que uno podría haberle encajado una tostada en la boca.
– Ahí hay muchas mujeres buscando a un hombre como tú. -Formó una pistola con la mano derecha, me apuntó con el dedo índice y me disparó con un movimiento del pulgar. Parecía un número de cabaré de un tugurio gay.
– ¿Qué es exactamente Womenbehindbars.com? -pregunté.
Sabía que me estaban mortificando, pero también percibí otra intención tanto en Ángel como en Louis. «Allá en el norte estás solo, Bird», parecía que quisieran decirme. «No cuentas con muchas personas a quienes recurrir, y nosotros no podemos cuidar de ti desde Nueva York. A veces, incluso antes quizá de creer que estás preparado para ello, debes tender la mano y encontrar algo en lo que puedas confiar de verdad. Debes buscar un punto de apoyo, o de lo contrario caerás y seguirás cayendo hasta que todo quede a oscuras.»
Ángel se encogió de hombros.
– Ya sabes, uno de esos servicios de citas por Internet. En algunos sitios hay más mujeres solitarias que en otros: San Francisco, Nueva York, las prisiones estatales…
– ¿Estás diciéndome que existe un servicio de citas para mujeres en la cárcel?
Levantó las manos con las palmas abiertas.
– Claro que sí. Las talegueras también tienen sus necesidades. Basta con que te registres, y luego echas una ojeada a las fotos y eliges mujer.
– Están en la cárcel, Ángel -le recordé-. No puedo invitarlas a cenar y al cine sin cometer un delito. Además, podría ser que yo las hubiese mandado a chirona. No voy a salir con alguien a quien puse entre rejas. Quedaría raro.
– Pues sal con mujeres de otros estados -propuso Ángel-. Declara zona restringida desde Yonkers hasta el lago Champlain, y el resto del país es tu territorio.
Brindó por mí con su vaso. A continuación, él y Louis cruzaron una mirada, y envidié esa clase de intimidad.
– Y a todo esto, ¿por qué están encerradas esas mujeres? -pregunté, resignado ya a interpretar el personaje serio en esa escena cómica.
– En la página no se dice -respondió Ángel-. Sólo da la edad, lo que buscan en un hombre y una foto. Una foto sin números debajo -añadió-. Ah, y te dice si están dispuestas a trasladarse o no, aunque la respuesta es bastante obvia. Piensa que están en la cárcel. Probablemente el traslado ocupa una de las primeras posiciones en su lista de prioridades.
– ¿Y qué más te da por qué están encerradas? -preguntó Louis. Advertí que se le saltaban las lágrimas. Me complació proporcionarle tanta diversión-. Las señoras cometen su delito, cumplen condena, y su deuda con la sociedad queda saldada. Siempre y cuando no le hayan cortado la polla a alguien y la hayan atado a un globo hinchado con helio, estás a salvo.
– Exacto -convino Ángel-. Basta con que fijes unas normas básicas y luego tantees el terreno. Pongamos que ha sido ladrona. ¿Saldrías con una ladrona?
– Me robaría.
– ¿Con una puta?
– No me fiaría de ella.
– Eso que dices me parece una atrocidad.
– Lo siento -contesté-. Quizá podríais iniciar una campaña.
Ángel movió la cabeza en un gesto de fingido pesar y de pronto se le iluminó el semblante.
– ¿Y un caso de agresión? -sugirió-. Con una botella rota o, tal vez, un cuchillo de cocina. Nada demasiado grave.
– ¿Un cuchillo de cocina no te parece lo bastante grave? Ángel, ¿en qué planeta vives? ¿En el mundo de los cubiertos de plástico?
– Una asesina, pues.
– Depende de a quién haya matado.
– A su viejo.
– ¿Por qué?
– ¿Y yo qué coño sé? ¿Te crees que le puse micrófonos? ¿Sales con ella o no?
– No.
– Joder, Bird, si te andas con tanto remilgo, nunca conocerás a nadie.
La camarera regresó.
– ¿Tomarán postre, los señores?
Los tres dijimos que no, y Ángel añadió:
– No, con mi dulzura natural me sobra.
– Y también le sobra algún que otro kilo -apostilló la camarera y volvió a sonreírme.
Ángel se sonrojó y Louis contrajo los labios en un amago de sonrisa.
– Tres cafés -dije, y le devolví la sonrisa-. Acabas de ganarte una propina considerable.
Después de comer fuimos a pasear al Central Park y nos paramos junto a la estatua de Alicia sobre la seta que se encuentra al lado del estanque para barcos teledirigidos. Aunque no había niños haciendo navegar sus juguetes por el agua, vimos a dos o tres parejas abrazadas en la orilla, Louis las observaba impasible. Ángel se encaramó a la seta y se quedó allí sentado con las piernas colgando junto a mí y Alicia mirando por encima de él.
– ¿Qué edad tienes? -pregunté.
– Soy lo bastante joven para saber apreciar todo esto -contestó-. ¿Y a ti cómo te van las cosas?
– Sobrevivo. Tengo días buenos y días malos.
– ¿Cómo los distingues?
– Los días buenos no llueve.
Una sonrisa comprensiva se dibujó en sus labios.
– El Día de Acción de Gracias debió de ser un mal trago.
– Di gracias por que no llovió.
– ¿Te va quedando bien la casa? -quiso saber.
Estaba rehabilitando la vieja casa de mi abuelo en Scarborough. Ya me había mudado allí, pero aún eran necesarias algunas reformas.
– Está casi terminada. Hay que arreglar el tejado, y eso es todo.
Guardó silencio por un rato.
– En el restaurante sólo pretendíamos pincharte un poco -dijo por fin -. Imaginamos que no pasas por un buen momento. Pronto se cumplirá un año, ¿no?
– Sí, el doce de diciembre.
– ¿Lo llevas bien?
– Visitaré la tumba, les ofreceré una misa. No sé si me resultará muy difícil.
En realidad temía que llegase ese día. Por alguna razón, me parecía importante que la casa estuviese acabada para entonces, que yo me hubiese instalado ya allí de manera definitiva. Deseaba la estabilidad que suponía, los lazos con un pasado que recordaba feliz. Deseaba un sitio que pudiese llamar hogar, y en el que me fuera posible rehacer mi vida.
– Tennos informados de los detalles. Iremos.
– Os lo agradecería.
Ángel asintió.
– Hasta entonces, te conviene cuidarte más, no sé si me entiendes. Si pasas demasiado tiempo solo, al final enloquecerás. ¿Has tenido noticias de Rachel?
– No.
Rachel Wolfe y yo habíamos sido amantes por un tiempo. Vino a Louisiana para colaborar en la búsqueda del Viajante y se trajo consigo sus conocimientos en psicología y un amor por mí que no comprendí y al que entonces fui incapaz de corresponder plenamente. Ese verano ella había sufrido física y emocionalmente. No habíamos hablado desde el hospital, pero yo sabía que estaba en Boston. Incluso la había visto cruzar el campus universitario un día, su cabello rojo resplandeciente bajo el sol de última hora de la mañana, pero no reuní valor para importunarla en su soledad, o su dolor.
Ángel se desperezó y cambió de tema.
– ¿Has visto a alguien interesante en el funeral?
– Emerson.
– ¿El gilipollas de Asuntos Internos? Debes de haberte llevado una gran alegría.
– Ver a Emerson siempre ha sido un placer. Un poco más y me toma medidas para unas esposas y un traje de rayas. También estaba allí Walter Cole.
– ¿Tenía algo que decirte?
– Nada bueno.
– Es un moralista, y ésos son los peores. Y hablando de Emerson, ¿te has enterado de que ponen en venta el número doscientos cuarenta y siete de Mulberry? Louis y yo estamos pensando en comprarlo, para abrir un museo de las fuerzas del orden.
El 247 de Mulberry fue la sede del Ravenite Social Club, cuartel general de John Gotti padre hasta que el testimonio de Sammy el Toro garantizó el traslado del negocio de Gotti a una celda. Su hijo John Junior se había puesto al frente de la familia criminal de los Gambino, y se había ganado con ello la detención y la fama de ser el padrino más inepto en la historia de la mafia.
– John Junior, tío -dijo Ángel, moviendo la cabeza con gesto de incredulidad-. He ahí la prueba de que los genes del padre no pasan intactos al primogénito de manera automática.
– Supongo que no -contesté. Eché un vistazo al reloj-. Tengo que irme. He de tomar el avión.
Louis se dio media vuelta y se acercó a nosotros, los músculos de su esbelto cuerpo de metro noventa y cinco eran perceptibles incluso bajo el traje y el abrigo.
– Ángel -dijo-, si te encontrase encima de un champiñón, quemaría toda la cosecha. Por tu culpa, Alicia tiene mala cara.
– Ya. Eso es que te ha visto venir y ha pensado que vas a atracarla. No eres precisamente el Conejo Blanco.
Observé a Ángel mientras bajaba de la seta deslizándose y frenando con las manos. A continuación las levantó para enseñar las palmas, ligeramente cubiertas de mugre, y se aproximó a la figura inmaculada de Louis.
– Ángel, te lo advierto, si me tocas, tendrás qué despedirte de Bird con un muñón.
Me aparté de ellos y contemplé el parque y la quietud del estanque. Experimenté un creciente desasosiego cuya causa era incapaz de precisar, una sensación de que, mientras yo me encontraba en Nueva York, estaban ocurriendo en otro lugar sucesos que me afectaban de algún modo.
Y en la superficie del estanque se agruparon oscuros nubarrones, cambiando de forma una y otra vez, y las aves volaron a través de sus aguas poco profundas como si fueran a ahogarse. En las sombras de ese mundo de reflejos, los árboles desnudos sondeaban las profundidades con sus ramas, como dedos que escarbasen cada vez más hondo en un pasado ya casi olvidado.