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– Billy Purdue me jodió la baraja, y ahora creo que quizá tú también estés a punto de jodérmela. Y eso no me conviene. Quiero que lo dejes. Pero primero quiero que me digas lo que sabes de Purdue y a cambio te pagaré para que te marches.

– No necesito dinero.

– Todo el mundo necesita dinero. Puedo pagar todas tus deudas, e incluso hacer desaparecer a otros.

– No debo dinero a nadie.

– Todo el mundo debe algo a alguien.

– Yo no. Estoy libre y limpio de deudas.

– O quizá piensas que tienes deudas que no pueden pagarse con dinero.

– Una observación muy sagaz. ¿Qué significa?

– Significa que me estoy quedando sin métodos razonables para cambiar el rumbo de tus actos, Birdman. -Trazó con los dedos en el aire unas comillas al pronunciar la última sílaba de mi apodo, Birdman, Hombre Pájaro. A continuación bajó la voz y se puso en pie. Incluso descalzo era más alto que yo. Cuando estuvo a unos centímetros de mí, dijo-: Ahora, escúchame. No me obligues a cortarte las alas. Me he enterado de que trabajaste para la ex mujer de Billy Purdue. También me he enterado de que él te dio dinero, mi dinero, para entregárselo a ella. Eso te convierte en un individuo muy interesante, Birdman, porque sospecho que fuiste una de las últimas personas que habló con ellos antes de que cada uno se fuera por su lado. Ahora, ¿quieres contarnos lo que sabes para poder volver a tu pequeña pajarera y pasar la noche hecho un ovillo en la cama?

No desvié la mirada.

– Si supiera algo útil y te lo dijera, la conciencia no me dejaría dormir -contesté-. Y resulta que no sé nada, ni útil, ni inútil.

– ¿Sabes que Purdue tiene mi dinero?

– Ah, ¿sí?

Movió la cabeza con un gesto casi de lástima.

– Vas a obligarme a hacerte daño.

– ¿Mataste a Rita Ferris y a su hijo?

Tony retrocedió un paso y me asestó un puñetazo en el estómago. Lo vi venir y me preparé para el golpe, pero la fuerza bastó para que cayera de rodillas. Mientras intentaba tomar aire, oí cómo amartillaban un arma detrás de mí y noté el frío acero contra el cráneo.

– Yo no mato ni a mujeres ni a niños -dijo Tony.

– ¿Desde cuándo? -repuse-. ¿Desde Año Nuevo?

Alguien me agarró por el pelo y me obligó a ponerme en pie sin apartar el arma de detrás de mi oreja.

– ¡Qué estúpido eres! -exclamó Tony frotándose los nudillos de la mano derecha-. ¿Quieres morir?

– No sé nada -repetí-. Trabajé para su ex mujer a modo de favor, tuve unas palabras con Billy Purdue y me marché. Eso es todo.

Tony el Limpio asintió con la cabeza.

– ¿De qué has hablado con ese borracho en el bar?

– De otra cosa. -Tony preparó de nuevo el puño-. De otra cosa -insistí levantando la voz-. Era amigo de mi abuelo. Sólo quería verlo. Tienes razón, es un borracho. Déjalo en paz.

Tony retrocedió, frotándose todavía los nudillos.

– Si me entero de que me has mentido, tendrás una muerte desagradable, ¿queda claro? Y si eres listo y no sólo te haces el listo, no te meterás en mis asuntos. -Aunque su tono de voz era cada vez más amable, su expresión se endureció cuando volvió a hablar-: Lamento tener que hacerte esto, pero necesito asegurarme de que has entendido nuestra conversación. Si en algún momento crees que tienes algo que añadir a lo que ya me has dicho, gime más fuerte.

Dirigió un gesto con la cabeza a quien estaba detrás de mí, y entonces me obligaron a arrodillarme de nuevo. Me amordazaron e inmovilizaron los brazos a la espalda con unas esposas. Al levantar la vista, vi que el individuo del labio leporino renqueaba hacia mí. Sostenía en la mano una barra metálica negra, y un chisporroteo azul crepitaba de un extremo a otro.

Las dos primeras veces que la picana entró en contacto con mi piel me tumbaron de espaldas. Tendido en el suelo, me sacudí con violentos espasmos apretando la mordaza con los dientes por el dolor. Después de la tercera o cuarta vez perdí el control y destellos azules aparecieron en la negrura de mi mente hasta que por fin las nubes me envolvieron y todo quedó en silencio.

Cuando recobré el conocimiento yacía en la parte de atrás del Mustang de tal forma que los transeúntes no podían verme. Tenía las yemas de los dedos en carne viva y el abrigo brillaba a causa de la escarcha. Me dolía mucho la cabeza, aún me temblaba el cuerpo y tenía sangre seca y restos de vómito a un lado de la cara y en la pechera del abrigo. Olía mal. Con movimientos vacilantes me puse en pie y me palpé los bolsillos. La pistola estaba en uno de ellos, sin cargador, y el teléfono móvil en otro. Pedí un taxi y, mientras esperaba, llamé a un mecánico cercano al puente del Veteran's Memorial para que se ocupara del coche.

Cuando regresé a Scarborough, se me había hinchado notablemente el lado derecho de la cara y tenía pequeñas quemaduras donde la picana me había tocado. Descubrí que también me habían hecho dos o tres brechas en la cabeza, una de ellas profunda. Supuse que el tipo del labio leporino me había asestado un par de puntapiés para mayor seguridad. Me apliqué hielo en la cabeza y me rocié las quemaduras con antiséptico. Luego me tomé un par de calmantes, me puse un pantalón de deporte largo y una camiseta para protegerme del frío e intenté dormir.

No recuerdo qué me despertó, pero, cuando abrí los ojos, la habitación parecía oscilar entre la oscuridad y la claridad, como si el universo se hubiese detenido a tomar aliento al asomar los primeros rayos del sol matutino entre los oscuros nubarrones del invierno.

Y de algún lugar de la casa me llegó un sonido semejante a unos pasos, como si alguien caminara de puntillas por el parquet. Desenfundé la pistola y me levanté. El suelo estaba frío y las ventanas vibraban ligeramente. Abrí la puerta despacio y salí al pasillo.

A mi derecha se movió una silueta. Percibí el movimiento con el rabillo del ojo, de modo que no tuve la certeza de si había visto realmente una silueta o sólo sombras que oscilaban en la cocina. Me volví y me dirigí despacio hacia la parte trasera de la casa. Las tablas del suelo crujieron un poco bajo mis pies.

En ese momento lo oí: la suave carcajada de un niño, una risa alegre, y de nuevo el susurro de unos pasos a mi izquierda. Llegué a la entrada de la cocina con el arma medio en alto y me asomé a tiempo de ver otro movimiento junto al marco de la puerta que comunicaba la cocina con la sala de estar, y de oír otro grito de júbilo infantil por el juego que habíamos iniciado. Estaba seguro de haber visto el pie de un niño, la planta protegida por los extremos de un pelele morado. Y también supe que había visto ese pequeño pie antes, y al recordarlo se me secó la garganta.

Entré en el comedor. Algo pequeño me esperaba más allá de la puerta del fondo. Veía su silueta en la penumbra y la luz de sus ojos, pero sólo eso. Al avanzar hacia allí, la silueta se movió y oí el chirrido de las bisagras de la puerta delantera y el impacto de ésta contra la pared. El viento barrió con ímpetu la casa agitando las cortinas, sacudiendo los marcos y levantando espirales de polvo en el pasillo.

Apreté el paso. Al llegar a la puerta, vislumbré otra vez la pequeña figura, una forma vestida de morado que se agitaba entre los árboles adentrándose cada vez más en la oscuridad. Bajé del porche al jardín y sentí en las plantas de los pies la hierba y las pequeñas piedras que se me clavaban, y cuando algo diminuto con muchas patas me correteó por encima de los dedos me puse rígido. Permanecí en el linde del bosque, y tuve miedo.

Ella me esperaba allí. Estaba inmóvil, oculta tras los árboles y arbustos, su rostro a veces oscurecido por las sombras de las ramas, a veces claramente visible. Tenía los ojos llenos de sangre y el grueso hilo negro zigzagueaba a través de su rostro como la tosca boca de una vieja muñeca de trapo. Sin hablar, me observaba desde el bosque, y detrás de ella la figura de menor tamaño bailaba y corría por la maleza.