Pero Billy Purdue, con sus actos, había atraído a alguien más, a alguien a quien no le importaban ni el dinero, ni la mafia de Boston, ni un niño muerto ni una mujer joven que pretendía rehacer su vida. Había vuelto para reclamar algo que creía suyo, y para vengarse de todos aquellos que lo habían mantenido alejado de lo que le pertenecía, y que Dios auxiliase a cuantos se interpusieran en su camino.
El invierno había llegado aullando desde el norte, y ese individuo había llegado con él.
7
Cuando Ellis se marchó, permanecí allí inmóvil durante un rato, planteándome si dejar o no a la policía que hiciera su trabajo. En lugar de irme sin más, volví a entrar en el edificio y subí a la tercera planta. La puerta del apartamento cinco estaba recién pintada de un amarillo intenso y alegre, y pequeñas manchas de pintura salpicaban el número de latón. Llamé suavemente con los nudillos y la puerta se abrió tanto como permitía la cadena. En el hueco apareció una cara pequeña y oscura más o menos a un metro veinte del suelo, tenía el rostro enmarcado por rizos negros y los ojos grandes e inquisitivos.
– Apártate de ahí, hija -dijo una voz, y enseguida una figura más alta y de piel más oscura llenó el hueco.
Percibí el parecido entre los dos rostros casi al instante.
– ¿Señora Mims? -pregunté.
– Señorita Mims -corrigió-. Y acabo de hablar con un agente de policía no hace ni veinte minutos.
– No soy policía, señora. -Le enseñé mi documentación. Ella la examinó detenidamente sin tocarla, y su hija, de puntillas, la imitó. A continuación, volvió a mirarme a la cara-. Le recuerdo. Usted estuvo aquí hace un par de noches.
– Así es. Conocía a Rita. ¿Puedo entrar un momento?
Se mordisqueó el labio inferior. Por fin asintió y cerró la puerta. Oí que retiraba la cadena y al cabo de un momento abrió de par en par, dejando a la vista una habitación luminosa de techo alto. El sofá, azul y adornado con tapetes amarillos, descansaba directamente sobre el suelo barnizado, sin alfombras. A ambos lados de una chimenea de mármol vieja y manchada se alzaban dos estanterías repletas de libros encuadernados en rústica, y junto a la ventana, al lado de un combo televisor y vídeo, había un aparato estéreo portátil. La habitación olía a flores y, a la derecha, daba a un pasillo corto que cabía suponer conducía al dormitorio y al cuarto de baño, y a la izquierda, a una cocina pequeña y limpia. Las paredes estaban recién pintadas de amarillo pálido, de modo que la habitación parecía bañada por el sol.
– Tiene una casa agradable -comenté-. ¿Ha hecho todo esto usted sola?
La mujer asintió con la cabeza, orgullosa a su pesar.
– Yo la ayudé -saltó la niña. Tenía ocho o nueve años y ya se veía en ella el germen de una belleza que al final eclipsaría la de su madre.
– Tendrás que empezar a ofrecer tus servicios -dije a la niña-. Sé de gente que pagaría un montón por un trabajo de esta calidad. Incluido yo.
La pequeña rió tímidamente y su madre tendió la mano y la abrazó con ternura.
– Hija, ahora vete a jugar un rato mientras hablo con el señor Parker.
La niña obedeció. Al salir al pasillo, lanzó una mirada fugaz e inquieta por encima del hombro. Le sonreí para tranquilizarla, y ella me devolvió la sonrisa.
– Es una niña preciosa -comenté.
– Ha salido a su padre -contestó con marcado tono sarcástico.
– Lo dudo. ¿Anda por aquí?
– No. Era un hijo de puta y no servía para nada, así que lo eché a patadas. Lo último que supe de él es que se había convertido en una carga para la economía de Nueva Jersey.
– El mejor sitio para él.
– Ahí le doy la razón. ¿Quiere un café? ¿Un té?
– Un café no me vendría mal -contesté. En realidad no me apetecía, pero supuse que distendería un tanto la situación. La señorita Sims parecía una mujer de armas tomar. Si decidía no cooperar, una quilla de acero no bastaría para romper el hielo.
Al cabo de unos minutos salió de la cocina con dos tazas, las colocó cuidadosamente sobre unos posavasos en una mesita de pino y volvió a la cocina a por la leche y el azúcar. Cuando regresó, nos sentamos. Le temblaba la mano con que sostenía la taza. Advirtió que la miraba y levantó también la mano izquierda para sujetar la taza con firmeza.
– No es fácil -comenté-. Cuando ocurre una cosa así, tiene el mismo efecto que una piedra en una piscina. Con las ondas, todo se agita.
Ella asintió.
– Ruth me ha estado preguntando. No le he dicho que han muerto. Aún no sé cómo voy a explicárselo.
– ¿Conocía bien a Rita?
– La conocía un poco. La conocía más por lo que se contaba de ella. Había oído hablar de su marido, y sabía que casi los mató en un incendio. -Hizo una pausa-. ¿Cree usted que esto lo ha hecho él?
– No lo sé. Según he oído, había rondado por aquí últimamente.
– Yo lo vi vigilar la casa una o dos veces. Se lo dije a Rita, pero ella sólo avisó a la policía la última vez, cuando él se emborrachó como una cuba. El resto del tiempo, por lo visto, prefería dejarlo en paz. Me parece que lo compadecía.
– ¿Estaba usted aquí anoche?
Ella asintió y guardó silencio por un instante.
– Me acosté temprano… Cosas de mujeres, ya sabe. Me tomé dos Tylenol y un trago de whisky, y no me he despertado hasta esta mañana. Al bajar, he visto abierta la puerta del apartamento de Rita, he entrado y me los he encontrado. No he podido evitar pensar que si no hubiera tomado las pastillas, si no hubiera bebido…
Tragó saliva ruidosamente y se esforzó por contener las lágrimas. Desvié la mirada por un momento y, cuando me volví de nuevo hacia ella, parecía haber recobrado la compostura.
– ¿Sabe si había algo o alguien que la inquietase? -proseguí.
De nuevo se produjo un silencio, pero éste fue muy elocuente. Aguardé, pero ella continuó en silencio.
– Señorita Sims… -empecé.
– Lucy-corrigió.
– Lucy -susurré-. Ya nada de lo que digas puede perjudicar a Rita. Si sabes algo que pueda servir para encontrar al culpable de esto, cuéntamelo, por favor.
Tomó un sorbo de café.
– Andaba mal de dinero. Yo lo sabía, porque me lo dijo ella misma. Una mujer la ayudaba, pero Rita no tenía bastante con eso. Yo le ofrecí dinero alguna vez, pero nunca lo aceptó. Me dijo que había encontrado una manera de ganarse unos dólares extra.
– ¿Te dijo cómo?
– No, pero yo le cuidé a Donnie mientras estaba fuera. Fueron tres veces, y siempre me avisaba poco antes. La tercera vez, cuando volvió, noté que había llorado. Parecía asustada, pero no me contó qué le había pasado. Sólo me dijo que no sería necesario que volviese a cuidarle a Donnie, que aquel trabajo no le había salido bien.
– ¿Le has contado eso a la policía?
Negó con la cabeza.
– No sé por qué no lo he dicho. Es sólo que… era una buena persona, ¿entiendes? Simplemente hacía lo que tenía que hacer para llegar a fin de mes. Y si se lo hubiera contado a la policía, se habría convertido en otra cosa, en algo sucio.
– ¿Sabes para quién trabajaba?
Se levantó y salió al pasillo. Oí sus pisadas en el suelo desnudo mientras se alejaba. Cuando apareció de nuevo, llevaba una hoja de papel entre las manos.
– Me dijo que si tenía algún problema con Donnie o con Billy, o si ella no volvía a tiempo, llamara a este número y hablara con este hombre.
Me entregó la hoja. En ella, escritos con la letra pulcra y apretada de Rita Ferris, había un número de teléfono y el nombre de Lester Biggs.
– Lucy, ¿cuándo notaste que había llorado?
– Hace cinco días -contestó ella.