El dolor fue profundo, extremo. Un relámpago me traspasó la cabeza y lo vi todo primero blanco, luego brillante y por fin de un rojo intenso. Grité, pero no recuerdo siquiera lo que dije, sólo que el sonido no se parecía a ningún otro que hubiese escuchado antes. Después el punzante dolor remitió hasta convertirse en un malestar sordo, y Tony Hutch retrocedió, con sangre en los pulgares, y yo supe que sus huellas dactilares habían quedado claramente impresas en la piel de mi rostro.
Pero a partir de aquel momento el miedo a una fractura de nariz ya nunca sería el mismo. Conocía el dolor, y no sentía el menor deseo de experimentarlo de nuevo, pero mi actitud al respecto había cambiado: lo había resistido y volvería a resistirlo si fuera necesario. Sin embargo nunca se repitió esa misma conmoción, esa misma impotencia, ese mismo sufrimiento. Todo eso había quedado atrás, y yo me había fortalecido con ello. Cuando Jennifer y Susan murieron, me ocurrió algo parecido, pero esta vez mató algo dentro de mí; creo que en lugar de fortalecerme amputó una parte de mí para siempre.
Crucé la Interestatal 1 a la altura del restaurante italiano Amato's y continué por Old County Road a través de la marisma que se inundaba una vez al mes siguiendo las fases de la luna, y dejé atrás la iglesia católica de Maximilian Kolbe hasta llegar al cementerio. Mi abuelo estaba enterrado en la Quinta Avenida, un chiste que le gustaba compartir con mi abuela después de comprar aquella pequeña parcela de tierra. Ahora yacían juntos allí.
Mientras me tomaba un descanso, arranqué algunos hierbajos y pronuncié una breve oración por ellos.
Cuando regresé a casa, preparé café, me comí unas cuantas uvas y volví a pensar en lo ocurrido la noche anterior. Según el reloj de pared, eran casi las nueve cuando Ellis Howard llegó a mi puerta.
Ellis parecía un cúmulo de grasa vertida en un molde flexible de forma vagamente humana y dejada a reposar. Envuelto en un abrigo marrón de piel de borrego, el subjefe de la Brigada de Investigación del Departamento de Policía de Portland se apeó con cierta dificultad de su coche. En la policía de Portland, esa brigada se subdividía en varias secciones que se ocupaban de narcóticos y antivicio, delitos contra las personas, delitos contra la propiedad y administración, y Ellis estaba al frente de casi todo, con la colaboración de un teniente y cuatro sargentos, cada uno responsable de una sección. En total colaboraban veintidós agentes y cuatro técnicos periciales. Era una brigada reducida y eficiente.
Ellis rodó hacia el porche, como una bola de bolos que alguien hubiese envuelto en piel para protegerla de la escarcha. Daba la impresión de que ni siquiera era capaz de moverse a la mitad de la velocidad de una bola de bolos, o de correr para salvar su vida o la de otra persona; sin embargo, la misión de Ellis no era ir corriendo por ahí y, en todo caso, las apariencias engañan. Ellis observaba y pensaba, hacía preguntas y observaba y pensaba un poco más. A Ellis se le escapaban pocas cosas. Era la clase de hombre capaz de comer sopa con tenedor sin derramar una gota.
Su esposa era una mujer temible llamada Doreen, siempre con una capa de maquillaje tan gruesa que podrías grabarle tus iniciales en el rostro sin hacerle sangre. Cuando sonreía, cosa poco frecuente, era como si alguien hubiera arrancado un trozo de piel a una naranja. Ellis parecía tolerarla tal como los mártires toleraban el potro de tortura, pero yo sospechaba que en el fondo, muy en el fondo, no sentía mucho aprecio por ella.
En compensación, Ellis encontraba consuelo en el trabajo y las estadísticas de béisbol. Sin pestañear, podía decir cuál había sido el único partido en la historia de la primera división en que dos hombres se habían lanzado uno al otro la bola a lo largo de nueve mangas o más sin que ninguno acertase una sola vez con el bate -el 2 de mayo de 1917, cuando Fred Toney de los Reds y Hippo Vaughn de los Cubs realizaron nueve mangas hasta que Larry Kopf golpeó limpiamente la pelota en la décima y llegó a la base con una bolea de Jim Thorpe-, o los detalles de la actuación de Lou Gehrig en la ronda de cuatro partidos de la Serie Mundial de 1932: 3 home runs, 8 golpes dentro del rombo, una media de bateo de 0,529 y una marca de tiros largos de 1,118. Quizá Babe Ruth se llevó la prensa, pero era Lou Gehrig a quien Ellis recordaba. Lou tenía a su querida Eleanor; Ellis tenía a Doreen. Para Ellis, al parecer, eso lo resumía todo. Me aparté para dejarlo entrar en casa. No me quedaba más remedio.
– Tienes buen aspecto, Ellis -comenté-. La dieta a base de bollos te está dando buenos resultados.
– Veo que has conseguido que alguien te arregle el tejado -repuso-. Se nota que eres de ciudad, el único en todo el estado a quien se le ocurre tejar la casa en invierno. ¿Has trabajado tú también?
– A decir verdad, sí.
– Dios mío, ¿no sería más seguro que habláramos fuera?
– Muy gracioso -dije mientras él se sentaba pesadamente en la silla de la cocina-. Quizá debería preocuparte más la posibilidad de que el suelo se hunda bajo tu peso.
Le serví café. Tomó un sorbo y advertí en su rostro una repentina expresión de seriedad, casi tristeza.
– ¿Pasa algo?
Asintió con la cabeza.
– Y es grave. ¿Conoces a Billy Purdue?
Supuse que sabía de antemano la respuesta a esa pregunta.
Me acaricié con la yema del dedo la cicatriz de la mejilla, y al hacerlo noté los bordes de los puntos.
– Sí, lo conozco.
– He oído decir que tuviste un roce con él hace unos días. ¿Te habló de su ex esposa?
– ¿Por qué? -pregunté. No tenía intención de crearle problemas a Billy innecesariamente, pero albergaba ya un mal presentimiento en la boca del estómago.
– Porque esta mañana Rita y su hijo han aparecido muertos en su apartamento. No hay indicios de que se forzase la puerta y nadie oyó nada.
Exhalé un hondo suspiro y sentí una profunda punzada de dolor al recordar a Donald agarrándome el dedo y el contacto de la mano de su madre en mi mejilla. Una rabia candente contra Billy Purdue me recorrió el cuerpo cuando, por un instante y de manera instintiva, presupuse que era culpable. La sensación no se prolongó por mucho tiempo, pero la intensidad hizo mella en mí. Pensé: ¿Por qué no podía haberse quedado con ellos? ¿Por qué no había estado allí, a su lado? Quizá yo no tenía derecho a hacer esas preguntas; o quizá, considerando todo lo que había ocurrido en el último año, nadie tenía más derecho que yo.
– ¿Cómo fue?
Ellis se inclinó y se frotó las manos con un sonido suave y susurrante.
– Por lo que he oído, ella murió estrangulada. En cuanto al niño, no lo sé. No hay indicios claros de agresión sexual en ninguno de los casos.
– ¿No has estado en el apartamento?
– No. Se suponía que hoy era mi día libre, pero ahora voy camino de la oficina. El forense está en el lugar del crimen. Por desgracia justo ha coincidido con que se había ido a Portland para asistir a una boda.
Me puse en pie y me acerqué a la ventana. Fuera, el viento agitaba los árboles y dos carboneros de capucha negra volaban a gran altura.
– ¿Crees que Billy Purdue mató a su propio hijo y a su ex mujer? -pregunté.
– Es posible. No sería el primero en hacer algo así. Rita nos telefoneó hace tres noches para decirnos que Billy rondaba la casa y que estaba gritando, muy borracho, pidiéndole que lo dejara entrar. Enviamos un coche y lo encerramos para calmarle los ánimos un poco; luego le dijimos que no se acercara a ella o lo meteríamos en la cárcel. Quizá decidió que no iba a permitir que lo abandonara, al precio que fuese.
Moví la cabeza en un gesto de negación.
– Billy no haría una cosa así -aseguré, pero incluso al decirlo me asaltaron ciertas dudas. Recordé aquel brillo rojo en sus ojos, y que prácticamente me había asfixiado en la caravana, y la convicción de Rita de que haría cualquier cosa para impedir que lo apartara de su hijo.