– Siguen buscando en los archivos, pero por lo visto estaba limpio como una patena -concluyó Ellis.
– Lo cual probablemente significa que no lo estaba.
Ellis chasqueó la lengua a modo de reproche.
– Cuánto cinismo en una persona tan joven… Ahora mismo yo también tengo una cosa que decirte: me he enterado de que hablaste con Willeford.
– Así es. ¿Algún problema?
– Podría ser. Ha desaparecido, y empieza a molestarme llegar a un sitio y averiguar que tú ya has pasado por allí antes. Me produce cierta sensación de ineptitud, y ya tengo suficiente de eso en mi propia casa.
Involuntariamente apreté más el auricular.
– Cuando lo vi, estaba sentado en el Sail Loft degustando una copa.
– Willeford no ha degustado una copa en su vida. La bebida no sobrevive en el vaso el tiempo suficiente para degustarla. ¿Te dio la impresión de que planeaba irse a algún sitio, quizá?
– No, en absoluto -contesté. Recordé el interés de Tony Celli en Willeford y se me secó la boca.
– ¿De qué hablasteis?
Guardé silencio por un instante antes de responder.
– Trabajó para Billy Purdue intentando localizar a sus padres naturales.
– ¿En serio?
– En serio.
– ¿Tuvo suerte?
– Creo que no.
Ellis se quedó callado y finalmente dijo con toda claridad:
– No me ocultes información, Bird. No me gusta.
– No te oculto nada. -No era del todo mentira, pero no estoy muy seguro de si podía considerárselo verdad. Aguardé a que Ellis añadiera algo, pero no insistió.
– No te metas en líos, Bird -se limitó a decir antes de colgar.
Acababa de recoger la mesa y estaba en mi habitación calzándome las botas cuando oí detenerse un coche fuera. A través del hueco entre las cortinas vi la parte trasera de un Mercury Sable dorado aparcado a un lado de la casa. Cogí la Smith & Wesson, la envolví en una toalla y salí al porche. Y bajo la fría luz de la mañana oí una voz que decía:
– ¿A quién se le habrá ocurrido plantar tantos árboles? En serio, ¿a quién le sobra tanto tiempo? Yo no tengo tiempo ni para la colada.
Ángel estaba de espaldas a mí, contemplando los árboles que crecían al borde de mi propiedad. Vestía un suéter Timberland de lana, un pantalón marrón de lana y unas botas de color tostado. A sus pies había una maleta de plástico rígido tan abollada y maltrecha como si la hubiesen tirado desde un avión. Un trozo de cuerda de escalada azul y los caprichos de la fortuna la mantenían cerrada.
Ángel respiró hondo y, acto seguido, se dobló como si acabase de darle un ataque de tos. Escupió en el suelo algo grande y repugnante.
– Eso es el aire puro, que te obliga a expulsar la mierda de los pulmones -dije con voz grave, arrastrando las palabras.
De detrás del maletero abierto del coche apareció Louis con una maleta y un portatrajes Delsey a juego. Llevaba un abrigo negro de Boss sobre una resplandeciente chaqueta cruzada de color gris y una camisa negra abotonada hasta el cuello. La cabeza afeitada le relucía. En el maletero abierto, vi un estuche largo de metal. Louis no iba a ninguna parte sin sus juguetes.
– Creo que eso era mi pulmón -dijo Ángel, y con la punta de la bota empezó a hurgar con interés la sustancia que había expulsado del cuerpo.
Verlos me levantó el ánimo. No sabía bien por qué estaban allí y no en Nueva York, pero, fuera cual fuese la razón, me alegré. Louis me echó un vistazo y movió la cabeza en un gesto de asentimiento, que en su caso era lo más aproximado a una expresión de satisfacción.
– ¿Sabes una cosa, Ángel? -dije-. Sólo con plantarte ahí, haces que la naturaleza parezca cochambrosa.
Ángel se dio la vuelta y alzó un brazo en un amplio ademán.
– Árboles. -Sonriendo, movió la cabeza en un gesto de desconcierto-. Muchísimos árboles. No veía tantos árboles desde que me echaron de los Scouts indios.
– Me parece que ni siquiera quiero saber por qué -dije.
Ángel recogió su maleta.
– Cabrones. Y además ya estaba a punto de conseguir la insignia de explorador.
– Dudo mucho que tuvieran insignias para la mierda que tú explorabas -comentó Louis desde atrás-. Una insignia como ésa podía valerle a uno la cárcel en Georgia.
– Muy gracioso -gruñó Ángel-. Eso de que uno no puede ser gay y hacer hombradas es puro mito.
– Ajá. Igual que el mito de que todos los homosexuales visten con ropa bonita y se cuidan la piel.
– Más vale que eso no vaya por mí.
Era una satisfacción ver que ciertas cosas no cambiaban.
– ¿Qué tal va el día? -preguntó Ángel a la vez que me apartaba para hacerse paso-. Y deja la pistola. Vamos a quedarnos te guste o no. Por cierto, estás hecho unos zorros.
– Un traje bonito -comenté a Louis cuando éste siguió a Ángel.
– Gracias -contestó-. Y recuerda: no existe un hermano sin gusto, sólo un hermano sin dinero.
Me quedé en el porche un momento, sintiéndome como un tonto con la pistola envuelta en una toalla. A continuación, concluyendo que obviamente el asunto estaba decidido mucho antes de que llegaran a Maine, me metí también en casa.
Los acompañé a la habitación desocupada, donde el mobiliario se reducía a un colchón en el suelo y un armario viejo.
– Dios mío -dijo Ángel-. Esto es el Hilton de Hanoi. Si golpeamos las tuberías con los nudillos, más vale que conteste alguien.
– ¿Vas a proporcionarnos sábanas o tendremos que asaltar a unos borrachos y robarles los abrigos? -preguntó Louis.
– Yo no pienso dormir aquí -declaró Ángel con gran rotundidad-. Si me han de comer las ratas, las muy hijas de puta tendrán que tomarse la molestia, como mínimo, de trepar a una cama.
Volvió a apartarme para abrirse paso y, al cabo de unos segundos, le oí decir:
– Eh, ésta ya es otra cosa. Nos la quedamos.
Llegó el inconfundible sonido de unos brincos sobre mi cama. Louis me miró.
– Quizá, después de todo, necesites esa pistola -dijo y, encogiéndose de hombros, se encaminó hacia el ruido de muelles.
Cuando por fin los saqué de mi habitación y telefoneé al guardamuebles Kraft de Gorham Road para que me trajeran a casa algún que otro mueble, incluida una cama, nos sentamos alrededor de la mesa de la cocina y esperé a que me contaran qué hacían allí. Había empezado a llover: gotas frías y duras que anunciaban nieve.
– Somos tus hadas madrinas -explicó Ángel.
– No sé si eso debería interpretarse de manera tan literal -contesté.
– A lo mejor es que simplemente nos hemos enterado de que éste es el sitio donde hay que estar -prosiguió Ángel-. Todo aquel que es alguien está aquí en estos momentos. Tomemos por ejemplo a Tony Celli, a los federales, a los paletos de por aquí, o a esos asiáticos muertos. Joder, este pueblo es como la ONU pero con armas.
– ¿Qué sabéis? -pregunté.
– Pues que ya has empezado a cabrear a la gente -respondió-. ¿Qué te ha pasado en la cara?
– Un fulano con labio leporino intentó educarme con una picana y luego me reacomodó el nacimiento del pelo con el zapato.
Ángel hizo una mueca de compasión.
– Los fulanos con labio leporino son así: quieren compartir sus defectos físicos con todo el mundo.
– Ése es Mifflin -dijo Louis-. ¿Lo acompaña otro tipo, uno que tiene la cabeza como si le hubiera caído encima una caja fuerte y la caja fuerte hubiera salido perdiendo?
– Sí -contesté-. Pero ése no me dio patadas.
– Quizá sea porque el mensaje llegó a medio camino entre el cerebro y el pie y se olvidó de adónde iba. Se llama Berendt. No es más tonto porque no se entrena. ¿Tony el Limpio estaba con ellos? -Mientras hablaba, sostenía en equilibrio uno de mis cuchillos de trinchar en la yema del dedo índice y se entretenía lanzándolo al aire y atrapándolo por el mango. Como truco, no estaba nada mal. Si el circo venía al pueblo, tenía un puesto asegurado.