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Cerré los ojos y me concentré, intentaba despertarme pero el frío en los pies era real, así como el dolor pulsátil en la cabeza y las risas del niño que el viento arrastraba.

Percibí un movimiento a mis espaldas y algo me tocó el hombro. Hice ademán de volverme, pero la presión en el hombro aumentó y supe que no debía volverme, que no formaba parte del plan que yo viese lo que había detrás de mí. Miré a mi izquierda, hacia donde notaba la presión, y no pude contener el escalofrío que me recorrió de arriba abajo. Cerré los ojos al instante. Pero lo que había visto se había grabado en mi mente como una imagen recortada contra la intensa luz del sol.

Era una mano suave, blanca y delicada, con dedos largos y afilados. Una alianza nupcial resplandecía bajo la extraña luz previa al amanecer.

Bird.

¿Cuántas veces había oído esa voz susurrarme en la oscuridad, preludio de la tierna caricia de una mano cálida, el aliento contra mi mejilla, contra mis labios, sus pechos pequeños contra mi cuerpo, sus piernas como hiedra enroscada en torno a mí? La había oído en momentos de amor y pasión cuando éramos felices juntos, en momentos de ira, rabia y tristeza mientras nuestro matrimonio se desmoronaba. Y la había oído después entre el murmullo de las hojas caídas sobre la hierba y el sonido de las ramas al rozarse entre sí movidas por la brisa otoñal, una voz que venía de muy lejos y me llamaba desde las sombras.

Susan, mi Susan.

Bird.

Ahora sentía la voz más cerca, casi junto a mi oído, pero no notaba el aliento en mi piel.

Ayúdala.

En el bosque, la mujer me observaba con los ojos enrojecidos muy abiertos, sin parpadear.

¿Cómo?

Encuéntralo.

Encontrar ¿a quién? ¿A Billy?

Los dedos me apretaron con más fuerza.

Sí .

No es responsabilidad mía.

Todos son responsabilidad tuya.

Y en los retazos del claro de luna bajo los árboles unas formas giraron y se retorcieron, suspendidas sobre el suelo, sin tocar la tierra con los pies, y sus vientres desgarrados despedían un resplandor húmedo y oscuro. Todos ellos responsabilidad mía. De pronto desapareció la presión en el hombro y noté que ella se alejaba. De entre la maleza, delante de mí, me llegó un sonido, y la mujer que había sido Rita Ferris retrocedió a través de los árboles. Atisbé por última vez una mancha morada que se movía rápidamente más allá de los árboles, y la risa flotó hacia mí como música.

Y vi algo más.

Vi a una niña pequeña de cabello largo y rubio que me miraba con una expresión parecida al amor antes de seguir a su compañero de juegos en la oscuridad.

9

Cuando me desperté, me hallaba en una habitación llena de luz, el sol del invierno penetraba por un hueco entre las cortinas. Me dolía la cabeza, y la mandíbula, de tanto apretar los dientes a causa de las descargas eléctricas, la tenía aún algo rígida y me molestaba. Sólo cuando me incorporé y el dolor de cabeza se agudizó recordé el sueño de la noche anterior, si es que había sido un sueño.

La cama estaba cubierta de hojas y pequeñas ramas, y mis pies, manchados de barro.

Tenía unos cuantos medicamentos homeopáticos que me había recomendado Louis y me los tomé con un vaso de agua mientras esperaba a que el chorro de la ducha saliera caliente. Ingerí una mezcla de fósforo y gelsemio, lo primero para aliviar las náuseas, y lo segundo porque, según Louis, contrarrestaba los temblores. Seguí con un poco de hipérico, en teoría un calmante natural. La verdad es que me sentía como un bicho raro tomándome aquello, pero como no me veía nadie, daba igual.

Preparé una cafetera, me llené la taza y la observé enfriarse en la mesa de la cocina. Tenía el ánimo por los suelos y empezaba a plantearme cambiar de oficio y dedicarme, quizás, a la jardinería o a la pesca de la langosta. Cuando se formó una telilla en la superficie del café, telefoneé a Ellis Howard. Supuse que si había aparecido en el despacho de Lester Biggs, era porque había adoptado una actitud práctica con respecto al caso. Tardó un rato en ponerse al teléfono. Tal vez seguía molesto por el asunto de Biggs.

– Has madrugado mucho -fueron sus primeras palabras.

Lo oí suspirar cuando acomodó su mole en una silla. Oí incluso el chirrido de protesta de la silla. Si Ellis se hubiera sentado sobre mí, yo también habría chirriado.

– Lo mismo digo -comenté-. Espero que te hayas tomado ya el café y los bollos.

– Los míos y los de otro. ¿Sabes que Tony Celli vino ayer a la ciudad?

– Sí. Las malas noticias vuelan. -En especial cuando llegan a tu mandíbula en forma de corriente eléctrica.

– Esta mañana ya ha desaparecido, como si se lo hubiese tragado la tierra.

– Lástima. Pensaba que iba a trasladarse aquí y abrir una floristería.

Al otro lado de la línea oí una mano que cubría el auricular, un ahogado intercambio de palabras y luego un susurro de papeles. A continuación:

– ¿Y para qué has llamado, Bird?

– Quería saber si se ha producido algún avance en cuanto a Rita Ferris, Billy Purdue o aquel Coupe de Ville.

Ellis dejó escapar una risa apagada.

– Nada de nada en cuanto a los dos primeros, pero el tercero es interesante. Resulta que el Coupe de Ville es un coche de empresa, matriculado a nombre de Leo Voss, un abogado de Boston.

Al otro lado de la línea se produjo un silencio. Aguardé hasta caer en la cuenta de que, una vez más, estaba representando supuestamente el papel de personaje serio en una conversación entre un dúo de cómicos.

– Pero… -dije por fin.

– Pero -continuó Ellis- Leo Voss ya no está entre nosotros. Ha muerto. Murió hace seis días.

– ¡Vaya por Dios, un abogado muerto! Ya sólo queda un millón más.

– No perdamos la esperanza -dijo Ellis.

– ¿Se cayó o le empujaron?

– Ésa es la parte interesante. Su secretaria lo encontró y avisó a la policía. Estaba sentado tras su escritorio vestido aún con la ropa de correr…, zapatillas, calcetines, camiseta, pantalón largo de deporte…, y con una botella de agua mineral abierta delante de él.

La primera impresión fue que había tenido un ataque al corazón. Según la secretaria, se encontraba mal desde hacía un par de días. Pensaba que podía tratarse de una gripe.

»Pero, cuando le hicieron la autopsia, encontraron indicios de inflamación en los nervios de las manos y los pies. También había perdido un poco de pelo, probablemente en los dos últimos días. Los análisis de una muestra de pelo revelaron restos de talio. ¿Sabes qué es el talio?

– Sí -respondí.

Mi abuelo lo había utilizado como matarratas hasta que se restringió la venta. Era un elemento metálico, semejante al plomo o al mercurio, pero mucho más tóxico. Sus sales se disolvían en el agua, eran casi insípidas y producían síntomas parecidos a los de la gripe, la meningitis o la encefalitis. Una dosis letal de sulfato de talio, tal vez ochocientos miligramos o más, podía causar la muerte en un plazo de entre veinticuatro y cuarenta horas.

– ¿Y a qué clase de trabajo se dedicaba ese Leo Voss? -pregunté.

– Todo relativamente honrado; en especial derecho de empresa, pero debía de ser bastante lucrativo. Tenía una casa en Beacon Hill, una segunda residencia en el Vineyard, y aún le quedaba un poco de dinero en el banco, supongo que porque era soltero y nadie cargaba abrigos de pieles a su tarjeta de crédito.

Doreen, pensé. Si Ellis hubiera podido permitírselo, habría puesto fotografías de ella en las puertas de las iglesias para prevenir a los demás.