»Un día recibí una llamada en la que me decían que debía hablar con una mujer de la residencia de ancianos de Dark Hollow, con lo cual Santa Marta volvió a ocupar el centro de atención. -Hizo una pausa y tomó un largo trago de cerveza-. Informé a Billy de que quizá tenía una pista y le pregunté si quería que continuase. Me contestó que no le quedaba dinero, así que le dije que, sintiéndolo mucho, tendría que dar por concluida nuestra relación profesional. Despotricó un poco, me amenazó con destrozarme la oficina si no lo ayudaba. Le enseñé esto. -Se abrió la chaqueta para dejar al descubierto una Colt Python con un largo cañón de ocho pulgadas. Con esa arma, parecía un pistolero entrado en años-. Y se largó.
– ¿Le dio el nombre de la mujer?
– Le habría dado el abrigo que llevaba puesto con tal de librarme de él. Me pareció que era hora de emprender una retirada estratégica. Si me hubiera retirado más deprisa, prácticamente habría ido hacia adelante otra vez.
Tenía el café frío en la taza frente a mí. Me incliné por encima de la barra y lo vacié en un fregadero.
– ¿Se le ocurre dónde puede estar Billy ahora?
Willeford negó con la cabeza.
– Una cosa más -dijo.
Esperé.
– En cuanto a la mujer de Santa Marta, ¿recuerda? Se llamaba señorita Emily Watts, o al menos así se hacía llamar. ¿Le suena de algo ese nombre?
Pensé por un momento pero no recordé nada.
– No lo creo. ¿Tendría que sonarme?
– Es la anciana que murió en la nieve. Un asunto extraño, ¿no le parece?
Recordé entonces la noticia completa. Las muertes de los hombres en Prouts Neck la habían relegado al segundo plano de mi memoria.
– ¿Cree que Billy Purdue fue a verla?
– No lo sé, pero algo la asustó lo suficiente como para inducirla a escapar al bosque y suicidarse cuando intentaron obligarla a volver.
Me levanté, le di las gracias y me puse el abrigo.
– Ha sido un placer, joven. Se parece un poco a su abuelo, ¿sabe? También actúa de manera parecida, y no dará a nadie motivos para arrepentirse de haberle conocido.
Sentí otra punzada de culpabilidad.
– Gracias. ¿Quiere que le lleve a algún sitio?
Movió el vaso para que le sirvieran otra cerveza y, de paso, pidió también un whisky. Dejé diez pavos en la barra para cubrirlo todo, y él levantó el vaso vacío en un gesto de saludo.
– Joven, no voy a ninguna parte.
Estaba oscureciendo cuando salí del bar y me arrebujé en el abrigo para protegerme del frío. El viento soplaba desde el puerto, pasándome sus gélidas manos por el pelo y restregándome la piel con sus dedos helados. Había dejado el Mustang en el aparcamiento de One India, un rincón de Portland con una historia sombría. En One India estuvo emplazado originalmente Fort Loyal, construido por los colonos en 1680. Permaneció en pie sólo diez años, hasta que los franceses y sus aliados nativos lo tomaron y pasaron por las armas a los ciento noventa colonos que se habían rendido. Con el tiempo, la terminal de India Street se levantó en el mismo lugar y se convirtió en el kilómetro cero para Atlantic & Lawrence Railroad, Grand Trunk Railway de Canadá y los Ferrocarriles Nacionales Canadienses cuando Portland era aún un importante nudo ferroviario. En el edificio de One India, ocupado ahora por una compañía de seguros, se veía aún el rótulo de las oficinas de Grand Trunk y Steamship encima de la puerta.
Las vías desaparecieron hace casi tres décadas, pero se había hablado de la reconstrucción de la Union Station en St. John y la reapertura de la línea de Boston para el transporte de pasajeros. Resultaba extraño que cosas del pasado, cuando uno ya las consideraba perdidas para siempre, se resucitaran y reactivaran de nuevo en el presente.
Al acercarme al Mustang vi que la escarcha empezaba a cubrir las ventanas y una bruma que volvía más agudos todos los sonidos flotaba sobre los tinglados y los barcos. Estaba a punto de llegar al coche cuando oí unos pasos detrás de mí. Dispuesto ya a darme la vuelta, con el abrigo abierto y la mano camino de la pistola, noté una presión en la base de la espalda y una voz dijo:
– Déjela. Las manos separadas.
Mantuve las manos en posición horizontal a los lados. Una segunda figura se aproximó renqueando por mi derecha, con el andar alterado por el pie izquierdo ligeramente torcido hacia dentro, y sacó mi pistola de la funda. Era un hombre de corta estatura, quizás un metro sesenta, y poco menos de cincuenta años. Tenía el pelo negro y espeso, los ojos castaños, los hombros anchos bajo el abrigo y el vientre firme. Habría resultado incluso atractivo a no ser por el labio leporino, que le subía casi hasta la nariz como una herida de navaja.
El segundo hombre era más alto y fornido, de cabello largo y oscuro que le caía sobre el cuello de una camisa blanca y limpia. Tenía la mirada severa y la boca adusta en contraste con la vistosa corbata de Winnie The Pooh bien anudada. La cabeza parecía cuadrada, unida a unos hombros anchos y rectangulares por un cuello grueso y musculoso. Se movía como un muñeco en manos de un niño, oscilando de un lado a otro sin flexionar las rodillas. Juntos, formaban una pareja curiosa.
– Caramba, amigos, me parece que ya es un poco tarde para las travesuras de Halloween. -Me incliné con una actitud de complicidad hacia el más bajo-. Y ya conoces el dicho -susurré-: si el viento cambia de dirección, te quedarás con la cara así.
Eran matones de poca monta, pero no me gustaba que la gente anduviese rondando en la bruma y me hincase una pistola en la espalda. Como Billy Purdue hubiera dicho, era de mala educación.
El bajo examinó con experta admiración mi Smith & Wesson de tercera generación.
– Una buena pipa -comentó.
– Devuélvemela y te enseñaré cómo funciona.
Esbozó una extraña y torcida sonrisa.
– Tienes que acompañarnos.
Señaló en dirección a India Street, donde un par de faros acababan de aparecer en la oscuridad.
Eché un vistazo al Mustang.
– Joder -dijo el del labio leporino con una fingida expresión de inquietud en el rostro-. ¿Te preocupa tu coche?
Quitó el seguro de mi pistola, disparó hacia el Mustang y reventaron los neumáticos delantero y trasero del lado del conductor. En algún lugar cercano empezó a sonar la alarma de un coche.
– Ahí tienes -dijo-. Ahora ya nadie va a robártelo. -Recordaré lo que has hecho -contesté. -Aja. Si quieres que te deletree mi nombre, házmelo saber.
El más alto me empujó en dirección al coche, un BMW Serie Siete plateado, que se acercó a nosotros y giró a la derecha a la vez que se abría la puerta trasera. Dentro había otro apuesto demonio con el pelo castaño y corto y un arma apoyada en el muslo. El conductor, más joven que los demás, hacía pompas con un chicle y escuchaba una emisora de rock por la radio. Cuando entré en el coche, empezó a sonar la voz de Bryan Adams cantando el tema Don Juan de Marco.
– ¿Sería posible cambiar de emisora? -pregunté al arrancar.
A mi lado, el del labio leporino me hincó con fuerza el cañón de su pistola.
– Me gusta esta canción -declaró, y tarareó por un momento-. No tienes sensibilidad.
Lo miré. Creo que hablaba en serio.
Fuimos al hotel Regency de Milk Street, el mejor hotel de Portland, un viejo edificio de obra vista en pleno Puerto Antiguo que en otro tiempo albergó un arsenal. El conductor aparcó en la parte de atrás y nos encaminamos hacia la entrada lateral próxima al gimnasio del hotel, donde otro hombre joven con un impecable traje negro nos abrió la puerta antes de avisar de nuestra llegada a través de un micrófono prendido en la solapa. Subimos en ascensor hasta el último piso, donde el tipo del labio leporino llamó respetuosamente con los nudillos a la puerta del fondo a la derecha. Cuando se abrió, me hicieron entrar y me condujeron en presencia de Tony Celli.