– ¿Ellen?
Bajé del porche y abrí los brazos mientras ella me rodeaba con los suyos.
– Me alegro de verte, Bird -susurró, y yo, en respuesta, la estreché.
Ellen Cole: la había visto crecer. Recordaba haber bailado con ella en mi boda, la tímida sonrisa que dirigió a su hermana menor Lauren, y cómo le sacó la lengua burlonamente a Susan vestida de novia. Recordé también una vez que estaba sentado en los escalones del porche de la casa de Walter con una cerveza, y Ellen, a mi lado, me escuchaba con las manos entrelazadas alrededor de las rodillas, mientras yo intentaba explicarle por qué a veces los chicos se comportaban como gilipollas incluso con las chicas más guapas. Deseaba creer que ésa era un área en la que yo poseía una experiencia incuestionable.
Había sido amiga de Susan, y Jennifer la adoraba. Mi hija nunca lloraba cuando Susan y yo la dejábamos por la noche siempre y cuando la canguro fuese Ellen. La niña se sentaba entre los brazos de la muchacha, jugueteaba con sus dedos y al final se quedaba dormida con la cabeza apoyada en su regazo. Ellen emanaba una especie de fuerza que tenía sus raíces en un inmenso acopio de bondad y compasión, una fuerza que inspiraba confianza a los menores y más débiles que ella.
Dos días después de la muerte de Susan y Jennifer, la encontré esperándome sola en la funeraria cuando llegué para organizar los preparativos del entierro. Otros se habían ofrecido a acompañarme, pero allí no quise a nadie. Creo que en aquel momento ya estaba retrayéndome en mi propio y extraño mundo de pérdida. No supe cuánto tiempo llevaba esperándome, con el coche en el aparcamiento, pero se acercó a mí, me abrazó durante largo rato y luego permaneció a mi lado, sin soltarme la mano, mientras yo miraba fotografías de féretros y limusinas. En sus ojos vi reflejada la profundidad de mi propio dolor y supe que, al igual que yo, Ellen sentía la pérdida de Jennifer como una ausencia entre los brazos, y la pérdida de Susan como un silencio en el corazón.
Y cuando salimos, ocurrió algo muy extraño. Sentado con ella en su coche, lloré por primera vez en muchos días. Aquella fuerza plácida, serena y profunda en el interior de Ellen hizo brotar en mí el dolor y la aflicción, como si sajara una herida. Volvió a abrazarme y, durante un rato, las nubes se disiparon y pude seguir adelante.
Detrás de Ellen, un joven salió por el lado del pasajero. Tenía la piel oscura y el cabello negro, que caía en una lacia melena hasta los hombros. Su código indumentario era la elegancia informal, excepto por las botas de montañismo Zamberlain: vaqueros, camiseta holgada por fuera del pantalón, camisa vaquera abierta sobre el resto. Se estremeció un poco mientras me observaba con expresión recelosa.
– Éste es Ricky -dijo Ellen-. Ricardo -añadió con un acento vagamente español-. Ricky, ven a conocer a Bird.
El chico me estrechó la mano con un firme apretón y rodeó los hombros de Ellen en un gesto protector. Me dio la impresión de que Ricky era posesivo e inseguro, una mala combinación. Lo observé con atención mientras entrábamos en la casa, por si decidía marcar el territorio meándose en mi puerta.
Nos sentamos en la cocina y tomamos café en grandes tazones azules. Ricky no dijo gran cosa, ni siquiera «gracias». Me preguntaba si llegaría a conocer a Roger. Reuniéndolos, tendría lugar la conversación más breve del mundo.
– ¿Qué haces aquí? -pregunté a Ellen.
Ella se encogió de hombros.
– Vamos hacia el norte. Yo nunca había estado antes tan al norte. Nos dirigimos al lago Moosehead para ver el monte Katahdin, o lo que sea. Quizás alquilemos un trineo a motor.
Ricky se levantó y preguntó dónde estaba el cuarto de baño. Se lo indiqué y se alejó, caminando con los hombros caídos y un peculiar balanceo, como si avanzara metiendo los pies en surcos muy separados.
– ¿De dónde has sacado a este latin lover? -pregunté.
– Estudia psicología -contestó.
– ¿En serio? -Procuré que el cinismo no asomara a mi voz. Quizá Ricky, al optar por la psicología, pretendía analizarse a sí mismo y matar dos pájaros de un tiro.
– La verdad es que es encantador, Bird, pero un poco tímido con los desconocidos.
– Hablas de él como si fuera un perro.
Me sacó la lengua.
– ¿Han acabado las clases?
Eludió la pregunta.
– Voy a tener que estudiar bastante en el futuro.
– Mmm. ¿Qué piensas estudiar? ¿Biología?
– Ja, ja. -No sonrió.
Supuse que, con la aparición de Ricky en su vida, los exámenes semestrales habían pasado a ser algo secundario.
– ¿Cómo está tu madre?
– Bien. -Guardó silencio por un momento-. Preocupada por ti y por papá. Él le contó que ayer estuviste en el funeral de Queens, pero que no tuvisteis mucho que deciros. Mamá piensa, creo, que deberíais resolver lo que sea que pasó entre vosotros.
– No es tan fácil.
Ellen asintió con la cabeza.
– Los he oído hablar -musitó-. ¿Es verdad lo que mi padre cuenta de ti?
– Una parte, sí.
Se mordió el labio y de pronto pareció tomar una decisión.
– Tendrías que hablar con él. Erais amigos y a él no se puede decir que le sobren.
– Como a la mayoría de la gente -respondí-. Y ya he intentado hablar con él, pero me ha juzgado y ha decidido que no cumplo los requisitos. Tu padre es un buen hombre, pero su definición de la bondad es muy restrictiva.
Ricky volvió y la conversación prácticamente se desvaneció. Les ofrecí mi cama para esa noche, pero cuando Ellen rechazó la invitación, en cierto modo me alegré: seguro que habría sido incapaz de volver a conciliar el sueño en mi habitación si me asaltaban visiones de Ricky follando allí. Decidieron pasar la noche en Portland en lugar de Augusta, con la intención de encaminarse directamente hacia los Grandes Bosques del Norte a la mañana siguiente. Les sugerí el hotel de St. John, y que dijeran que los enviaba yo. Por lo demás los dejé con lo suyo, sin estar muy seguro de querer saber qué era «lo suyo». Por alguna razón, imaginaba que Walter Cole tampoco querría saberlo.
Cuando se fueron, subí al coche y volví a Portland para ir al gimnasio del Bay Club en One City Center. Colocar tejas había sido ya todo un ejercicio, pero me proponía reducir los cúmulos de grasa que se adherían a mis costados como niños resueltos. Me pasé cuarenta y cinco minutos realizando intensos circuitos periféricos, alternando continuamente ejercicios para piernas y la mitad superior del cuerpo hasta tener el corazón acelerado y la camiseta empapada de sudor. Cuando terminé, me duché y observé los pequeños depósitos de grasa en el espejo para ver si habían disminuido. Tenía casi treinta y cinco años, las canas invadían mi cabello negro, y era ochenta y un kilos de inseguridad en un cuerpo de metro setenta y siete. Necesitaba poner mi vida en marcha… Eso, o una liposucción.
Cuando salí del Bay Club, las luces navideñas brillaban en los árboles del Puerto Antiguo, que, vistos desde esa distancia, parecían arder. Fui a pie hasta Exchange para recoger unos libros en Alien Scott's y luego seguí hasta el Java Joe's para tomar un café largo y leer los periódicos. Hojeé el Village Voice y averigüé las últimas opiniones de Dan Savage sobre el sexo con huevos o los juegos urinarios. Esa semana Dan hablaba con un tipo que afirmaba no ser homosexual; sencillamente le gustaba el sexo con hombres. Al parecer, Dan Savage no entendía la diferencia. La verdad es que yo tampoco. Intenté imaginar qué le habría dicho Ángel a aquel tipo y supuse que ni siquiera el Voice se atrevería a publicar sus palabras.
Había empezado a llover. El agua de la lluvia dejaba marcas en la ventana como cortes en el cristal, y caía sobre los jóvenes que iban a los bares del Puerto Antiguo. Contemplé la lluvia un rato y luego volví a concentrarme en el Voice. Mientras leía, percibí el movimiento de una silueta que se acercaba hacia mí y un olor apestoso. Un hormigueo de inquietud me recorrió la piel.