Eso significaba que me había telefoneado el día después en busca de ayuda y dinero para marcharse de Portland.
– ¿Puedo quedarme esto? -pregunté con la hoja en alto.
Ella asintió y me la guardé en la cartera.
– ¿Sabes quién es ese hombre? -preguntó ella.
– Controla un servicio de acompañantes en South Portland -contesté. No tenía sentido suavizarlo. Lucy Sims ya había adivinado la verdad. Por primera vez las lágrimas brillaron en sus ojos; una quedó suspendida de sus pestañas y al cabo de un momento resbalo lentamente por su mejilla. Su hija apareció en el pasillo y corrió hasta su madre para abrazarla con fuerza. Me miró, pero no con expresión acusadora. Sabía que, fuese lo que fuese lo que había ocurrido, yo no tenía la culpa de que su madre estuviese llorando.
Saqué una tarjeta de la cartera y se la entregué a Lucy.
– Telefonéame si te acuerdas de algo más, o simplemente si te apetece hablar. O si necesitas ayuda.
– No necesito ayuda, señor Parker -respondió. En su voz oí el eco del puntapié que mandó a alguien a Nueva Jersey.
– Supongo que no -dije, y abrí la puerta-. Y la mayoría de la gente me llama Bird.
Cuando salí, cruzó la habitación para cerrar la puerta, con su hija abrazada aún a ella.
– Encontrarás al hombre que ha hecho esto, ¿verdad? -preguntó.
Unas nubes pasajeras ocultaron parcialmente el sol invernal, y una sombra empezó a moverse en las paredes detrás de ella. Por un instante la sombra pareció adoptar forma humana, la forma de una mujer joven que atravesaba la habitación, y tuve que sacudir la cabeza para hacerla desaparecer. La imagen permaneció por un segundo; luego, al despejarse el cielo, se desvaneció.
Asentí con la cabeza.
– Sí, lo encontraré.
Lester Biggs controlaba su negocio desde una oficina de Broadway situada encima de una peluquería. Llamé al portero electrónico, y al cabo de unos treinta segundos contestó una voz masculina.
– Vengo a ver a Lester Biggs -dije por el interfono.
– ¿Para qué necesita al señor Biggs? -fue la respuesta.
– Por Rita Ferris. Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado.
No ocurrió nada. Me disponía a llamar otra vez cuando oí el zumbido de la puerta. La abrí de un empujón y me encontré ante una estrecha escalera con moqueta verde descolorida y una ventana pequeña y mugrienta en el descansillo. Subí dos tramos hasta llegar a una puerta abierta que daba a un despacho con vistas a la calle. Cubría el suelo la misma moqueta verde, y había un escritorio con un teléfono, dos sillas de madera sin cojines y un montón de revistas porno en el suelo, junto a pilas de vídeos del mismo género. Contra la pared había tres archivadores. Frente a éstos, bajo las dos grandes ventanas que daban a Broadway, vi una selección de aparatos eléctricos metidos en cajas: hornos microondas, secadores de pelo, electrodomésticos de cocina, estéreos, incluso algún ordenador, aunque ninguno de marcas que yo conociera. Los rótulos de las cajas parecían escritos en cirílico: muy propio de Lester Biggs dedicarse a la compraventa de ordenadores rusos.
Detrás del escritorio, en una butaca de piel, estaba sentado Lester en persona; y a su derecha, en una de las sillas, un hombre con barba, un vientre enorme y bíceps del tamaño de melones. Las nalgas le colgaban por los bordes de la silla como globos llenos de agua.
Lester Biggs era esbelto y ofrecía un aspecto más o menos elegante, si por elegancia se entiende la de un pinchadiscos en la boda de su cuñada. Aparentaba unos cuarenta años y vestía un barato traje a rayas de tres botones, una camisa blanca y una fina corbata rosa. Llevaba el pelo corto en la parte de arriba y largo, con bucles de permanente, por detrás. En la cara lucía un moreno de salón de bronceado y tenía los párpados un tanto caídos, como si la hubieran sorprendido entre el sueño y la vigilia. En la mano derecha sostenía un bolígrafo, con el que, cuando entré, golpeteaba la superficie del escritorio haciendo tintinear su pulsera de oro.
Por lo que se contaba, Biggs no era un mal hombre para lo que corría en su profesión. Empezó con una tienda de aparatos electrónicos usados, había prosperado rápidamente al pasar a la compraventa de artículos robados, y al final comenzó a abarcar otras áreas. El servicio de acompañantes era una de las últimas incorporaciones, en marcha desde hacía seis o siete meses quizá. Por lo que había oído decir, recibía las llamadas, se ponía en contacto con la chica, proporcionaba un coche para llevarla a la dirección acordada y a un tipo -a veces Jim, el hombre corpulento que en ese momento estaba sentado junto a él- para asegurarse de que todo transcurría sin contratiempos. Por eso se quedaba con el cincuenta por ciento. No es que estuviese en una absoluta bancarrota moral, sino sólo en números rojos.
– El famoso detective del pueblo -comentó-. Bienvenido. Toma asiento.
Señaló con el bolígrafo la silla de madera desocupada. Me senté. El respaldo crujió un poco y empezó a ceder, así que me eché hacia delante.
– El negocio prospera, veo.
Biggs hizo un gesto de indiferencia.
– No me va mal. En mi actividad, no sale a cuenta llamar la atención.
– ¿Y esa actividad es…?
– Compro y vendo cosas.
– ¿Personas, por ejemplo?
– Proporciono un servicio. No obligo a nadie a hacer lo que hace. Excepto Jim, aquí presente, nadie trabaja para mí. Trabajan por su cuenta. Yo sólo actúo como mediador.
– Cuéntame en qué consistió tu mediación con Rita Ferris.
Biggs no contestó. Se limitó a revolverse en la butaca para mirar por la ventana, y por fin dijo:
– Ya me he enterado. Lo siento. Era una mujer encantadora.
– Exacto, lo era. Quiero averiguar si su muerte guarda relación alguna con lo que hacía para ti.
Dio un ligero respingo.
– ¿Y qué interés tienes tú en esto?
– Simplemente lo tengo. También tú deberías tenerlo.
Cruzó una mirada con Jim, que se encogió de hombros.
– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó.
– Seguí el rastro del pomo barato.
Biggs sonrió.
– Algunos hombres necesitan ciertos extras para calentarse. Hay gente muy retorcida, y yo doy gracias a Dios diariamente por su existencia.
– ¿Conoció Rita Ferris a alguna de esas personas retorcidas?
Biggs se retrepó en la butaca hasta que el respaldo quedó apoyado contra la pared y me escrutó en silencio.
– Dímelo a mí, o díselo a la policía -advertí-. Estoy seguro de que las brigadas de narcóticos y antivicio charlarían encantadas contigo sobre el carácter de tu mediación.
– ¿Qué quieres saber?
– Háblame del lunes por la noche.
Cruzó otra mirada con Jim y finalmente pareció resignarse a hablar.
– Recibimos una llamada inesperada, sólo eso. Telefoneó un tipo desde el Radisson, el hotel de High Street; quería una chica. Le pregunté si tenía alguna preferencia, y me contestó que la quería baja, rubia, de tetas pequeñas y buen culo. Dijo que le gustaban así. Y ésa era la descripción de Rita tal cual. La llamé, le ofrecí el trabajo y aceptó. Para ella era sólo la tercera vez, pero estaba muy interesada en ganarse un dinero. Pasta por polvo. -Esbozó una sonrisa vacua-. En fin, Jim fue a recogerla, la acompañó, aparcó el coche y esperó en el vestíbulo mientras ella subía a la habitación.
– ¿Qué habitación?
– La novecientos veintisiete. El caso es que Rita baja a los diez minutos, entra corriendo en el vestíbulo, va derecha a Jim y le dice que quiere volver a casa. Jim la lleva a un rincón para intentar calmarla y averiguar qué ha pasado. Según parece, cuando llegó a la habitación, abrió un viejo y la hizo pasar. Rita contó que iba vestido de una manera rara… -Miró a Jim en busca de confirmación.
– Era viejo -corroboró Jim-. Vestía a la antigua, como si el traje fuera de hace treinta o cuarenta años. Olía a naftalina, dijo Rita.