A continuación, su cuerpo se sacude en convulsiones y percibe el sabor de la sangre en la boca, la nota manar de la nariz y por encima de los labios. Ahora ya sabe que va a morir y realiza un último y desesperado esfuerzo por liberarse, por salvar a su hijo, pero el cuerpo ya no le responde, la mente se le oscurece y se huele a sí misma mientras la luz se apaga, mientras pierde el control de sus funciones corporales y piensa para sí: «Pero si siempre he sido tan decente…».
– ¿Ha terminado? -dijo una voz. Era el forense, el doctor Henry Vaughan, que hablaba con el fotógrafo de la policía.
Vaughan era un hombre canoso y erudito, filósofo a la vez que médico, y ocupaba el cargo de forense desde hacía veinte años. A ese puesto se accedía por nombramiento y tenía una duración de siete años, lo cual significaba que los gobernadores demócratas, los gobernadores republicanos y los gobernadores independientes habían nombrado, o renombrado, a Vaughan a lo largo de los años. Pronto se retiraría, y al hacerlo dejaría su trastero en Augusta lleno de botes viejos de salsa, mahonesa y cacahuetes, cada uno con una pequeña parte de los restos de alguien. La perspectiva no le disgustaba demasiado: según Ellis, deseaba «más tiempo para pensar».
El fotógrafo tomó una última fotografía del nudo y luego contestó con un gesto de asentimiento. Habían realizado ya los dibujos preliminares y tomado medidas. El técnico pericial responsable de la habitación había concluido su trabajo en torno a los cuerpos y se había dedicado después a la periferia del lugar del crimen. Un par de auxiliares médicos esperaban en un rincón con una camilla, pero se prepararon para intervenir en cuanto Vaughan habló.
– Vamos a darle la vuelta -dijo el forense.
Dos inspectores, ambos con guantes de plástico, se acercaron al cuerpo y, sin pisar la cinta adhesiva que la rodeaba, se colocaron uno junto a las piernas y el otro a la altura del torso mientras Vaughan sostenía la cabeza.
– ¿Listos? -dijo, y a continuación-: Vamos allá.
Dieron la vuelta al cuerpo con delicadeza pero diestramente, y oí a uno de los policías, un hombre musculoso y calvo de más de cuarenta años, musitar:
– Oh, Dios mío.
Rita tenía los ojos desorbitados y llenos de sangre donde los pequeños capilares habían reventado debido a la presión de la cuerda, las pupilas como soles oscuros en un cielo rojo. Tenía las yemas de los dedos azules y la nariz y la boca cubiertas de sangre y espuma seca.
Y los labios, esos labios que me habían besado tiernamente hacía apenas tres noches, que en otro tiempo fueron rojos y atractivos y ahora estaban fríos y azules («Di adiós»), los tenía cosidos con grueso hilo negro, los puntos entrecruzados de arriba abajo en forma de uves irregulares, con un tosco nudo en una comisura para que el hilo no se desprendiese por el agujero mientras se llevaba a cabo el cosido.
Me acerqué y sólo entonces vi al niño. Su cuerpo se hallaba oculto tras el sofá, pero al aproximarme quedaron a la vista primero sus pies pequeños y luego el resto del cuerpo, vestido con un pelele morado del dinosaurio Barney. Tenía sangre en la cabeza, sangre coagulada en el pelo rubio, y había sangre también en el ángulo del alféizar contra el que había impactado el cráneo.
Ellis estaba a mi lado.
– Tiene un moretón en la cara. Suponemos que el autor del asesinato le pegó, quizá porque lloraba, quizá porque se interpuso en su camino. Por la fuerza del golpe, fue a topar contra el alféizar de la ventana y se rompió el cráneo.
Negué con la cabeza al recordar cómo había arremetido el niño contra mí cuando toqué a su madre la otra noche.
– No -dije, y cerré los ojos con fuerza cuando ya no pude resistir el escozor. Me acordé de mi propia hija, perdida ya para siempre, y de los otros niños, cadáveres envueltos en plástico, cadáveres enterrados en un sótano húmedo de Queens, caras pequeñas en tarros, una pequeña legión de desaparecidos en la oscuridad, alejándose en fila, agarrados de la mano, hacia el olvido-. No, no se limitó a llorar. Intentaba salvarla.
Mientras colocaban los cuerpos en bolsas blancas para trasladarlos a Augusta a fin de realizar las autopsias, recorrí el apartamento. Sólo había una habitación, aunque era ancha y alargada y tenía una cama de matrimonio y otra más pequeña con barandillas replegables para Donald. Contenía una cómoda de pino y un armario a juego, así como una caja llena a rebosar de juguetes al lado de una pequeña estantería con cuentos infantiles. En un rincón, junto a un cajón abierto, un técnico espolvoreaba en busca de huellas.
Y al contemplar la ropa apilada en orden en los estantes y los juguetes guardados en la caja, se avivó en mí un recuerdo que me traspasó el corazón. Hacía menos de un año, en nuestra pequeña casa de Hobart Street en Brooklyn, me pasé toda una noche examinando los efectos personales de mi esposa y de mi hija fallecidas, seleccionando, desechando, oliendo los rastros de las dos adheridos a la ropa como fantasmas. Mi Susan y mi Jennifer: su sangre seguía aún en las paredes de la cocina y había marcas de tiza en el suelo donde estuvieron las sillas, las sillas a las que las habían atado y en las que habían sido mutiladas mientras el marido y el padre que debería haberlas protegido empinaba el codo en un bar.
Y el tiempo que pasé en la habitación de Rita pensé: ¿Quién se ocupará de la ropa y la ordenará? ¿Quién palpará el algodón de su blusa, acariciándolo con los dedos hasta que sus huellas queden en la tela como un sello? ¿Quién tomará entre las manos su ropa interior, sus sujetadores de color rosa sin aros (porque sus pechos eran muy pequeños), y los sostendrá con cuidado, recordando, antes de guardarlos para siempre, cómo desprendía los cierres con una sola mano, cómo se deslizaban los tirantes por su propio peso y caían las copas suavemente?
¿Quién alcanzará su barra de labios y deslizará el dedo por el contorno, sabiendo que también ése fue un objeto que ella había tocado, que sólo sus labios habían tocado y que nadie más volvería a tocar?
¿Quién verá las pequeñas huellas de sus dedos en el colorete, o desenredará cuidadosamente cada cabello de su cepillo como si al hacerlo pudiera empezar a reconstruirla de nuevo, trozo a trozo, átomo a átomo?
¿Y quién recogerá los juguetes del niño? ¿Quién hará girar las ruedas de un vistoso camión de plástico? ¿Quién palpará esa nariz chata, los ojos de cristal vidrioso, la trompa en alto de un elefante blanco? ¿Y quién guardará esas pequeñas prendas, esos diminutos zapatos cuyos cordones aún no habían aprendido a atar los infantiles dedos?
¿Quién hará todo eso, esos insignificantes servicios por los muertos, esos actos de evocación más poderosos a su manera que la conmemoración más elaborada? Al despedirse uno de lo que en otro tiempo les perteneció pasan a estar, por un momento, intensa e íntimamente presentes, ya que el fantasma de un niño sigue siendo, pese a todo, un niño, y el recuerdo del amor aún es, incluso al cabo de décadas, amor.
De pie frente al apartamento bajo el frío sol invernal, observé cómo retiraban los cadáveres. Según Vaughan, no llevaban muertos más de diez horas, posiblemente menos; la hora exacta de la muerte tardaría aún en determinarse por varias razones, entre ellas el frío en aquel apartamento viejo y mal aislado y las características de la muerte de Rita Ferris. El rigor mortis había aparecido en los pequeños músculos de los párpados, la mandíbula y el cuello y se había extendido gradualmente a los demás músculos de los dos cuerpos, aunque en el caso de Rita Ferris el proceso se había acelerado a causa de los forcejeos previos a la muerte.