– ¿Cómo los distingues?
– Los días buenos no llueve.
Una sonrisa comprensiva se dibujó en sus labios.
– El Día de Acción de Gracias debió de ser un mal trago.
– Di gracias por que no llovió.
– ¿Te va quedando bien la casa? -quiso saber.
Estaba rehabilitando la vieja casa de mi abuelo en Scarborough. Ya me había mudado allí, pero aún eran necesarias algunas reformas.
– Está casi terminada. Hay que arreglar el tejado, y eso es todo.
Guardó silencio por un rato.
– En el restaurante sólo pretendíamos pincharte un poco -dijo por fin -. Imaginamos que no pasas por un buen momento. Pronto se cumplirá un año, ¿no?
– Sí, el doce de diciembre.
– ¿Lo llevas bien?
– Visitaré la tumba, les ofreceré una misa. No sé si me resultará muy difícil.
En realidad temía que llegase ese día. Por alguna razón, me parecía importante que la casa estuviese acabada para entonces, que yo me hubiese instalado ya allí de manera definitiva. Deseaba la estabilidad que suponía, los lazos con un pasado que recordaba feliz. Deseaba un sitio que pudiese llamar hogar, y en el que me fuera posible rehacer mi vida.
– Tennos informados de los detalles. Iremos.
– Os lo agradecería.
Ángel asintió.
– Hasta entonces, te conviene cuidarte más, no sé si me entiendes. Si pasas demasiado tiempo solo, al final enloquecerás. ¿Has tenido noticias de Rachel?
– No.
Rachel Wolfe y yo habíamos sido amantes por un tiempo. Vino a Louisiana para colaborar en la búsqueda del Viajante y se trajo consigo sus conocimientos en psicología y un amor por mí que no comprendí y al que entonces fui incapaz de corresponder plenamente. Ese verano ella había sufrido física y emocionalmente. No habíamos hablado desde el hospital, pero yo sabía que estaba en Boston. Incluso la había visto cruzar el campus universitario un día, su cabello rojo resplandeciente bajo el sol de última hora de la mañana, pero no reuní valor para importunarla en su soledad, o su dolor.
Ángel se desperezó y cambió de tema.
– ¿Has visto a alguien interesante en el funeral?
– Emerson.
– ¿El gilipollas de Asuntos Internos? Debes de haberte llevado una gran alegría.
– Ver a Emerson siempre ha sido un placer. Un poco más y me toma medidas para unas esposas y un traje de rayas. También estaba allí Walter Cole.
– ¿Tenía algo que decirte?
– Nada bueno.
– Es un moralista, y ésos son los peores. Y hablando de Emerson, ¿te has enterado de que ponen en venta el número doscientos cuarenta y siete de Mulberry? Louis y yo estamos pensando en comprarlo, para abrir un museo de las fuerzas del orden.
El 247 de Mulberry fue la sede del Ravenite Social Club, cuartel general de John Gotti padre hasta que el testimonio de Sammy el Toro garantizó el traslado del negocio de Gotti a una celda. Su hijo John Junior se había puesto al frente de la familia criminal de los Gambino, y se había ganado con ello la detención y la fama de ser el padrino más inepto en la historia de la mafia.
– John Junior, tío -dijo Ángel, moviendo la cabeza con gesto de incredulidad-. He ahí la prueba de que los genes del padre no pasan intactos al primogénito de manera automática.
– Supongo que no -contesté. Eché un vistazo al reloj-. Tengo que irme. He de tomar el avión.
Louis se dio media vuelta y se acercó a nosotros, los músculos de su esbelto cuerpo de metro noventa y cinco eran perceptibles incluso bajo el traje y el abrigo.
– Ángel -dijo-, si te encontrase encima de un champiñón, quemaría toda la cosecha. Por tu culpa, Alicia tiene mala cara.
– Ya. Eso es que te ha visto venir y ha pensado que vas a atracarla. No eres precisamente el Conejo Blanco.
Observé a Ángel mientras bajaba de la seta deslizándose y frenando con las manos. A continuación las levantó para enseñar las palmas, ligeramente cubiertas de mugre, y se aproximó a la figura inmaculada de Louis.
– Ángel, te lo advierto, si me tocas, tendrás qué despedirte de Bird con un muñón.
Me aparté de ellos y contemplé el parque y la quietud del estanque. Experimenté un creciente desasosiego cuya causa era incapaz de precisar, una sensación de que, mientras yo me encontraba en Nueva York, estaban ocurriendo en otro lugar sucesos que me afectaban de algún modo.
Y en la superficie del estanque se agruparon oscuros nubarrones, cambiando de forma una y otra vez, y las aves volaron a través de sus aguas poco profundas como si fueran a ahogarse. En las sombras de ese mundo de reflejos, los árboles desnudos sondeaban las profundidades con sus ramas, como dedos que escarbasen cada vez más hondo en un pasado ya casi olvidado.
3
Para mí, la primera señal de que se avecina el invierno es siempre el cambio en la coloración de los abedules papeleros. Sus troncos, normalmente blancos o grises, pasan a ser de un tono verde amarillento en otoño, que se mezcla con el tumulto de rojo ladrillo, dorado intenso y ámbar mortecino a medida que van transformándose los árboles. Contemplo los abedules y sé que el invierno está de camino.
En noviembre llegan las primeras escarchas importantes y las carreteras son peligrosas; las hojas de hierba se vuelven quebradizas como el cristal, de modo que, cuando uno camina, los fantasmas de sus pasos lo siguen como filas de almas en pena. En las esqueléticas ramas se acurrucan los gorriones molineros; los ampelis se columpian de rama en rama, y de noche las lechuzas gavilanas buscan presas en la oscuridad. En el puerto de Portland, que nunca se hiela por completo, hay ánades reales, patos arlequines y eíderes.
Incluso en los momentos más fríos, el puerto, los campos y los bosques están llenos de vida. Las urracas azules vuelan y los chochines emiten su reclamo; los pinzones se alimentan de semillas de abedul. Seres diminutos e invisibles reptan, cazan, viven, mueren. Las crisopas hibernan bajo la corteza muerta de los árboles. Las larvas de frigánea llevan a cuestas sus casas construidas con restos de plantas, y los áfidos permanecen encogidos en los alisos. Las ramas del bosque duermen congeladas bajo capas de hongos, en tanto que los escarabajos y los nadadores de espalda, los tritones y las salamandras maculadas, con sus colas gruesas por la grasa acumulada, se agitan en las heladas aguas. Hay hormigas carpinteras, pulgas de las nieves, arañas y mariposas manto de duelo que revolotean sobre la nieve como papel quemado. Ratones de patas blancas y ratones de campo y musarañas pigmeas corretean por la nieve fundida, atentas a la aparición de zorros y comadrejas y de las crueles martas pescadoras, que cazan puercoespines con los que comparten el hábitat. La liebre nival adquiere un pelaje blanco en respuesta a las escasas horas de luz solar, más apto para esconderse de los depredadores.
Porque los depredadores nunca desaparecen.
Cuando llega el invierno, a las cuatro ya ha oscurecido y la vida se comprime para adaptarse a las restricciones impuestas por la naturaleza. La gente vuelve a formas de vida que, en algunos aspectos, les habrían resultado familiares a sus antepasados, a los primeros colonos que remontaron los grandes valles fluviales tierra adentro en busca de bosques madereros y tierras cultivables. Salen menos y se quedan en sus casas al calor del hogar. Terminan sus tareas diarias antes de que oscurezca. Piensan en la siembra, en el bienestar de los animales, de los niños, de los ancianos. Cuando abandonan sus casas, se abrigan bien y agachan la cabeza para que no les entre en los ojos la arena que levanta el viento del camino.
En las noches más frías las ramas de los árboles crujen en la oscuridad, el cielo se ilumina al paso de los ángeles de la aurora boreal y los terneros mueren.
Habrá falsos deshielos en enero, otros en febrero y marzo, pero los árboles continuarán deshojados. La tierra se convierte en barro con el calor que suele hacer tras el amanecer y vuelve a helarse de noche; de día, los caminos son intransitables, y al oscurecer, peligrosos.