Me levanté con sigilo y me puse unos vaqueros. La Smith & Wesson estaba en su funda junto a la cama. Saqué el arma y retiré el seguro. La puerta de la habitación seguía parcialmente abierta, como yo la había dejado. La aparté un poco más sin que las bisagras bien engrasadas emitiesen el menor chirrido, y con sumo cuidado apoyé un pie en las tablas desnudas del pasillo.
Al pisar toqué algo blando y mojado y retiré el pie en el acto. El resplandor de la luna penetraba por las ventanas contiguas a la puerta delantera, bañando el pasillo de luz plateada. Iluminaba un viejo perchero, unos botes de pintura y una escalera de mano situados a mi derecha. Asimismo alumbraba unas pisadas de lodo que iban desde la puerta trasera hasta la sala de estar pasando por la cocina y frente a mi habitación. La marca de mi pie descalzo quedó impresa en la huella más cercana a la puerta.
Eché un vistazo a la sala de estar y el cuarto de baño antes de dirigirme a la cocina. El corazón me latía con fuerza en el pecho y mi aliento se empañaba en el aire frío de la noche. Conté mentalmente hasta tres y crucé con rapidez la puerta de la cocina, trazando arcos a uno y otro lado con el cañón de la pistola.
No había nadie, pero vi la puerta trasera entornada. Alguien -supuse que un hombre por el tamaño de las huellas de las botas-, tras forzar la cerradura, había atravesado la casa y me había observado mientras dormía. Recordé al grotesco calvo con quien me había encontrado el día anterior, y la idea de que pudiera haber estado mirándome desde la penumbra me revolvió el estómago. Abrí totalmente la puerta trasera y recorrí el jardín con la mirada. Dejé apagadas las luces de la cocina y el porche y me calcé un par de botas de trabajo que guardaba junto a la puerta. Salí y rodeé la casa. En el porche y en el barro cercano había huellas. Ante la ventana de mi habitación, allí donde el visitante se había detenido para observarme desde fuera, presentaban un ligero giro.
Volví a entrar en la casa. Saqué mi linterna y me puse un jersey. A continuación seguí el rastro por el barro hasta la carretera. Había poco tráfico y aún se veían las marcas de las botas en el asfalto. Inmóvil en medio de la carretera vacía, miré a izquierda y derecha y luego regresé a la casa.
Sólo cuando encendí la luz de la cocina me di cuenta de que había algo en la mesa del rincón. Lo agarré utilizando un paño de papel y le di la vuelta en la mano.
Era un pequeño payaso de madera. Componían el cuerpo unos aros pintados de vivos colores que podían extraerse desenroscando la sonriente cabeza. Sentado, lo contemplé durante un rato. Después lo introduje con cuidado en una bolsa de plástico y lo dejé junto al fregadero. Eché el cerrojo de la puerta trasera, comprobé todas las ventanas y volví a la cama.
A pesar de mi estado de agitación, debí de dormirme en algún momento, porque soñé. Soñé que veía moverse una silueta a través de la noche, negra contra las estrellas. Vi un árbol solitario en un claro y otras siluetas que se movían bajo él. Olía a sangre y a perfume dulzón y empalagoso. Unos dedos blancos y gruesos recorrían mi pecho desnudo.
Y vi cómo se apagaba una luz, y oí llorar a un niño en la oscuridad.
6
Cuando me levanté y me encaminé de nuevo a la cocina la primera luz gris del alba ya había aparecido en la ventana y vi que aquella noche había vuelto a helar. Contemplé la silueta del payaso en la bolsa, sus contornos ocultos, su nariz larga y roja recortándose bajo el plástico blanco, los colores vagamente visibles como un deslavazado espectro de sí mismo.
Me puse la ropa de deporte y salí hacia la Interestatal 1. Antes de marcharme me aseguré de que todas las puertas y ventanas estaban cerradas, cosa que normalmente no hacía. Doblé en Spring Street y me encaminé en dirección sur hacia el cruce de Mussey Road, con la fachada roja de obra vista y el campanario blanco de la primera iglesia baptista de Scarborough a mi izquierda y los almacenes 8 Corners justo enfrente. Continué por Spring hasta la 114 y seguí recto. La carretera estaba tranquila y sólo se oía el susurro de las ramas de los pinos. Pasé ante el instituto de Scarborough a la derecha, donde había estudiado cuando nos trasladamos a Maine y donde incluso había llegado a jugar unos cuantos partidos con los Redskins una primavera en que medio equipo contrajo la gripe. A mi izquierda, el aparcamiento del Shop n Save estaba en silencio, pero ya se veía tráfico en la descuidada área comercial de la Interestatal 1. Siempre había sido una zona desatendida: cuando se inició la reordenación urbana en la década de los ochenta, ya era tarde para salvarla. Pero quizás eso forme parte del carácter de la Interestatal 1, porque ofrece el mismo aspecto en todos los lugares donde he estado.
Cuando me mudé a Scarborough, sólo había unas galerías comerciales en el pueblo, las Orion Center. Incluía los grandes almacenes Mammoth Mart, que eran una especie de Woolworths, la tienda de alimentación Martin's, una lavandería y una licorería de esas que mi abuelo llamaba «Doctor Verde» en recuerdo de la época en que todas estaban pintadas del mismo color verde en cumplimiento de la normativa de la comisión estatal para la venta de alcohol.
En Doctor Verde comprábamos Old Swilwaukee y Pabst Blue Ribbon -por entonces la edad legal para el consumo de bebidas alcohólicas era aún dieciocho años, pero eso poco importaba- y nos los bebíamos en la parte más solitaria de Higgins Beach, cerca de la reserva ornitológica, donde los chorlitos melódicos marcan su territorio con un canto semejante al tañido de las campanas.
Recuerdo que durante el verano de 1982 traté de persuadir a Becky Berube de que se acostara allí en la arena conmigo. No lo conseguí, pero fue uno de esos veranos en que uno piensa que va a morir virgen. Ahora Becky Berube tiene cinco hijos, así que, cabe suponer, aprendió a acostarse poco después de aquello. Conducíamos automóviles de los años sesenta: Pontiacs descapotables, MGs, Thunderbirds, Chevy Impalas y Camaros con potentes motores V-8; en una ocasión incluso un Plymouth Barracuda descapotable. Durante las vacaciones trabajábamos en el Clam-Bake de Pine Point, o como camareros y friegaplatos en el Black Point Inn.
Me acuerdo de una pelea en las galerías Orion Center una calurosa noche de verano, cuando unos cuantos nos enfrentamos a unos chicos de Old Orchard Beach que habían viajado al norte por la Interestatal 1 buscando precisamente esa clase de peripecias. Aún torpe en mis reacciones por aquellas fechas, recibí un brutal puñetazo en la nariz, que me propinó un chico cuyo nombre ni siquiera llegué a conocer, alguien a quien no habíamos visto antes y nunca volvimos a ver, primo de alguien de Chicago. Recordaba su mirada ruin y poco inteligente, y que llevaba unos vaqueros blanqueados y una camiseta de Aerosmith bajo una cazadora de cuero negro.
Dirigió el puño hacia el puente de mi nariz con la certidumbre y la infalibilidad de una bola de demolición surcando el aire antes de golpear un edificio condenado, y el cartílago se torció con el impacto. Fue una fractura grave y yo me desplomé con la cara cubierta de sangre caliente. Alrededor continuó la reyerta, y alguien acabó hecho un ovillo en el suelo, donde siguió recibiendo patadas en el vientre y la cabeza, pero los hechos llegaban a mí borrosos a través de una bruma de dolor, miedo y náuseas. La pelea terminó con un intercambio final de golpes, amenazas y juramentos, pero yo seguí de rodillas en el suelo tapándome la nariz rota con las manos, cubiertas de lágrimas y sangre.
Anthony Hutchence, «Tony Hutch», que había practicado la lucha libre antes de estudiar en el instituto de Scarborough y volvería a practicarla cuando fuera a la universidad de Nueva Inglaterra, y que habría competido en los juegos olímpicos a no ser por una grave lesión, me apartó con cuidado las manos de la cara y ahuecó las suyas en torno a mis mejillas para examinarme con una objetiva profesionalidad nacida de su propia experiencia tanto dentro como fuera del cuadrilátero. Luego llamó a un par de compañeros y, ordenándoles que me sujetaran los brazos y la cabeza, me redujo la fractura de la nariz con los pulgares.