Sin embargo, cuando me tocó la mano en la habitación en penumbra, me traspasó algo parecido a una sacudida eléctrica y supe que la anciana no mentía, que de algún modo oía llorar a la muchacha" en medio de la vegetación descompuesta y las aguas verdes y profundas, y que Tante Marie había intentado consolarla mientras moría.
Y por mediación de Tante Marie oí también las voces de Susan y Jennifer, tenues pero claras, y me llevé esas voces conmigo, y a la semana siguiente, en un vagón de metro, mi mujer se me apareció por primera vez. Ése fue el don que Tante Marie me hizo: vi y oí a mi esposa y a mi hija muertas, y vi y oí también a otros. Al final, Tante Marie estuvo entre ellos. Ése fue su don, transmitido mediante el contacto de una mano, y aún me resultaba imposible explicarlo.
Pienso que tal vez sea una suerte de empatia, la capacidad de experimentar el sufrimiento de quienes nos han sido arrebatados dolorosa y brutalmente, sin misericordia. O quizá lo que experimento sea una forma de demencia, fruto de la aflicción y la culpabilidad; quizá soy un perturbado, y en mi trastorno he imaginado mundos alternativos donde los muertos les exigen reparación a los vivos. No lo sé con seguridad. Lo único que puedo afirmar es que quienes están ausentes cobran presencia por medio de esa facultad.
Ahora bien, ciertos dones son peores que maldiciones, y el lado siniestro de este don es que ellos lo saben: las almas perdidas, las rezagadas, aquellos que no deberían habernos sido arrebatados pero lo han sido, los inocentes, los fantasmas atormentados y en pugna, las filas de los muertos, cada vez más numerosas. Todos ellos lo saben.
Y vienen.
A pesar de mis dudas, esa tarde fui de bar en bar hablando con quienes habían conocido a Billy Purdue, quienes podían tener alguna idea de adónde había ido. En algunos casos el Departamento de Policía de Portland se me había adelantado, lo cual implicaba, por lo general, que me deparaban una acogida más bien fría. Nadie podía, o quería, decirme nada, y yo casi había abandonado toda esperanza cuando topé con James Hamill.
Supuse que el árbol genealógico de Hamill no tenía muchas ramas. Era un facineroso raquítico, cincuenta y cinco kilos de resentimiento, de ira reprimida y mentalidad retrógrada, la clase de individuo que no le hacía un favor a nadie si podía evitarlo. Hamill ocupaba una posición muy baja en la cadena alimenticia: donde él habitaba, se lo comían todo crudo.
Jugaba solo en los billares Old Port de Fore Street cuando di con él. Estaba preparando el taco con la visera de la gorra de béisbol echada hacia atrás y el ralo bigote enarcado en un gesto de concentración. Erró el tiro y juró con estridencia. Habría fallado aun cuando la bola hubiese sido de hierro y la tronera hubiese estado imantada. Sencillamente, Hamill era esa clase de persona.
En Gritty McDuff's alguien me había dicho que de vez en cuando Hamill andaba con Billy Purdue. No entendía por qué. Quizá Billy necesitaba estar acompañado de alguien a cuyo lado, en comparación, pareciese guapo.
– ¿James Hamill? -pregunté.
Se rascó el culo y me tendió la mano. Su sonrisa era la pesadilla de un dentista.
– Encantado de conocerte, quienquiera que seas. Y ahora piérdete.
Siguió con su partida.
– Busco a Billy Purdue.
– Ponte en la cola.
– ¿Alguien más ha preguntado por él?
– Prácticamente todo el mundo con uniforme y una placa, por lo que he oído. ¿Eres poli?
– No.
– ¿Detective? -preguntó a la vez que hacía retroceder el taco lentamente con el propósito de meter una bola listada en la tronera central.
– Supongo.
– ¿Eres el que Billy contrató?
Levanté la bola listada y la blanca fue derecha a la tronera.
– ¡Eh! -exclamó Hamill-. Devuélveme la bola. -Habló como un niño pequeño y malcriado, aunque sospeché que no sería nada fácil inducir a una madre a reconocer a Hamill como hijo propio.
– ¿Billy Purdue contrató a un investigador privado? -pregunté. Me delató el tono de voz, ya que en el rostro de Hamill la expresión de profunda desdicha dio paso a una mirada de codicia.
– ¿A ti qué te importa?
– Me interesa hablar con cualquiera que pueda ayudarme a localizar a Billy. ¿Quién es el detective? -insistí. Si Hamill se negaba a contestar, seguramente bastarían unas cuantas llamadas para enterarme, en el supuesto de que quienquiera que Billy hubiese contratado estuviera dispuesto a admitir que había trabajado para él.
– No me gustaría meter en problemas a mi amigo -dijo Hamill frotándose el mentón en un vago remedo de expresión pensativa-. ¿De qué lado estás?
– Trabajé para su ex mujer.
– Está muerta. Espero que te pagase por adelantado.
Sopesé la bola de billar y contemplé la posibilidad de lanzársela a la cabeza. Hamill adivinó mis intenciones.
– Oye, necesito algo de pasta -dijo con mejores modales-. Dame algo y tendrás el nombre.
Saqué la cartera y puse veinte dólares en la mesa.
– Joder, veinte pavos -prorrumpió Hamill-. Eres todo un Jack Benny sin carcajadas de fondo. Va a salirte más caro.
– Te daré más, pero antes quiero el nombre.
Hamill se lo pensó un momento.
– No sé cómo se llama de nombre, pero el apellido es Wildon o Wifford o algo así.
– ¿Willeford?
– Sí, sí, eso. Willeford.
Le di las gracias con un gesto de asentimiento y me marché.
– ¡Eh! ¡Eh! -gritó Hamill, y oí el roce de sus zapatillas contra el suelo a mis espaldas-. ¿Y mi plus?
Me volví.
– Perdón, me olvidaba. -Puse una moneda de diez centavos encima del billete y le guiñé el ojo a la vez que dejaba la bola en la mesa-. Esto por el chiste sobre la ex mujer. Que lo disfrutes con salud.
Me encaminé hacia la escalera.
– Oye, Donald Trump -gritó Hamill mientras me alejaba-. Vuelve pronto, eh.
Marvin Willeford no estaba en su oficina, un simple despacho con un solo escritorio encima de un restaurante italiano y enfrente de la terminal de transbordadores Casco Bay, pero una nota escrita a mano pegada a la puerta informaba de que se había ido a comer: una comida larga, obviamente. Pregunté en el restaurante que solía frecuentar Willeford y el camarero me facilitó el nombre de un bar del puerto, el Sail Loft Tavern, en la esquina de las calles Commercial y Silver.
En los siglos XVIII y XIX, el puerto de Portland era un boyante centro pesquero y naviero. Por aquel entonces se amontonaba en los muelles madera con destino a Boston y a las Antillas. Pronto volvería a haber allí madera, pero ahora destinada a China y Oriente Próximo. Entretanto la reurbanización de la zona portuaria, la construcción de nuevos bloques de apartamentos y tiendas para atraer a los turistas y a los jóvenes profesionales seguía siendo un tema controvertido. Es difícil que las actividades de un puerto se desarrollen debidamente cuando hay gente alrededor vestida con sandalias y camisetas de estampado desteñido fotografiándose y comiendo cucuruchos. El Sail Loft parecía una vuelta a los viejos tiempos, la clase de establecimiento donde algunos se sentían como en casa.
Conocía a Willeford de vista, pero nunca había hablado con él y apenas sabía algo de su pasado. Parecía más viejo de lo que recordaba cuando lo encontré junto a la barra en penumbra viendo un partido de baloncesto en diferido en un televisor rodeado de caballitos y estrellas de mar colgados de las paredes. Calculé que debía de rondar los sesenta años. Carrilludo y calvo, tenía unos cuantos mechones de cabello blanco dispuestos de través en el cráneo como algas marinas adheridas a una roca y la piel pálida, casi traslúcida, con una red de finas venas en las mejillas, y la nariz roja y bulbosa salpicada de cráteres igual que un mapa en relieve de Marte. Sus facciones parecían desdibujadas e imprecisas, como si se disolvieran lentamente en el alcohol que corría por su organismo, como si estuviera convirtiéndose poco a poco en una versión borrosa de su forma original.