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– Me voy -contestó. Habló en voz baja pero con total determinación, como si no hubiese nada de extraño en que una mujer de sesenta años pretendiera marcharse de una residencia para la tercera edad en el norte de Maine sin más ropa que un camisón y un abrigo barato una noche en que los partes meteorológicos pronosticaban más nieve, que se sumaría a la capa helada de quince centímetros ya acumulada. Judd no se explicaba cómo aquella mujer había conseguido pasar inadvertida ante el puesto de enfermeras, y menos aún llegar casi hasta la puerta principal de la residencia. Algunos de aquellos viejos eran listos como zorros, pensó Judd. En cuanto se les daba un momento la espalda desaparecían, camino de las montañas o de su antigua casa o para casarse con un amante que había muerto hacía treinta años.

– Ya sabe que no puede marcharse -dijo Judd-. Vamos, vuélvase a la cama. Voy a llamar a una enfermera, así que quédese ahí y enseguida vendrá alguien a ocuparse de usted.

Ella dejó de abrocharse el abrigo y miró de nuevo a Oliver Judd. En ese momento Judd percibió por primera vez que la mujer estaba aterrada: tenía un miedo auténtico y cerval por su vida. Judd lo supo aunque no habría podido decir por qué, excepto, quizá, porque algún primitivo sexto sentido se había activado en él al acercarse la mujer. En sus ojos desorbitados se advertía una mirada suplicante y las manos le temblaban ahora que ya no las tenía ocupadas con los botones. Estaba tan asustada que el propio Judd empezó a experimentar cierto nerviosismo. De pronto la anciana habló.

– Viene -dijo.

– ¿Quién viene?-preguntó Judd.

– Caleb. Caleb Kyle.

La mujer tenía una mirada casi hipnótica, la voz trémula a causa del terror. Judd negó con la cabeza y la agarró del brazo.

– Vamos -dijo, y la llevó hacia una silla de vinilo junto a su habitáculo-. Siéntese aquí mientras aviso a la enfermera.

¿Quién demonios era Caleb Kyle? El nombre le sonaba, pero no acababa de identificarlo.

Estaba marcando el número del puesto de enfermeras cuando oyó un ruido a sus espaldas. Al volverse, vio a la anciana casi encima de él con los ojos entornados en un gesto de concentración, los labios apretados. Tenía las manos en alto; Judd alzó la vista para ver qué sostenía y, justo cuando echaba el rostro hacia atrás, vio el pesado jarrón de cristal caer sobre él.

De pronto se hizo la oscuridad.

– No veo una mierda -dijo Chester Nash el Alegre. Las ventanas del coche se habían empañado y eso le producía una incómoda sensación de claustrofobia que la descomunal mole de Paulie Block no contribuía a aliviar precisamente, como él mismo se había encargado de comentarle a su compañero de manera inequívoca.

Paulie limpió la ventanilla lateral con la manga. A lo lejos, los haces de unos faros barrieron el cielo.

– Calla -dijo-. Ya vienen.

Nutley y Briscoe también habían visto los faros minutos después de que la radio les informara de que un coche circulaba por Old County Road en dirección a Ferry Beach.

– ¿Crees que son ellos? -preguntó Nutley.

– Es posible -contestó Briscoe, y se sacudió de la cazadora la escarcha que la cubría en el momento en que el Ford Taurus salía de Ferry Road y se detenía junto al Dodge.

Por los auriculares, los agentes oyeron a Paulie Block preguntar a Chester el Alegre si estaba listo para armar bulla. En respuesta sólo oyeron un chasquido. Briscoe no tuvo la total certeza, pero pensó que se trataba del seguro de un arma al retirarlo.

En la residencia de ancianos Santa Marta una enfermera aplicó una compresa fría a Oliver Judd en la nuca. Ressler, el sargento llegado de Dark Hollow, estaba de pie junto a un policía de la reserva, y éste aún se reía quedamente. En los labios de Ressler se advertía un leve rastro de sonrisa. En otro rincón se hallaba Dave Martel, el jefe de policía de Greenville, localidad situada a ocho kilómetros al sur de Dark Hollow, y al lado de éste uno de los guardabosques del Departamento de Fauna y Pesca del pueblo.

En rigor, Santa Marta pertenecía a la jurisdicción de Dark Hollow, el último pueblo antes de los grandes bosques industriales que se extendían hasta Canadá. Pero aun así, Martel había recibido aviso del asunto de la anciana y se había acercado para ofrecer ayuda en la operación de búsqueda. No sentía la menor simpatía por Ressler, pero la simpatía no tenía nada que ver con cualquier medida que hubiese que tomar.

Martel, un hombre sagaz, reservado, y el tercer jefe de policía desde la fundación del pequeño departamento de policía del pueblo, no le veía la menor gracia a lo ocurrido. Si no encontraban pronto a aquella mujer, moriría. No se requerían temperaturas muy bajas para acabar con la vida de una anciana, y esa noche el clima era extremo.

Oliver Judd, que siempre había deseado ser policía pero era demasiado bajo, demasiado obeso y demasiado estúpido para ser admitido, sabía que los agentes de Dark Hollow se reían de él. Supuso que estaban en su derecho. Al fin y al cabo, ¿a qué clase de guarda de seguridad deja fuera de combate una anciana? Para colmo, una anciana que en esos momentos llevaba encima la Smith & Wesson 625 nueva de Oliver Judd.

El equipo de búsqueda se preparó para salir con el doctor Martin Ryley, el director de la residencia, al frente. Ryley llevaba una parka con capucha bien cerrada, guantes y botas de agua. En una mano cargaba un botiquín de urgencias, en la otra una linterna enorme. A los pies tenía una mochila con ropa de abrigo, mantas y termos con caldo.

– No nos la hemos cruzado de camino, así que va a campo traviesa -oyó decir Judd a alguien. Parecía la voz de Will Patterson, el guardabosque, cuya esposa era propietaria de un supermercado en Guilford y tenía el culo jugoso como un melocotón:

– Todo es terreno difícil -comentó Ryley-. Al sur está Beaver Cove, pero el jefe Martel no la ha visto por allí al pasar. Al oeste está el lago. Da la impresión de que anda sin rumbo por el bosque.

Se oyó el zumbido de la radio de Patterson, y éste se puso de espaldas para hablar, pero volvió a darse la vuelta enseguida.

– La ha localizado un avión. Está a unos tres kilómetros al nordeste de aquí, adentrándose cada vez más en el bosque.

Los dos policías de Dark Hollow -uno de ellos con la mochila llena de ropa y mantas al hombro- y el guardabosque, acompañados por Ryley y una enfermera, se pusieron en marcha. El jefe Martel miró a Judd y se encogió de hombros. Ressler no quería su ayuda, y Martel no tenía intención de meter las narices donde no lo querían, pero albergaba un mal presentimiento con respecto a lo que estaba ocurriendo, un pésimo presentimiento. Mientras observaba al grupo de cinco personas adentrarse entre los árboles, empezaron a caer los primeros copos de nieve.

– Ho Chi Minh -dijo Chester el Alegre-. Pol Pot. Lichi. Los cuatro camboyanos lo miraron con frialdad. Llevaban abrigos azules de lana idénticos, traje azul con corbata oscura y guantes de piel negros. Tres eran jóvenes, de unos veinticinco o veintiséis años, calculó Paulie. El cuarto era mayor, con mechones grises en el pelo lustroso y peinado hacia atrás. Usaba gafas y fumaba un cigarrillo sin filtro. En la mano izquierda sostenía un maletín negro de piel.

– Tet. Presidente Mao. Nagasaki -prosiguió Chester el Alegre.

– ¿Quieres callarte? -dijo Paulie Block. -Sólo pretendo que se sientan como en casa.