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En la negrura del invierno comenzó a moverse con un nuevo objetivo. Algo que se había perdido ahora había reaparecido. Algo desconocido se había puesto de manifiesto, como si la mano de Dios hubiese descorrido un velo. Pasó junto a los restos abandonados de una vieja granja con el techo desplomado desde hacía tiempo, las paredes no más que un refugio para ratones. Llegó a lo alto del monte y recorrió la cima, con la luna resplandeciente en el cielo, el murmullo de los árboles en la oscuridad.

Y devoró las estrellas a su paso.

4

Hacía casi tres meses que había vuelto a Scarborough, a la casa donde había pasado la adolescencia tras la muerte de mi padre y que mi abuelo me había dejado en su testamento. En el East Village, donde viví durante una temporada después de la muerte de mi esposa y de mi hija, la anciana propietaria del apartamento de renta controlada me acompañó hasta la salida con una sonrisa en el rostro mientras calculaba el aumento que aplicaría -al siguiente inquilino. Era una italoamericana de setenta y dos años que había perdido a su marido en Corea, y por lo regular se mostraba tan cordial como una rata hambrienta. Ángel comentó una vez que probablemente su marido se había entregado al enemigo para que no lo enviaran de regreso a casa.

En la casa de Scarborough nació mi madre, y allí vivían aún mis abuelos cuando mi padre murió. Después de trescientos años anclado en el pasado, Scarborough había iniciado ya un proceso de cambio cuando yo llegué a finales de los años setenta. Debido a la prosperidad económica empezaba a convertirse en población satélite de Portland, y si bien algunos de los antiguos residentes conservaban sus tierras, unas tierras que habían sido propiedad de sus familias durante generaciones, los promotores inmobiliarios pagaban precios altos y cada vez había más gente que vendía. Pero Scarborough era aún la clase de comunidad donde uno conocía a su cartero y a la familia de éste, y él, a su vez, conocía a la tuya.

Desde la casa de mi abuelo en Spring Street podía ir en bicicleta hasta Portland en dirección norte, o hasta Higgins Beach, Ferry Beach, Western Beach o la propia Scarborough Beach hacia el sur, o incluso podía llegar hasta el extremo de Prouts Neck para contemplar las islas de Bluff y Stratton y el océano Atlántico.

Prouts Neck es una pequeña punta de tierra que se adentra en Saco Bay a unos dieciocho kilómetros al sur de Portland. Allí se estableció el artista Winslow Homer a finales del siglo XIX. Su familia adquirió casi todas las tierras del cabo y Winslow investigó a sus eventuales vecinos con sumo cuidado, ya que, por lo general, le gustaba estar a sus anchas. La gente del cabo sigue siendo así. Desde 1926 hay un elegante club náutico y un club de playa privado restringido a quienes residen o alquilan casas de veraneo en la zona y pertenecen a la Asociación de Prouts Neck. Scarborough Beach sigue siendo pública y gratuita, y hay acceso público a Ferry Beach, cerca del Black Point Inn en Prouts Neck. Como fue al lado de Ferry Beach donde Chester Nash, Paulie Block y otros seis hombres perdieron la vida, los veraneantes del cabo iban a tener mucho de que hablar cuando regresasen en vacaciones.

En la vieja casa, el pasado flotaba en el aire como motas de polvo en espera de ser iluminadas por los intensos rayos de la memoria. Era allí donde, rodeado de los recuerdos de una juventud más feliz, confiaba en enterrar a los viejos fantasmas: los fantasmas de mi mujer y de mi hija, que me habían acosado durante mucho tiempo pero que quizás ahora habían alcanzado una especie de paz, una paz que no se reflejaba aún en mi propia alma; el fantasma de mi padre; el de mi madre, que me había alejado de la ciudad en un esfuerzo por encontrar la serenidad para ambos; el de Rachel, a quien parecía haber perdido, y el de mi abuelo, que me había aleccionado sobre el deber y la humanidad y sobre la importancia de crearse enemigos de quienes uno pudiera sentirse orgulloso.

En cuanto la mayor parte de la casa estuvo habitable, dejé el hotel de la esquina de St. John y Congress Street en Portland y me instalé allí. De noche el viento agitaba ruidosamente las láminas de plástico del tejado, que chacoloteaban como alas oscuras y correosas. La última obra pendiente era el empizarrado, y por eso me encontraba sentado en el porche con una taza de café y el New York Times a las nueve de la mañana siguiente, esperando a Roger Simms. Roger era un cincuentón de espalda erguida, músculos finos y alargados y un rostro de color palisandro. Era capaz de hacer casi cualquier cosa que requiriese el uso de un martillo, una sierra y la destreza innata de un artesano para poner orden en el caos de la naturaleza y el abandono.

Llegó puntualmente al volante de su viejo Nissan, cuyos gases de escape de color azul ensuciaban el aire como la nicotina los pulmones. Salió del coche vestido con unos vaqueros anticuados llenos de manchas de pintura, una camisa tejana y un jersey azul que era poco más que un puñado de agujeros unidos por hebras. Unos guantes marrones de cuero asomaban de uno de los bolsillos posteriores de los vaqueros y llevaba una gorra negra de punto calada hasta las orejas. Por debajo, pendían mechones de cabello oscuro como las patas de un cangrejo ermitaño. Entre los labios le colgaba un cigarrillo con una columna de ceniza en la punta que desafiaba la ley de la gravedad.

Le alcancé una taza de café y él se la bebió deprisa mientras examinaba el tejado con ojo crítico, como si lo viera por primera vez. Ya había estado allí unas tres veces para comprobar el estado de las vigas y los soportes del tejado y para medir los ángulos, así que me pareció poco probable que fuera a topar con alguna sorpresa. Me dio las gracias por el café y me devolvió la taza. «Gracias» fue la primera palabra que me dirigió desde su llegada. Roger era un trabajador excelente, pero la cantidad de aire que malgastaba en charla innecesaria no habría salvado la vida de un mosquito.

Yo tenía la impresión de que, techando la casa vieja, reafirmaba por fin mi lugar en ella. Despojada de sus tejas de pizarra viejas y rotas, sin nada más que los plásticos para protegerla de los elementos, había quedado reducida a un cascarón sin vida, y los recuerdos de vidas pasadas contenidos entre sus paredes se hallaban ahora en estado latente, como para ampararlos de los estragos del mundo natural. Con el tejado restaurado, la casa volvería a estar caliente y cerrada, y yo podría fundirme con su pasado garantizando su futuro y mi presencia en ella.

A modo de preparativo, ya habíamos puesto listones para sujetar las tejas, utilizando piezas de cinco por diez cortadas a lo largo por la mitad e impregnadas de protector para la madera. Ahora, con el aire frío y cortante, y sin la amenaza de lluvia en el cielo, iniciamos la colocación de las tejas. Había algo en el proceso, sus ritmos y rutinas, que lo convertían casi en un ejercicio de meditación. Avanzando metódicamente por la superficie del tejado, alargaba el brazo para alcanzar una teja, la ponía sobre la anterior, ajustaba el lado expuesto mediante una muesca en el mango del martillo, daba la vuelta al martillo, clavaba la teja, tomaba otra y comenzaba de nuevo el proceso. Encontré cierta paz en ello y la mañana se me pasó deprisa. Decidí no compartir con Roger mis especulaciones. Por alguna razón, quienes realizan trabajos como tejar casas para ganarse la vida tienden a molestarse ante las reflexiones de los aficionados sobre la naturaleza de la tarea. Roger probablemente me habría lanzado el martillo.

Durante las cuatro horas que estuvimos trabajando, tanto Roger como yo descansábamos cuando nos apetecía; después bajé con cuidado y le comenté que me acercaría al restaurante tailandés Seng de Congress Street para comprar comida. Dejó escapar un gruñido que interpreté como un asentimiento, así que me encaminé hacia el Mustang y salí en dirección a South Portland. Como de costumbre, Maine Mall Road estaba muy concurrida, con gente que curioseaba en Filene's o iba a los cines, comía en el Old Country Buffet o evaluaba los moteles de la avenida. Dejé atrás el aeropuerto, seguí por Johnson y finalmente llegué a Congress. Aparqué detrás del hotel de St. John entre un Pinto y un Fiat; luego recorrí a pie la manzana, compré la comida y la coloqué en el asiento trasero del coche.