El de mayor edad dio una última calada al cigarrillo y lo lanzó a la playa.
– Cuando su amigo acabe de ponerse en ridículo, ¿podríamos comenzar? -preguntó.
– Ya lo ves -dijo Paulie Block a Chester el Alegre-. Así empiezan las guerras.
– Ese Chester es un verdadero gilipollas -dijo Nutley.
La conversación entre los seis hombres les llegaba con absoluta nitidez en el aire frío de la noche. Briscoe movió la cabeza para asentir. Junto a él, Nutley ajustó el zoom de la cámara para enfocar el maletín que sostenía el camboyano, tomó una instantánea y después alejó un poco la imagen para abarcar a Paulie Block, el camboyano y el maletín. Tenían instrucciones de observar, escuchar y grabar. Sin intromisiones. Las intromisiones llegarían más tarde, tan pronto como todo aquello -fuera lo que fuese «aquello», ya que lo único que conocían por el momento era el lugar de encuentro- pudiese relacionarse con Tony Celli en Boston. Un coche con otros dos agentes aguardaba en Oak Hill para ocuparse del Dodge, y un segundo coche seguiría a los camboyanos.
Briscoe tomó un telescopio Night Hawk y lo dirigió hacia Chester Nash el Alegre.
– ¿Ves algo fuera de lo normal en el abrigo de Chester? -preguntó.
Nutley desplazó ligeramente la cámara a la izquierda.
– No -respondió-. Espera. Parece una prenda muy vieja, de unos cincuenta años por lo menos. El tipo no tiene las manos en los bolsillos. Las lleva metidas en unas aberturas bajo el pecho. Una extraña manera de protegerse del frío, ¿no crees?
– Sí-dijo Briscoe-. Muy extraña.
– ¿Dónde está la chica? -preguntó el camboyano de mayor edad a Paulie Block.
Paulie señaló el maletero del coche. El camboyano asintió y entregó el maletín a uno de sus acompañantes. Éste lo abrió y lo sostuvo de cara a Paulie y Chester para que vieran el contenido.
Chester dejó escapar un silbido y exclamó:
– Joder.
– Joder -dijo Nutley-. En ese maletín hay mucho dinero. Briscoe enfocó los billetes con el telescopio. -Caramba, puede que sean unos tres millones. -Suficiente para sacar a Tony Celli del lío en el que ande metido -comentó Nutley.
– Y de unos cuantos más.
– Pero ¿quién hay en el maletero? -preguntó Nutley.
– Bueno, muchacho, eso es lo que hemos venido a averiguar.
El grupo de cinco personas, exhalando vaharadas blancas, avanzaba con cuidado por el accidentado terreno. Alrededor, las copas de los árboles de hoja perenne arañaban el cielo y acogían con las ramas abiertas los copos de nieve. Allí el terreno era rocoso y, a causa de la nieve reciente, estaba resbaladizo y peligroso. Ryley ya había tropezado una vez, se había hecho un rasguño en la espinilla y le dolía. Desde el cielo les llegaba el ruido del motor del Cessna, uno de los aviones de Currier venido del lago Moosehead, y veían que con su foco iluminaba algo frente a ellos.
– Si la nevada arrecia, el avión tendrá que volver -comentó Patterson.
– Ya casi estamos -dijo Ryley-. En diez minutos llegaremos hasta ella.
Ante ellos se oyó un disparo en la oscuridad, y luego otro más. El haz de luz del avión se escoró y empezó a elevarse. La radio de Patterson prorrumpió en una andanada de maldiciones.
– ¡Joder! -exclamó Patterson con expresión de incredulidad-. Les está disparando.
El camboyano siguió a Paulie Block cuando éste se dirigió a la parte trasera del coche. Detrás de ellos, los hombres más jóvenes se abrieron los abrigos y dejaron a la vista unas Uzis que llevaban colgadas de correas al hombro. Todos mantenían la mano en la empuñadura, con el dedo cerca de la guarda del gatillo.
– Ábralo -ordenó el de mayor edad.
– Usted manda -contestó Paulie a la vez que introducía la llave en la cerradura y se disponía a levantar la tapa-. Paulie está aquí para abrir el maletero.
Si el camboyano hubiese escuchado con más atención, se habría dado cuenta de que Paulie Block pronunciaba esas palabras en voz muy alta y clara.
– Son aberturas para armas -dijo Briscoe de pronto-. Aberturas para armas, joder, son eso.
– Aberturas para armas -repitió Nutley-. Dios Santo.
Paulie Block abrió el maletero y retrocedió. Una bocanada de calor recibió al camboyano cuando se acercó. En el maletero había una manta y, debajo, una silueta humana claramente reconocible. El camboyano se inclinó y retiró la manta.
Debajo había un hombre: un hombre con una escopeta de cañones recortados.
– ¿Qué es esto? -preguntó el camboyano.
– Esto es adiós -respondió Paulie Block al tiempo que los cañones detonaban y el camboyano se sacudía por el impacto de las balas.
– ¡Joder! -exclamó Briscoe-. ¡Vamos! ¡Vamos!
Desenfundó su pistola SIG y se precipitó hacia la puerta. Mientras descorría el cerrojo y se adentraba en la noche directo a los dos coches pulsó un interruptor de su auricular para solicitar refuerzos a Scarborough.
– ¿Y la orden de no intromisión? -preguntó Nutley, siguiendo a su compañero.
Aquello no era lo previsto. Aquél no era el desenlace previsto ni mucho menos.
Chester el Alegre se abrió el abrigo y dejó al descubierto los cañones cortos e idénticos de un par de metralletas Walther MPK. Dos de los camboyanos levantaban ya sus Uzis cuando apretó los gatillos.
– Sayonara -dijo Chester, y una amplia sonrisa se dibujó en sus labios.
Las parabellum de nueve milímetros acribillaron a los tres hombres, y, al hacerlo, perforaron la piel del maletín, la cara lana de sus abrigos, la inmaculada blancura de sus camisas y el fino caparazón de su piel. Hicieron añicos los cristales, atravesaron el metal del coche, agujerearon el vinilo de los asientos. En menos de cuatro segundos Chester vació las sesenta y cuatro balas en los tres hombres, que quedaron hechos un guiñapo y desmadejados; la sangre caliente que manaba de sus cuerpos se mezcló con la delgada capa de escarcha del suelo. El maletín había caído cara abajo y algunos de los compactos fajos se habían desparramado.
Chester y Paulie vieron lo que habían hecho y les pareció bien.
– Bueno, ¿a qué esperas? -dijo Paulie-. Recojamos el dinero y larguémonos de aquí.
Detrás de él, el hombre de la escopeta, llamado Jimmy Fribb, salió del estrecho maletero y, mientras estiraba las piernas, le crujieron las articulaciones. Chester insertó un nuevo cargador en una de las MPK y echó la otra en el maletero del Dodge. Cuando se agachaba para recoger el dinero, oyó las dos voces casi al unísono.
– Agentes federales -dijo la primera-. Manos arriba.
La otra voz sonó menos lacónica y menos cortés, pero a Paulie Block, curiosamente, seguro que le resultó familiar.
– Apartaos del puto dinero -ordenó- si no queréis que os vuele las putas cabezas.
En un claro, la anciana miraba el cielo. La nieve le caía sobre el cabello, los hombros y los brazos extendidos, con el arma en la mano derecha y la izquierda abierta y vacía. Al intentar sobreponerse al excesivo esfuerzo para su envejecido cuerpo, boqueaba y respiraba entrecortadamente. Pareció no advertir la presencia de Ryley y los otros hasta que se hallaron a unos diez metros de ella. La enfermera se quedó atrás. Ryley, pese a las objeciones de Patterson, tomó la delantera.
– Señorita Emily -dijo con delicadeza-. Señorita Emily, soy yo, el doctor Ryley. Hemos venido para llevarla a casa.
La anciana lo miró, y Ryley sospechó, por primera vez desde que salieron en su busca, que la anciana no estaba loca. Lo observaba con expresión serena y casi sonrió cuando él se aproximó.
– No pienso volver -repitió ella.
– Señorita Emily, hace frío. Se morirá aquí a la intemperie si no viene con nosotros. Le hemos traído unas mantas y ropa de abrigo, y tengo un termo con caldo de pollo. Cuando haya entrado en calor y se encuentre a gusto, la llevaremos a casa sana y salva.