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Sostenía una cerveza en la mano, y enfrente había un vaso de whisky vacío y los restos de un bocadillo y unas patatas fritas en un plato. Sin embargo, no estaba repantigado junto a la barra, sino muy erguido, con la espalda ligeramente apoyada en el respaldo del taburete.

– Hola -saludé a la vez que tomaba asiento junto a él-. ¿Marvin Willeford?

– ¿Le debe dinero? -preguntó Willeford sin apartar la mirada del televisor.

– Todavía no -contesté.

– Bien. ¿Le debe usted dinero a él?

– Todavía no -repetí.

– Lástima. No obstante, yo que usted mantendría las cosas así. -Se volvió hacia mí-. ¿En qué puedo ayudarle, joven?

Resultaba extraño que lo llamaran a uno «joven» a los treinta y cuatro años. Casi sentía el impulso de enseñar algún documento de identidad.

– Me llamo Charlie Parker.

Reconoció el nombre con un gesto de asentimiento.

– Conocí a su abuelo, Bob Warren. Era un buen hombre. He oído rumores de que quizá se meta usted en mi terreno, Charlie Parker.

Me encogí de hombros.

– Quizás. Espero que haya trabajo suficiente para los dos. ¿Me permite que le invite a una cerveza?

Apuró el vaso y pidió que se lo rellenaran. Yo tomé café.

– «El viejo orden cambia y da lugar a uno nuevo» -dijo Willeford con tristeza.

– Tennyson -dije.

– Me alegra ver que aún queda algún romántico -comentó con una sonrisa de aprobación. En la vida de Willeford no todo eran largas comidas en un bar a oscuras. Así suele ocurrir con las personas como él. Sonrió de nuevo y brindó con su nueva cerveza-. Bueno, joven, al menos no es usted un absoluto ignorante. Vengo a este bar desde hace muchos años, ¿sabe? Miro alrededor y me pregunto cuánto tiempo seguirá en pie ahora que están construyendo apartamentos de lujo y tiendas elegantes en el puerto. A veces pienso que debería encadenarme a una barandilla en señal de protesta, sólo que tengo mal la cadera y con el frío me entran ganas de mear. -Movió la cabeza en un gesto de pesar-. ¿Y qué le trae por mi despacho, joven?

– Tenía la esperanza de que me hablase de Billy Purdue.

Apretó los labios mientras tragaba el sorbo de cerveza que tenía en la boca.

– ¿Es por un asunto profesional o personal? Porque si es personal, simplemente estamos aquí charlando, ¿entendido? Pero si es profesional, uno tiene su ética, tiene su deber de confidencialidad con el cliente, tiene sus métodos secretos; aunque…, y ahora hablo a título personal, compréndame…, si quiere quedarse a Billy Purdue como cliente, es usted muy libre. Carecía de algunas de las cualidades básicas que busco en un cliente, como por ejemplo dinero. Pero, por lo que ha llegado a mis oídos, más que un detective necesita un abogado.

– Digamos que es personal, pues.

– Personal es, sin duda. Me contrató para localizar a sus padres naturales.

– ¿Cuándo?

– Hará un mes o algo así. Me pagó doscientos cincuenta por adelantado, en billetes de uno y de cinco, sacados directamente de la hucha, pero ya no pudo pagar más, así que lo dejé estar. No le hizo mucha gracia, pero los negocios son los negocios. Además, ese chico traía más complicaciones que una artritis.

– ¿Hasta dónde llegó?

– Bueno, di los pasos habituales. Solicité a las autoridades estatales información no identificadora, ya sabe, las edades de los padres, las profesiones, los lugares de nacimiento, la raza. No conseguí nada de nada, cero. Al chico lo encontraron bajo una hoja de col.

– ¿No tenía partida de nacimiento?

Levantó las manos en un gesto de fingido asombro y luego tomó otro gran trago de cerveza. Calculé que en tres tragos se acababa un vaso. Acerté.

– Verá, fui hasta Dark Hollow. Ya sabe dónde está, ¿no? Al norte de Greenville.

Asentí.

– Tenía otro asunto pendiente cerca del lago Moosehead -continuó-, y pensé que podía hacerle un favor a Purdue y llevar a cabo parte de su investigación durante el tiempo de otro cliente. El último padre de acogida que tuvo vive por allí, aunque ahora ya es viejo, más viejo que yo. Se llama Payne, Meade Payne. Me contó que, por lo que él sabía, la adopción de Billy Purdue se llevó a cabo por canales privados, organizada por mediación de cierta mujer de Bangor y las hermanas de Santa Marta. -Santa Marta me sonaba de algo, pero no recordaba de qué. Willeford pareció percibir mis esfuerzos-. Santa Marta -repitió-. El sitio donde se mató aquella anciana hace unos días, la que se escapó. Antes Santa Marta era un convento, y las monjas acogían a mujeres que habían acabado mal, ya me entiende. Pero ahora todas las monjas han muerto o han tenido que retirarse a causa del Alzheimer, y Santa Marta es una residencia privada para la tercera edad, del más bajo nivel. Huele a orina y verdura hervida.

– ¿No hay datos, pues?

– Nada. Consulté las carpetas que quedaban, que no eran muchas. Mantenían un registro de nacimientos y conservaban copia de los documentos pertinentes, pero nada correspondía a Billy Purdue. Su caso no pasó por los archivos o, si pasó, alguien se aseguró de ocultar el rastro. Al parecer, nadie sabía por qué.

– ¿Habló con esa mujer, la que organizó la adopción?

– Lansing. Cheryl Lansing. Sí, hablé con ella. También es vieja. Dios mío, incluso sus hijos empezaban a ser ya viejos. Tengo la sensación de que sólo me encuentro con viejos, clientes viejos, personas viejas. Creo que necesito hacer amigos jóvenes.

– Eso dará que hablar a la gente -comenté-. Acabará teniendo mala fama.

Se echó a reír.

– ¿Es posible tener una amante joven sin dinero?

– No lo sé. Puede intentarlo, pero dudo que llegue muy lejos.

Asintió y se terminó la cerveza.

– Ése ha sido mi problema toda la vida. Hasta los muertos se comen más roscas que yo.

Así pues, Cheryl Lansing era la mujer que había organizado la adopción de Billy Purdue. Obviamente, su interés en él no era sólo profesional si aún intentaba ayudar a la ex esposa y el hijo de Billy tres décadas después. Recordé la bolsa de ropa, la caja de comida y el pequeño fajo de billetes en la mano de Rita Ferris. Cheryl Lansing me había parecido una mujer agradable. La noticia de las dos muertes debía de haberle dolido, pensé.

Pedí otra cerveza para Willeford y me dio las gracias. Estaba ya bastante achispado. Me sentí una gran persona emborrachándolo tanto que ya no podría trabajar durante el resto del día, y sólo para que yo satisficiera mi deseo de iniciar una cruzada.

– ¿Y qué más sabe de Cheryl Lansing? -insistí.

– Bueno, no quería hablar de Purdue. Por más que le pregunté, no sirvió de nada. Sólo me dijo que la mujer era del norte, que organizó la adopción a modo de favor a las hermanas, que ni siquiera sabía cómo se llamaba la madre. Por lo visto, Cheryl Lansing ganaba algún dinero actuando como mediadora en las adopciones al servicio de las monjas y les entregaba una parte de los ingresos, pero en este caso en particular intervino de manera desinteresada. Sí tenía una copia de una partida de nacimiento, pero los padres aparecían con seudónimo. Supuse que el nacimiento había quedado registrado en algún sitio.

– ¿Y qué hizo?

– Bueno, a través de Payne y los documentos oficiales, averigüé que la mayoría de los padres de acogida de Billy Purdue eran también del norte. Lo más al sur que llegó fue Bangor, hasta que se marchó a Boston cuando ya tuvo edad suficiente. Así que hice preguntas, puse avisos con fechas de nacimiento aproximadas. Incluso publiqué un anuncio en algún que otro periódico local, y luego me senté a esperar. En todo caso, para entonces el dinero se había acabado y no veía manera de que Purdue consiguiera más.