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Tony estaba sentado en un enorme sillón con los pies descalzos apoyados en un escabel a juego. Llevaba calcetines negros de seda, pantalón gris perfectamente planchado, camisa azul listada con cuello blanco y una corbata de color rojo oscuro con un intrincado dibujo de espirales negras; en los puños blancos se advertían reflejos dorados. Iba recién afeitado y peinado con raya. Tenía el pelo negro, los ojos castaños -bajo unas cejas finas y depiladas-, la nariz larga e indemne, la boca un poco blanda, la barbilla un poco carnosa. No lucía anillos en los dedos, que reposaban entrelazados sobre su regazo. Frente a él, el televisor emitía la información económica del noticiario de la noche. En una mesa, a un lado, había unos auriculares y un detector de micrófonos, señal de que ya habían registrado la habitación en busca de dispositivos de escucha.

Conocía el historial de Tony Celli. Había ascendido en el escalafón desde la nada, controlando tiendas de pornografía y prostitutas en los barrios bajos de Boston, batiéndose el cobre, creándose gradualmente un área de influencia. Recibía dinero de quienes estaban por debajo de él y pagaba buena parte a quienes estaban por encima. Cumplía con sus obligaciones y en la actualidad se le consideraba una apuesta firme para el futuro. Me constaba que había asumido ya ciertas responsabilidades en cuestiones de dinero, pues por lo visto tenía talento para las finanzas, cosa que ahora reafirmaba con su camisa listada y la atención que prestaba a los valores bursátiles que desfilaban al pie de la pantalla.

Calculé que rondaba los cuarenta años. Desde luego no más. Ofrecía un aspecto aceptable. De hecho, parecía la clase de hombre que uno llevaría a casa para presentárselo a su madre si no sospechara que probablemente la torturaría, se la tiraría, y luego echaría los restos al puerto de Boston.

Lo apodaban Tony el Limpio por diversas razones: su apariencia era una de ellas, pero se debía sobre todo a que Tony nunca se ensuciaba las manos. Otras personas habían tenido que lavarse mucha sangre de las manos en su nombre, y habían observado cómo descendía en espiral hacia el desagüe de agrietadas bañeras de porcelana o fregaderos de acero inoxidable, pero sin que una sola gota hubiera manchado jamás una de las camisas de Tony.

En una ocasión oí una anécdota sobre él de principios de los años noventa, cuando aún ajustaba las cuentas a chulos que olvidaban el celo con que Tony defendía su territorio. Un tal Stan Goodman, un promotor inmobiliario de Boston, tenía una casa para los fines de semana en Rockport, un viejo caserón con tejado a dos aguas, un amplio jardín con césped y un roble de unos dos siglos de edad junto a la tapia. Rockport es un lugar precioso y agradable, un pueblo de pescadores en Cape Ann, al norte de Boston, donde aún se puede aparcar por un centavo y el tranvía de Salt Water te lleva de un lado a otro del pueblo por cuatro dólares diarios.

Goodman tenía mujer y dos hijos adolescentes, un chico y una chica, y también a ellos les encantaba la casa. Tony ofreció a Stan Goodman mucho dinero por la propiedad, pero él se negó a vender. Le contó que había pertenecido a su padre y que su padre se la había comprado al dueño original en los años cuarenta. Propuso a Tony el Limpio buscarle algo parecido en las inmediaciones, porque Stan Goodman suponía que, si mantenía buenas relaciones con Tony el Limpio, todo iría bien. Sólo que Tony el Limpio no mantenía buenas relaciones con nadie.

Una noche de junio, alguien entró en la casa de Goodman, mató al perro de un tiro, ató y amordazó a los cuatro miembros de la familia y los llevó a la vieja cantera de granito de Halibut Point. Supongo que Stan Goodman fue el último en morir, después de que asesinaran a su mujer, a su hija y a su hijo colocándoles la cabeza sobre una roca plana y abriéndosela de un mazazo. El suelo estaba encharcado de sangre cuando los encontraron a la mañana siguiente, e imagino que los hombres que los mataron tardaron mucho tiempo en lavarse las manchas de la ropa. Tony Celli compró la casa al mes siguiente. No hubo otras ofertas.

El mero hecho de que Tony estuviera en Portland después de lo ocurrido en Prouts Neck era indicio de que no se andaba con chiquitas. Tony quería ese dinero, lo quería a toda costa y estaba dispuesto a correr riesgos para encontrarlo.

– ¿Has visto las noticias? -dijo por fin. No apartó la vista de la pantalla, pero supe que me dirigía la pregunta a mí.

– No.

Me miró por primera vez.

– ¿No ves nunca las noticias?

– No.

– ¿Por qué no?

– Me deprimen.

– Debes de deprimirte con mucha facilidad.

– Soy muy sensible.

Se quedó callado por un momento, concentrándose de nuevo en la pantalla mientras informaban en detalle sobre la quiebra de un banco de Tokio.

– ¿No ves las noticias? -repitió como si yo acabara de decirle que no me gustaba el sexo o la comida china-. ¿Nunca?

– Como tú dices, me deprimo con facilidad. Me deprime incluso el parte meteorológico.

– Eso es porque vives aquí. Prueba a vivir en California, y el parte ya no te deprimirá tanto.

– Dicen que allí hace sol todo el año.

– Sí, siempre hace sol.

– Entonces me deprimiría la monotonía.

– Da la impresión de que nunca serás del todo feliz.

– Quizá tengas razón, pero intento conservar la alegría.

– Eres tan alegre que empiezas a caerme mal. -Es una verdadera lástima. Pensaba que podríamos pasar un rato juntos, ir al cine quizá.

La información económica terminó. Apagó el televisor pulsando el botón del mando a distancia con un dedo, que claramente había pasado por manos de una manicura, y a continuación me dedicó toda su atención.

– ¿Sabes quién soy? -preguntó.

– Sí, sé quién eres.

– Bien. En ese caso, al ser un hombre inteligente, seguramente ya sabes por qué estoy aquí.

– ¿Para hacer las compras de Navidad? ¿Buscas una casa?

Esbozó una fría sonrisa.

– Lo sé todo de ti, Parker. Eres el que acabó con los Ferrera.

Los Ferrera eran una familia mafiosa de Nueva York, y el énfasis debe ponerse en ese «eran», en pasado. Yo me había visto envuelto en sus asuntos, y las cosas terminaron mal para ellos.

– Se acabaron por sí solos. Yo me limité a mirar.

– No es eso lo que a mí me han dicho. En Nueva York hay mucha gente que se alegraría con tu muerte. Piensan que no tienes respeto.

– No me cabe duda.

– Entonces, ¿por qué no estás muerto?

– ¿Doy luz a un mundo oscuro, quizá?

– Si quieren luz en su mundo, pueden encender una lámpara. Prueba otra cosa.

– Porque saben que mataré a quienquiera que venga a por mí, y luego mataré a quienquiera que lo haya enviado.

– Yo podría matarte ahora. A no ser que seas capaz de volver de entre los muertos, tus amenazas no van a quitarme el sueño.

– Tengo amigos. Te daría una semana, quizá diez días. Después tú también estarías muerto.

Hizo una mueca de terror, y un par de los hombres que lo rodeaban ahogaron una risa.

– ¿Juegas a las cartas? -preguntó cuando acabaron de reírse.

– Únicamente al solitario. Me gusta jugar con alguien en quien pueda confiar.

– ¿Sabes qué significa «joder la baraja»?

– Sí, lo sé -respondí. Joder la baraja era algo propio de jugadores neófitos: echaban a perder las partidas con jugadas estúpidas. Por eso algunos jugadores experimentados no jugaban con aficionados; por mucho dinero que tuviesen, siempre existía la posibilidad de que jodieran la baraja, de tal modo que el riesgo de perder aumentaba hasta el punto de que no merecía la pena apostar.