El rigor mortis se produce como consecuencia de la desaparición de la fuente de energía necesaria para la contracción muscular, llamada trifosfato de adenosina o TFA. Normalmente el TFA se disipa por completo cuatro horas después de la muerte y deja rígidos los músculos hasta que se inicia la descomposición. Pero si la víctima forcejea antes de morir, la energía procedente del TFA se agota durante el forcejeo y el rigor mortis se propaga con mayor rapidez. Eso debería tenerse en cuenta en el caso de Rita, y por tanto Vaughan suponía que Donald Ferris proporcionaría una estimación más precisa de la hora de la muerte.
Se observaba lividez cadavérica en la parte inferior de ambos cuerpos, donde la fuerza de la gravedad había atraído la sangre, fenómeno que por lo general se produce entre seis y ocho horas después de la muerte; y al presionar en la zona de lividez ésta no se ponía blanca ni cambiaba de tono, puesto que la sangre ya se había coagulado, lo cual significaba que, como mínimo, llevaban muertos cinco horas. Así pues, la franja establecida para la hora de la muerte era sin duda superior a las cinco horas pero con toda seguridad no excedía las ocho o las diez horas. No se apreciaba lividez estática en la espalda de ninguno de los dos cadáveres, y de ahí se desprendía que no los habían movido después de la muerte. Aún vivían cuando yo intenté localizar a Rita la noche anterior. Quizás había ido de compras o de visita. Si la hubiera encontrado, ¿podría haberla prevenido? ¿Podría haberla salvado, haberlos salvado a los dos?
Ellis se acercó a mí, que me había apartado de la muchedumbre de mirones.
– ¿Has visto algo que te llame la atención? -preguntó.
– No -contesté-. Todavía no.
– Si se te ocurre algo, infórmanos, ¿de acuerdo?
Pero hubo otra cosa que captó mi atención al instante. Dos hombres de paisano acreditaron su identidad ante el policía que mantenía a raya a la gente y entraron en el edificio. No necesitaba ver los carnets de sus carteras para saber qué eran.
– Federales -dije.
Los seguía una figura más alta de cabello negro azabache que vestía un traje azul de corte clásico.
– Los agentes especiales Samson y Doyle -informó Ellis-. Y el policía canadiense Eldritch. Ya han estado aquí antes. Supongo que no se fían de nosotros.
Me volví hacia él.
– ¿Hay algo aquí que yo no sepa?
Se metió la mano en el bolsillo y sacó una bolsa para pruebas de plástico transparente. Contenía cuatro billetes de cien dólares, todavía nuevos excepto por un único pliegue central en cada uno.
– Negociemos -propuso Ellis-. ¿Sabes algo de esto?
Era imposible eludir la pregunta.
– Parecen los billetes que Billy Purdue me entregó para Rita como parte del pago para el mantenimiento del niño.
– Gracias -dijo, y se dispuso a marcharse.
Noté que estaba enfadado conmigo, pero no sabía bien por qué.
Alargué la mano y lo agarré por la parte superior del brazo. No pareció gustarle, pero me dio igual. Mi gesto atrajo la atención de dos policías de uniforme, pero Ellis les indicó que se mantuvieran al margen.
– No abuses de mi buen talante, Bird -advirtió, y le echó un vistazo a la mano con que le sujetaba el brazo-. ¿Por qué no me dijiste que te había dado el dinero?
No lo solté.
– Me debes algo -dije-. Antes no tenía forma de saber que el dinero era importante.
– Sólo te estaba poniendo a prueba, supongo -respondió con expresión ceñuda-. ¿Y ahora quieres soltarme el brazo? Se me están durmiendo los dedos.
Retiré la mano y él se frotó el brazo suavemente.
– Veo que sigues yendo al gimnasio. -Eché un vistazo al bloque de apartamentos, pero los federales y el policía canadiense continuaban dentro.
– ¿Te enteraste de aquel asunto en Prouts Neck hace un par de noches? -preguntó.
– Sí, lo vi en las noticias. Un federal americano de origen irlandés, tres italianos y cuatro camboyanos. Una matanza indiscriminada. ¿Por qué me lo preguntas?
– Intervino una persona más. Se llevó por delante a Paulie Block y a Jimmy Fribb con una escopeta de repetición, y no fue eso lo único que se llevó.
– Explícate.
– En el cabo se estaba produciendo un trueque: dinero a cambio de otra cosa. Los federales recibieron un soplo cuando Paulie Block y Chester Nash aparecieron en Portland. Suponen que se trataba de un rescate por alguien que ya estaba muerto. Ayer los hombres de la oficina del sheriff del condado de Norkfolk de Massachusetts desenterraron un cadáver cerca del Larz Andersson Park, una súbdita canadiense llamada Thani Pho. La descubrió un perro.
– Déjame adivinar -le interrumpí-. Thani Pho era de extracción camboyana.
Ellis asintió.
– Por lo visto, era estudiante de primer curso en Harvard; encontraron su bolso al lado. Según los resultados de la autopsia, la violaron y luego la enterraron viva. Tenía tierra en la garganta. En opinión de los federales y ese tal Eldritch, los hombres de Tony Celli secuestraron a la chica, engañaron a los camboyanos y luego se los cargaron ante las mismísimas narices de los federales. La investigación se ha centrado en Boston. A pesar del espectáculo en el cabo, los federales han concentrado toda su atención en Tony Celli. Esos dos agentes están atando precisamente los cabos sueltos.
– ¿Quién pagó el rescate?
Ellis se encogió de hombros.
– En ese punto cerró sus puertas el Departamento de Información Gratuita del FBI, pero hay sospechas de que existe relación entre el trueque y el asesinato de Thani Pho, y si interviene el tal Eldritch, es muy posible que haya por medio intereses canadienses. Estos billetes procedían de un banco de Toronto, y también los billetes que cayeron del maletín con el dinero del rescate en el cabo. El problema es que el resto del dinero ha desaparecido, y ahí entra en juego esa otra persona de la que te hablaba.
– ¿Cuánto?
– Según dicen, dos millones.
Me pasé las manos por el pelo y me masajeé los músculos de la nuca. Billy Purdue: ese tipo era como una bala perdida infernal que rebotaría de una persona a otra y destruiría vidas hasta que se le agotase la energía o lo detuviese algo. Si lo que decía Ellis era cierto, Billy se había enterado de algún modo del pacto de Tony Celli en el cabo, quizás incluso había participado en algún momento, y había decidido sacar tajada, quizá con la esperanza de recuperar a su ex mujer y a su hijo e iniciar una nueva vida en algún sitio, algún lugar donde poder dejar atrás el pasado.
– ¿Aún crees que Billy mató a Rita y a su propio hijo? -pregunté en voz baja.
– Posiblemente -contestó Ellis con un gesto de indiferencia-. No veo a nadie más en perspectiva.
– ¿Y le cosió la boca con hilo negro?
– No lo sé. Si estaba tan loco como para enemistarse con Tony Celli, también podía estarlo como para coser la boca a su ex mujer.
Pero me constaba que Ellis no lo creía. El dinero lo cambiaba todo. Había personas capaces de causar muchísimo daño por echarle el guante a una cantidad así, Tony Celli era una de ellas, sobre todo si, como era probable, consideraba que el dinero era suyo. Sin embargo, los destrozos en la boca de Rita no concordaban. Ni el hecho de que no la hubieran torturado. Su asesino no la mató mientras trataba de sonsacarle algo. La mató porque alguien la quería muerta, y tenía la boca cosida porque esa misma persona quería transmitir un mensaje a quien la encontrase.
Dos millones de dólares: semejante cantidad iba a desencadenar una avalancha de problemas, y detrás estarían Tony Celli y, quizá, la gente a quien él había intentado engañar. Era un verdadero lío. Por entonces yo aún no lo sabía, pero el dinero había atraído también a otras personas, a individuos deseosos de asegurárselo para sus propios fines, a quienes no preocupaba tener que matar para conseguirlo.