Ellis seguía el hilo de mis pensamientos.
– Quizá sí, quizá no -dijo-. Tienes una buena cicatriz en la mejilla. ¿No vas a explicarme cómo te la hiciste?
– Fui a verlo a su caravana, quería sacarle parte del dinero para el mantenimiento del niño. Me amenazó con un bate de béisbol, traté de detenerlo y la situación se me fue un poco de las manos.
– ¿Te contrató ella para conseguir el dinero?
– Lo hice a modo de favor.
Ellis enarcó los labios.
– De favor -repitió, asintiendo con la cabeza-. Y mientras hacías ese… favor, ¿te contó él algo con respecto a su ex mujer? -Se advertía cierto tonillo en su voz.
– Dijo que quería cuidar de Rita, de los dos. Luego me preguntó si me acostaba con ella.
– ¿Qué le dijiste?
– Que no.
– Seguramente es la respuesta correcta en tales circunstancias. ¿Te acostabas con ella?
– No -respondí, y lo miré con severidad-. No, no me acostaba con ella. ¿Habéis encontrado ya a Billy?
– Ha desaparecido. No hay ni rastro de él en la caravana, y Ronald Straydeer no lo ha visto desde anteayer.
– Lo sé. Estuve allí anoche.
Ellis enarcó una ceja.
– ¿Quieres decirme por qué?
Le conté mis encuentros con el bicho raro de la cara pálida en el hotel y posteriormente en el Java Joe's. Ellis sacó su cuaderno y anotó la matrícula del Coupe de Ville.
– Consultaremos la base de datos y a ver qué aparece. ¿Hay algo más que deba saber?
Me acerqué al fregadero y le entregué la bolsa de plástico que contenía el payaso.
– Alguien entró en mi casa anoche mientras dormía. Echó un vistazo, me observó durante un rato y me dejó esto.
Abrí la bolsa y la coloqué en la mesa frente a Ellis. Sacó un guante de pruebas del bolsillo, metió la mano en la bolsa y tocó el payaso de juguete con delicadeza.
– Posiblemente descubrirás que es de Donald Purdue.
Ellis me miró.
– ¿Y dónde estuviste anoche?
– Por Dios, Ellis, no me preguntes eso. -Sentí cómo una intensa ira crecía en mi interior-. No lo insinúes siquiera.
– Cálmate, Bird. No llores si aún no hay motivo. Bien sabes que tengo que preguntártelo, y cuanto antes nos lo quitemos de encima, mejor.
Esperó.
– La tarde la pasé aquí -contesté entre dientes-. Fui a Portland a última hora, estuve en el gimnasio, compré unos libros, tomé un café, me pasé por el apartamento de Rita…
– ¿A qué hora?
Pensé por un momento.
– A las ocho. A las ocho y media como mucho. No me contestó.
– ¿Y después?
– Fui a casa de Ronald Straydeer, volví aquí, leí y me acosté.
– ¿Cuándo encontraste el juguete?
– A eso de las tres. Quizá convenga que mandes a alguien para sacar moldes de las huellas de botas que hay alrededor de la casa. Gracias a la escarcha, las marcas se habrán conservado en el barro.
Asintió.
– Nos ocuparemos de ello. -Se levantó para marcharse, pero de pronto se detuvo-. Tenía que preguntártelo, ya lo sabes.
– Lo sé.
– Otra cosa: la presencia de esto en la casa -levantó la bolsa que contenía el payaso- implica que alguien te tiene en el punto de mira. Alguien ha establecido una relación entre Rita Ferris y tú, y me da la impresión de que sólo hay un candidato posible.
Billy Purdue. Aun así, aquello no encajaba, a menos que Billy hubiese decidido que debía culparme de los sucesos que habían provocado la muerte de su hijo; que, con mi actuación para ayudar a Rita, lo había obligado a obrar de aquella manera.
– Oye, déjame acompañarte por si veo algo que me llame la atención -dije por fin.
Ellis se apoyó contra el marco de la puerta.
– Me han llegado rumores de que solicitaste una licencia de detective privado en Augusta.
Era verdad. Aún me quedaba algo de dinero del seguro de vida de Susan y la venta de nuestra casa, y de algún que otro trabajo que había llevado a cabo en Nueva York, pero suponía que tarde o temprano tendría que ganarme la vida de alguna manera. Me habían ofrecido ya colaborar en el área de los «servicios de información sobre competencia entre empresas», un eufemismo para referirse a la lucha contra el espionaje industrial. Sonaba más interesante de lo que era: un representante comercial sospechoso de vender productos de un competidor incumpliendo un acuerdo de no competencia; sabotaje en la cadena de producción de una compañía de software de South Portland; y filtraciones sobre pujas en la subasta del proyecto de un nuevo complejo de viviendas protegidas en Augusta. Aún dudaba si aceptar o no alguno de estos encargos.
– Sí, me concedieron la licencia la semana pasada.
– Tú vales más que eso. Todos sabemos lo que hiciste, la gente a la que atrapaste. No nos vendría mal contar con alguien como tú.
– ¿A qué te refieres?
– A que, si la quieres, hay una placa esperándote. Pronto quedará una plaza libre en nuestra sección de DCP.
– ¿Contra la propiedad o contra las personas?
– No seas capullo.
– Hace un momento insinuabas que era sospechoso de un doble homicidio. Desde luego, Ellis, eres un hombre voluble.
Sonrió.
– ¿Y bien? ¿Qué me dices?
– Lo pensaré -respondí, asintiendo con la cabeza.
– Piénsalo -dijo-. Piénsalo.
Rita Ferris yacía boca abajo en el suelo de su apartamento, cerca del televisor. Los extremos enrollados de una cuerda le colgaban del cuello, y la punta de una oreja, visible entre los mechones enmarañados de pelo, presentaba un color azul. Tenía la falda remangada casi hasta la cintura, pero las medias y las bragas seguían en su sitio e intactas. Sentí lástima por ella, y algo más: una especie de afecto surgido de un fugaz sentimiento de intensa pérdida. Se me formó un nudo en el estómago y me escocieron los ojos, y noté en la cara, una vez más, su breve caricia, como si me hubiera marcado a fuego con su mano.
Y en aquella pequeña habitación, limpia y ordenada excepto por los juguetes y la ropa, los pañales y los prendedores, la belleza cotidiana del paulatino desarrollo de su hijo, me obligué a sentir los últimos momentos de vida de Rita. Sentí…
Veo: el confuso movimiento al caerle la soga sobre la cabeza, el repentino e instintivo gesto de las manos hacia la garganta para intentar introducir los dedos bajo la cuerda, la breve quemazón en las yemas al no conseguirlo y la cuerda que se estrecha alrededor del cuello.
La lenta asfixia que priva de vida al cuerpo supone una larga agonía. Es un forcejeo terrible y enconado contra el gradual e implacable aplastamiento de la garganta, la destrucción progresiva del cartílago cricoides y la definitiva sentencia de muerte cuando se fractura el frágil hueso hioides.
Siente pánico cuando el pulso se acelera. La presión sanguínea aumenta rápidamente mientras forcejea e intenta tomar aire. Trata de golpear con los pies el cuerpo situado detrás de ella, pero la otra persona se anticipa y aprieta más la cuerda. Se le congestiona la cara, su piel adquiere gradualmente una coloración azul a medida que avanza la cianosis. Los ojos se le salen de las órbitas, echa espuma por la boca y tiene la sensación de que la cabeza va a estallarle por la presión.