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Edgard aún tenía una caja con cosas mías detrás del mostrador de recepción del hotel y se me ocurrió ir a recogerla aprovechando que estaba en la zona. Abrí la puerta y entré en el recargado vestíbulo de estilo antiguo, con su vieja radio y sus ordenadas pilas de folletos turísticos. Edgard no estaba, pero otro hombre que no reconocí me sacó la caja, me sonrió y continuó contando recibos. Lo dejé enfrascado en su tarea.

Cuando volví al aparcamiento, vi que alguien me había cerrado el paso. Un enorme Cadillac Coupe de Ville negro, de unos cuarenta años y prácticamente una antigüedad, había estacionado detrás del Mustang y no me dejaba espacio para salir. Tenía neumáticos blancos, la tapicería de color tostado restaurada, y los característicos parachoques achatados de la parte delantera intactos y resplandecientes. En el asiento trasero había un mapa de Maine y tenía matrícula de Massachussets, pero, aparte de eso, nada en el coche identificaba a su dueño. Podría haber salido directamente de un museo.

Guardé la caja en el maletero del Mustang y volví a entrar en el hotel, pero el hombre del mostrador me dijo que nunca antes había visto el Cadillac. Se ofreció a avisar a la grúa, pero decidí intentar localizar primero al dueño. Pregunté en el Pizza Villa, en la acera de enfrente, pero tampoco sabían nada. Probé incluso en el Dunkin' Donuts y el Sportsman's Bar hasta que, aún sin resultado alguno, volví a cruzar la calle y di una palmada al techo del Cadillac en un gesto de frustración.

– Bonito coche -dijo una voz mientras se desvanecía el eco de mi palmada. Era una voz aguda, casi de niña, con un tonillo que delataba más malicia que admiración y el sonido sibilante de la primera palabra casi amenazador.

A la entrada del aparcamiento del hotel había un hombre apoyado contra la pared. Era bajo y gordo; posiblemente no medía más de metro sesenta y cinco y pesaba unos cien kilos. Llevaba una gabardina de color tostado, ceñida con un cinturón, pantalones negros y mocasines marrones.

Su cara parecía sacada de una película de terror.

Estaba completamente calvo y el cuero cabelludo se le unía por detrás a los rodetes de grasa de la nuca. Desde las sienes hasta la boca, la cabeza parecía ensancharse en lugar de estrecharse y acababa perdiéndose en los hombros. No tenía cuello, o al menos nada que mereciera ese nombre. Presentaba una palidez cadavérica, excepto por los labios rojos, gruesos y largos, que tenía dilatados en un rictus a modo de sonrisa. Tenía la nariz achatada, semejante a un hocico, con los orificios anchos y oscuros, y los ojos tan grises que parecían incoloros, las pupilas como puntos negros en el centro, dos diminutos mundos oscuros en un universo frío y hostil.

Se apartó de la pared y avanzó con andar lento y firme, y en ese momento percibí su olor. Era difícil de reconocer al estar disimulado por alguna colonia barata, pero me indujo a contener la respiración y a retroceder un paso. Era el olor de la tierra y la sangre, el hedor de la carne descompuesta y el intenso miedo animal que flota en un matadero al final de una larga jornada de sacrificios.

– Bonito coche -repitió, y una mano blanca y carnosa salió de uno de los bolsillos, los dedos como babosas pálidas y viscosas que hubiesen pasado demasiado tiempo en rincones oscuros. Acarició el techo del Mustang con un gesto de ponderación y pareció que la pintura fuese a corroerse de forma espontánea bajo sus dedos. Era la manera en que un pederasta tocaría a un niño en un parque en cuanto la madre le diera la espalda. Por algún motivo, sentí el impulso de apartarlo de un empujón, pero me contuve obedeciendo a un instinto más poderoso que me disuadía de tocarlo. No habría sabido explicar la razón, pero de él parecía emanar algo inmundo que inducía a eludir todo contacto. Daba la impresión de que tocarlo equivaldría a infectarse, a arriesgarse a la contaminación o el contagio.

Pero había algo más que eso. Exudaba una sensación de extrema letalidad, una capacidad de infligir daño y dolor tan profunda que era casi sexual. Brotaba de sus poros y fluía viscosamente por su piel, casi como si gotease de modo perceptible de las puntas de sus dedos y el extremo de su nariz fea y animal. Pese al frío, pequeñas gotas de sudor le brillaban en la frente y sobre el labio superior, cubriendo de humedad sus blandas facciones. Si alguien lo tocaba, presentí, la piel cedería pegajosamente a la presión, los dedos se hundirían en su carne, y lo succionaría.

Y luego lo mataría, porque ésa era la función de aquel hombre. De eso estaba seguro.

– ¿Es suyo el coche? -preguntó. Sus ojos grises despidieron un resplandor frío y la punta de su rosada lengua asomó entre los labios como una serpiente venteando el aire.

– Sí, es mío -contesté-. ¿Y ese Cadillac es suyo?

Pareció no oír la pregunta, o decidió no oírla. En lugar de eso recorrió el techo del Mustang con otro movimiento largo y acariciador.

– Un buen coche, el Mustang -dijo asintiendo para sí, y de nuevo oí la vibración sibilante e intensa del sonido «s», como agua que cae sobre un fogón caliente-. El Mustang y yo tenemos mucho en común.

Se acercó a mí como para hacerme partícipe de un secreto profundo y siniestramente gracioso. Olí su aliento, dulzón y demasiado maduro, como la fruta de finales de verano.

– Los dos nos fuimos a la mierda después de los años setenta. -Y de pronto se echó a reír, un siseo grave como el ruido del gas que desprende un cadáver-. Más vale que cuide de este coche, que se asegure de que no le pasa nada. Un hombre ha de vigilar lo que es suyo. Debe ocuparse de sus asuntos y no meter la nariz en los asuntos ajenos. -Rodeó la parte trasera del coche antes de entrar en el Cadillac, de modo que tuve que volverme para mirarlo-. Hasta la vista, señor Parker.

A continuación, el Cadillac arrancó con un rumor grave y seguro y, pese a estar prohibido, giró a la izquierda por Congress en dirección al centro de Portland.

5

Cuando regresé con la comida, Roger no parecía muy contento por todo lo que le había hecho esperar, a juzgar por las arrugas que tenía en la frente, que en ese momento parecían un centímetro más profundas.

– Ha tardado una eternidad -masculló mientras alcanzaba la comida. Era una de las frases más largas que le había oído.

Empecé por el pollo con arroz, pero se me había quitado el apetito. La aparición de aquel gordo calvo en Congress me inquietaba, aunque no sabía exactamente por qué, aparte del hecho de que conocía mi nombre y me ponía la carne de gallina.

Roger y yo volvimos al tejado, y un viento frío nos obligó a forzar un poco la marcha a fin de terminar a primera hora de la tarde, cuando la luz empezaba a declinar. Pagué a Roger y él me dio las gracias asintiendo con la cabeza. Luego regresó al pueblo. Tenía los dedos entumecidos de trabajar en el tejado, pero la obra debía completarse antes de las intensas nevadas o, si no, viviría en un castillo de hielo. Me di una ducha caliente para quitarme la suciedad del pelo y los dedos, y cuando me disponía a prepararme un café, oí que se detenía un coche fuera.

Cuando bajó del Honda Cívic, por un momento no la reconocí. Había crecido desde la última vez que la vi y le noté el pelo más claro, teñido con algún tipo de tinte. Tenía cuerpo de mujer, el pecho grande y amplias caderas. Sentí cierto bochorno por fijarme en esos cambios. Al fin y al cabo, Ellen Cole contaba poco más de veinte años y, para colmo, era hija de Walter Cole.