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– ¿Puedo hacerle una pregunta? -dijo una voz peculiar.

Alcé la vista y me sobresalté. Aquellos ojos risueños pero fríos me observaban de nuevo desde la cara blanda como masa para hacer pan con relucientes gotas de lluvia en la calva. Esta vez la mezcla de olores a sangre y colonia era más intensa, y me aparté un poco de la mesa.

– ¿Quiere encontrar a Dios? -prosiguió, con esa mirada de preocupación que dirigen los médicos a los fumadores cuando éstos empiezan a palparse los bolsillos en busca del paquete de tabaco en la sala de espera. En una de sus pálidas manos sostenía un arrugado panfleto bíblico con un burdo dibujo a pluma de un niño y su madre en una de las caras.

Tras un instante de desconcierto, lo miré con rostro inexpresivo. Por un momento pensé que quizá fuese un fanático religioso, pero si era así, las sectas empezaban a tocar fondo en su busca de prosélitos.

– Cuando Dios me quiera, sabrá dónde encontrarme -contesté, y seguí leyendo el Voice, con la vista fija en la página pero la atención puesta en el hombre que tenía enfrente.

– ¿Cómo sabe que yo no soy Dios y vengo a buscarlo ahora? -dijo, y se sentó delante.

Comprendí que debería haber mantenido la boca cerrada. Si era un predicador chiflado, dirigirle la palabra no hacía más que alentarlo. Esa clase de individuos actúa como monjes a quienes se exime durante un fin de semana del voto de silencio. Sólo que la religión no parecía el verdadero interés de aquel hombre, y tuve la impresión de que sus preguntas ocultaban un trasfondo que yo no acababa de entender.

– Siempre me lo había imaginado más alto -contesté.

– Se avecinan cambios -dijo el calvo. De pronto sus ojos miraron con una peculiar intensidad-. No habrá lugar para pecadores, divorciados, fornicadores, sodomitas, mujeres que no respetan a sus maridos.

– Creo que acaba de mencionar algunos de mis pasatiempos y de los de todos mis amigos -comenté mientras plegaba el periódico y tomaba, pesaroso, un último sorbo de café. Desde luego aquél no era mi día-. Si acabo en el mismo sitio que ellos, no tengo inconveniente.

Me observó con detenimiento, como una serpiente dispuesta a atacar a la menor opción.

– Ni habrá lugar para el hombre que se interponga entre otro hombre y su mujer, o su hija. -Sus palabras destilaban ahora una perceptible amenaza. Sonrió y le vi los dientes, pequeños y amarillos como los colmillos de un roedor-. Busco a alguien, señor Parker. Quizás usted pueda ayudarme a encontrarlo. -Se le tensaron los labios, obscenamente blandos y rojos, hasta el punto de que temí que reventasen y me salpicasen de sangre.

– ¿Quién es usted? -pregunté.

– Da igual quién sea.

Eché un vistazo al resto de la cafetería. El camarero de la barra miraba distraído a una chica sentada a la mesa de la ventana y no había nadie más en la parte trasera del local.

– Busco a Billy Purdue -continuó-. Tenía la esperanza de que usted supiese dónde encontrarlo.

– ¿Qué quiere de él?

– Tiene algo que es mío. Quiero recuperarlo.

– Perdone, pero no conozco a ningún Billy Purdue.

– Me parece que miente, señor Parker. -Aunque no alteró el tono ni el volumen de su voz, la amenaza de peligro subió un grado.

Me abrí la chaqueta para dejar a la vista la culata de la pistola.

– Caballero, creo que se equivoca de persona -dije-. Ahora voy a marcharme, y si se levanta antes de que me haya ido, usaré esta pistola en su cabeza. ¿Queda claro?

La sonrisa permaneció inmutable, pero se le apagó el brillo de los ojos.

– Clarísimo -respondió, y de nuevo percibí aquella vibración sibilante y horrísona en su voz-. He llegado a la conclusión de que usted no va a servirme de ayuda.

– Procure que no vuelva a verlo -advertí.

Asintió para sí.

– Ah, no me verá -repuso, y esta vez la amenaza era explícita.

Hasta que llegué a la puerta no aparté la vista de él, y estuve observándolo mientras se hacía con el panfleto y le prendía fuego con un Zippo metálico. No desvió la mirada de mi rostro un solo instante.

Recuperé el coche en el aparcamiento de Temple y fui a casa de Rita Ferris, pero las luces estaban apagadas y nadie contestó cuando llamé al portero electrónico. Luego salí de Portland en dirección a Scarborough Downs hasta cerca del cruce de Payne Road y Two Rod Road, donde vivía Ronald Straydeer. Aparqué junto a la caravana plateada de Billy Purdue y llamé a la puerta, pero reinaba el silencio y no se veía luz dentro. Ahuecando las manos ante el cristal, escruté el interior, pero parecía tan desordenado como antes. El coche de Billy se encontraba a la derecha de la caravana. El capó estaba frío.

Oí un ruido a mis espaldas y me di la vuelta, medio esperando ver aquella extraña cabeza surgir como una llaga blanca de la gabardina de color tostado. Sin embargo, sólo era Ronald Straydeer, vestido* con vaqueros negros, sandalias y una camiseta de los Sea Dogs, el cabello corto y oscuro oculto bajo una gorra de béisbol blanca adornada con una langosta roja. Empuñaba un AK-47.

– Pensaba que eras otra persona -dijo y miró su propia arma avergonzado.

– ¿Como quién? ¿El Vietcong?

Sabía que para Ronald su AK era sagrado, como para muchos hombres que habían servido en Vietnam. En una ocasión, Ronald me contó que durante la guerra su fusil reglamentario, el M1, se atascaba con las lluvias del sudeste asiático, y los soldados por regla general los sustituían por los AK-47 robados a los cadáveres del Vietcong. El arma de Ronald parecía lo bastante antigua para ser un recuerdo de la guerra, probablemente lo era.

Ronald se encogió de hombros.

– En todo caso, no está cargado.

– Busco a Billy. ¿Lo has visto?

Negó con la cabeza.

– Desde ayer no. No ha aparecido por aquí. -Parecía preocupado, como si deseara añadir algo más.

– ¿Ha venido alguien más a buscarlo?

– No lo sé. Es posible. Anoche me pareció ver a alguien mirar dentro de la caravana, pero a lo mejor me engañó la vista. No llevaba las gafas.

– Te estás haciendo viejo -comenté.

– Sí, quizá fuese un viejo el que vino -respondió Ronald, como si no me hubiese entendido bien.

– ¿Qué dices?

Pero Ronald ya había perdido interés en el asunto.

– ¿Te he hablado alguna vez de mi perro? -preguntó, y deduje que Ronald ya no podía facilitarme más información útil.

– Sí, Ronald -contesté, y me dirigí hacia el coche-. Quizá volvamos a hablar de él en otra ocasión.

– No hablas en serio, Charlie Parker -repuso, pero sonrió al decirlo.

– Tienes razón. -Le devolví la sonrisa-. No lo hago.

Aquella noche una fría lluvia cayó, igual que clavos, sobre mi casa recién techada. No hubo goteras, ni siquiera en las partes que había cubierto yo. Sentí una honda satisfacción mientras me invadía el sueño, acompañado por los ruidos del viento, que sacudía las ventanas y hacía crujir y asentarse las tablas de la casa. Durante muchos años me había quedado dormido al arrullo de esas tablas, del susurro de la voz de mi madre en la sala de estar, del rítmico golpeteo de la pipa de mi abuelo contra la barandilla del porche. En la barandilla se veía aún una mancha ocre de tabaco y madera quemada. La había dejado sin pintar, un gesto sentimental que me sorprendió.

No recuerdo por qué me desperté, pero una profunda inquietud había traspasado mi sueño en fase REM y me había devuelto a la realidad en la oscuridad de la noche. La lluvia había cesado y la casa parecía en calma, pero yo tenía erizado el vello de la nuca y mis percepciones se aguzaron de inmediato, pues la certeza instintiva de que se acercaba un peligro había disipado el embotamiento del sueño.