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Por primera vez, Biggs pareció inquieto.

– Según ella, todo era muy extraño. En la habitación no había ropa, ni maletas ni bolsas, nada aparte del viejo con su traje viejo. Y a ella le entró miedo. No sabía por qué, pero aquel viejo la asustó.

– Olía mal -añadió Jim-. Eso me dijo Rita. No mal como los huevos o el pescado podridos, sino mal como si ese hombre tuviese dentro algo podrido, como… Si la maldad tuviese olor, olería así. -Dio la impresión de que lo incomodaban sus propias palabras y empezó a examinarse los dedos.

– Entonces el viejo le pone la mano en el hombro -prosiguió Lester-, y ella quiere salir de allí a toda prisa. Lo empuja, y el viejo se cae en la cama. Rita va a la puerta, pero él la ha cerrado con llave y ella pierde un momento intentando abrirla. Cuando lo consigue, tiene ya al viejo detrás y empieza a gritar. Él le tira del vestido, trata de taparle la boca, y ella le pega otra vez, en la cabeza. Antes de que el viejo se recupere, Rita ya ha abierto la puerta y echa a correr por el pasillo. Oye detrás sus pasos, rápidos y cada vez más cerca. De pronto Rita dobla el recodo y encuentra a un grupo de gente entrando en el ascensor. Llega hasta ellos un segundo antes de cerrarse las puertas y mete el pie en el hueco. La puerta se abre y Rita entra. No ve señales del viejo, pero aún lo huele, y sabe que no anda lejos. Tuvo suerte, supongo. En el Radisson, a ese lado del edificio, hay sólo un ascensor en funcionamiento. Si se le hubiese escapado, el viejo la habría alcanzado, eso desde luego. El ascensor la llevó hasta el vestíbulo, y hasta Jim.

Jim seguía mirándose las manos. Las tenía grandes y surcadas de venas gruesas, con cicatrices en los nudillos. Quizá se preguntaba si Rita Ferris continuaría viva en caso de que él hubiese tenido ocasión de utilizarlos con el viejo.

– Le dije que esperase en el vestíbulo, al lado de la recepción -explicó, retomando la historia-, y subí a la habitación, pero la puerta estaba abierta y dentro no encontré a nadie. Como Rita había dicho, no había maletas, nada. Así que volví a la recepción, les dije que había quedado con un amigo alojado allí, en la habitación novecientos veintisiete. -Apretó los labios y se recorrió una de las cicatrices que tenía en los nudillos con una uña larga-. No les constaba ningún huésped en la habitación novecientos veintisiete -agregó por fin-. La habitación no estaba ocupada. El viejo debía de haber engañado a alguien del personal para entrar. Llevé a Rita al bar, le pedí un coñac y esperé a que se calmase antes de acompañarla a casa. Eso fue todo.

– ¿Se te ocurre alguna manera de informar a la policía acerca de ese individuo?

Biggs negó con la cabeza.

– ¿Cómo voy a hacerlo?

– Tienes un teléfono.

– Tengo un negocio -repuso.

«No por mucho tiempo», pensé. Aunque adoptase cierta pose, Biggs no era más que una moscarda, que se introducía en las vidas de mujeres jóvenes y luego las consumía desde dentro.

– Podría intentarlo otra vez -dije-. Quizá ya lo haya intentado y Rita esté muerta precisamente por eso.

Biggs movió la cabeza en un gesto de negación.

– No, estas cosas pasan. Seguramente ese bicho raro volvió a su casa y se la sacudió.

Por la expresión de su mirada, supe que no se creía sus propias mentiras. A su lado, Jim seguía sin levantar la cabeza. La culpabilidad emanaba de él como una bruma.

– ¿Os dio Rita alguna descripción?

– Ya te lo hemos dicho: viejo, alto, canoso, mal olor. Eso es todo.

Me levanté.

– Gracias. Habéis sido de gran ayuda.

– Estamos a tu disposición -respondió Biggs-. Si alguna vez quieres pasártelo bien, llámame.

– Sí, serás el primero en saberlo.

Cuando salí a la calle, un coche se detuvo ante mí: el coche de Ellis Howard. No parecía muy contento de verme.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó.

– Lo mismo que tú, supongo.

– Hemos recibido un chivatazo anónimo.

– Afortunados vosotros -comenté. Supuse que al final Lucy Mim había sucumbido a su conciencia.

Ellis se frotó la cara con la mano y, al hacerlo, se estiró la piel para abajo y quedó a la vista la rojez bajo sus ojos.

– Aún no has contestado a mi pregunta -insistió-. ¿Cómo sabías que ejercía la prostitución?

– Quizá de la misma manera que tú. No tiene importancia.

– Pero ¿no ibas a decírnoslo?

– Sí, a la larga. Sencillamente no quería que se la etiquetase de fulana, no con la prensa rondando, no sin haber tenido ocasión de averiguar algo más.

– No sabía que fueses tan sentimental -dijo Ellis. No sonreía.

– Tengo mi lado oculto -contesté a la vez que me volvía y me dirigía hacia mi coche-. Ya nos veremos, Ellis.

8

Al salir de la oficina de Lester Biggs, fui al Green Mountain Coffee Roasters de Temple Street, donde me tomé un torrefacto francés con una magdalena y miré pasar los coches por Federal Street. Unas cuantas personas hacían cola para ver películas malas en el cine Nickelodeon, en la puerta contigua, o tomaban el aire en Monument Square. A un paso de allí, Congress Street era un hervidero de gente. La calle había atravesado una mala época cuando los grandes centros comerciales de las afueras impulsaron al pequeño comercio a abandonar la ciudad, pero ahora había restaurantes y estaba también el café-teatro Keystone, y se reinventaba a sí misma como núcleo cultural de Portland.

Aquélla era una ciudad de supervivientes: había ardido dos veces a manos de los indios en 1676 y 1690; una vez más bajo los cañones del inglés Henry Mowatt en 1775 a raíz de una disputa relacionada con la tala de troncos para mástiles, y otra vez en 1866 cuando alguien lanzó un petardo en un astillero de Commercial Street y redujo a cenizas la mitad este de la ciudad. Y sin embargo seguía allí, y seguía creciendo.

La ciudad me producía la misma sensación que la casa de Scarborough: era un lugar donde el pasado permanecía vivo en el presente, donde un hombre podía hallar un hueco siempre y cuando comprendiese que era un eslabón más de la cadena, ya que un hombre desligado de su pasado es un hombre a la deriva en el presente. Acaso fuera ése, en parte, el problema de Billy Purdue. En su vida apenas había conocido la estabilidad. Su pasado estaba formado por una serie de episodios inconexos, unidos sólo por la infelicidad que le causaba su recuerdo. Con hombres como Billy, el matrimonio no solía funcionar porque, en general, cuando una persona infeliz contrae matrimonio, éste suele terminar en dos personas infelices, e incluso en dos personas infelices divorciadas.

Al final llegué a la conclusión de que Billy Purdue probablemente no era de mi incumbencia. Lo que le hubiese hecho a Tony Celli, por la razón que fuese, era un asunto entre Tony y él. Billy era ya un hombre adulto, y sus actos en Ferry Beach indicaban que estaba jugando según las reglas de los adultos. Así pues, si Billy Purdue no era de mi incumbencia, ¿por qué tenía la sensación de que debía salvarlo?

Siguiendo ese mismo razonamiento, Rita y Donald tampoco eran de mi incumbencia, pero yo sentía lo contrario. En su apartamento, con los dos cadáveres tendidos en el suelo, captados brevemente por los destellos del flash de la cámara, percibí una tensión, algo que reconocí de antes, algo que había llegado a mí como un don de otra persona. En la concurrida cafetería, mientras la gente se cobijaba del frío, hablaba de sus hijos, chismorreaba sobre sus vecinos, acariciaba las manos de sus novias, novios o amantes, recorrí suavemente la palma de mi mano derecha con los dedos de la izquierda y recordé un contacto más intenso que el de cualquier amante, y aspiré de nuevo el olor dulzón y embriagador de los pantanos de Louisiana.

Hacía casi ocho meses había estado en la habitación de una anciana ciega llamada Tante Marie Aguillard, una enorme figura de ébano con los ojos sin vida cuya conciencia se movía en la oscuridad de su propia existencia y las existencias de otros. No sabía con certeza qué esperaba de ella, aparte del hecho de que, según decía, oía la voz de una muchacha muerta que la llamaba desde los pantanos. En esos momentos creía que el hombre que había matado a la muchacha quizá fuese también el autor de los asesinatos de mi mujer y de mi hija…, en el supuesto de que la anciana no estuviese loca, o buscase venganza, o sencillamente se sintiese sola y desease llamar la atención.