– Así que pusieron precio a la cabeza de Tony, y entonces Billy Purdue se apropia de su carta de libertad -comenté-. Por cierto, ¿quieres explicarme a qué viene esa mirada que habéis cruzado tú y Ángel? -Cuando Louis acabó de hablar, Ángel volvió a mirarlo de un modo que indicaba que aún quedaba otra noticia, y que ésta no era buena.
Louis contempló la lluvia que salpicaba la ventana.
– Tienes otros problemas aparte de Tony y la policía -respondió en voz baja. Había adoptado una expresión seria, y la de Ángel, por lo general vivaz, era reflejo de la suya.
– ¿Graves?
– Dudo que los haya peores. ¿Sabes quiénes son Abel y Stritch?
– No. ¿A qué se dedican? ¿Son fabricantes de jabón?
– Matan gente.
– Con el debido respeto, y dada la presente compañía, no son precisamente los únicos.
– A ellos les gusta.
Y durante la siguiente media hora, Louis trazó la trayectoria de los dos hombres conocidos sólo como Abel y Stritch, una carrera caracterizada por la tortura, los incendios, los gaseos, los homicidios sexuales por diversión, la violación y los malos tratos a mujeres y niños, los asesinatos a sueldo y de balde. Rompían huesos y derramaban sangre; electrocutaban y asfixiaban. Su estela serpenteaba por todo el mundo como una espiral de alambre de púas, y se extendía desde Asia y Sudáfrica hasta el centro y el sur de América, pasando por cualquier punto conflictivo donde la gente pagase por aterrorizar y matar a sus enemigos, ya fueran estos últimos guerrilleros, agentes del gobierno, campesinos, sacerdotes, monjas o niños.
Louis me habló de un incidente en Chile donde una familia sospechosa de dar refugio a indios mapuche fue identificada por agentes de la Dirección de Inteligencia Nacional de Pinochet.
Los tres hijos varones de la familia, de diecisiete, dieciocho y veinte años, fueron conducidos al sótano de un bloque de oficinas abandonado, amordazados y atados a los soportes de hormigón del edificio. Luego llevaron allí a la madre y a las hermanas y, a punta de pistola, las obligaron a sentarse cara a cara frente a los hombres. Nadie habló.
A continuación, al fondo del sótano, surgió una figura de la oscuridad, un hombre calvo, pálido y achaparrado de mirada impasible. Otro hombre se quedó en la penumbra, pero de vez en cuando veían avivarse el ascua de su cigarrillo y olían el humo que exhalaba.
El hombre pálido sostenía en la mano derecha un enorme soldador de quinientos vatios, adaptado de manera que la resplandeciente punta tenía casi dos centímetros de largo y quemaba a cien o ciento cincuenta grados. Se acercó al hijo menor, le apartó la camisa y aplicó la punta al pecho, justo por debajo del esternón. El soldador chisporroteó al hundirse en el cuerpo y el olor a carne quemada llenó el sótano. El muchacho forcejeó y ahogó gritos de pánico y dolor a medida que el soldador penetraba. A esas alturas los ojos de su torturador habían cambiado, habían cobrado vida, y respiraba con un entrecortado jadeo de excitación. Con la mano libre, buscó a tientas la bragueta del pantalón del muchacho, la introdujo y le agarró los genitales mientras el soldador ascendía hacia el corazón. A la vez que éste perforaba los músculos, le apretó con más fuerza y le sonrió mientras el muchacho se convulsionaba y moría.
Las mujeres contaron a los dos hombres lo que sabían, que era poco, y los otros chicos murieron deprisa, debido tanto al agotamiento del hombre pálido como a las declaraciones de ellas.
Ahora los dos tipos se habían trasladado al norte, tan al norte como Maine.
– ¿A qué han venido? -pregunté por fin.
– Quieren el dinero -contestó Louis-. Esa clase de hombres se crea enemigos. Si hacen bien su trabajo, la mayoría de sus enemigos no vive lo suficiente para causarles el menor daño. Pero cuanto más tiempo se mantienen en el oficio, mayores son las probabilidades de que alguien se les escape. Estos dos llevan décadas matando. Ahora el tiempo corre en su contra. Y semejante cantidad de dinero contribuiría a proporcionarles un buen fondo de jubilación. Tengo la sensación de que es muy posible que te visiten, y por eso estamos aquí.
– ¿Cómo son? -pregunté, pero ya tenía mis sospechas.
– Ése es el problema. De Abel no se sabe nada, excepto que es alto y tiene el pelo canoso, casi blanco. En cambio Stritch, el torturador… El tipo es un puto fenómeno de feria: bajo, calvo, con la cabeza ancha y la boca como una herida abierta. Parece el tío Fétido pero con mal carácter.
Me acordé del curioso individuo con aspecto de trasgo que me abordó frente al hotel, el mismo que después apareció en el Java Joe's ganando prosélitos para el Señor, con su burdo dibujo de una madre y un niño y sus vagas e implícitas amenazas.
– Lo he visto -dije.
Louis se pasó la mano por la boca. Nunca lo había visto tan preocupado por la amenaza que pudiera representar alguien. En la memoria yo conservaba viva la imagen de lo ocurrido en un viejo almacén de Queens, cuando la oscuridad cobró vida y uno de los asesinos más temidos de la ciudad se alzó de puntillas, con la boca abierta de oreja a oreja, mientras Louis le hundía en la base del cráneo la hoja de su navaja. Louis no se dejaba asustar fácilmente. Le hablé del coche y del encuentro en la cafetería, y del abogado Leo Voss.
– Supongo que Voss era su punto de contacto, el tipo a quien acudía la gente cuando quería contratar a Abel y a Stritch. Si ha muerto, lo mataron ellos. Están cerrando el negocio y no quieren cabos sueltos. Si Stritch está aquí, también está Abel. No trabajan por separado. ¿No ha dado ningún otro paso?
– No. Tuve la impresión de que únicamente pretendía hacer notar su presencia.
– Sólo una persona muy especial va por ahí en el Cadillac de un muerto -comentó Ángel-. La clase de persona que quiere llamar la atención.
– O quiere atraer la atención para desviarla de otra persona -dije.
– Está vigilando -afirmó Louis-. Como, en alguna parte, lo está su compañero. Esperan a ver si puedes conducirlos hasta Billy Purdue. -Pensó por un momento-. ¿Fueron torturados la mujer y el niño?
Negué con la cabeza.
– A la mujer la estrangularon. No había indicio de otras lesiones o agresión sexual. El niño murió porque se interpuso. -Recordé la boca de Rita Ferris cuando los policías le dieron la vuelta-. Observé un detalle: el asesino le cosió los labios a la mujer con hilo negro después de matarla.
Ángel contrajo el rostro.
– No tiene sentido.
– No tiene sentido si pensamos en Abel y Stritch -coincidió Louis-. Ellos le habrían arrancado los dedos a la mujer y le habrían hecho daño al niño para averiguar qué sabía ella del dinero. Eso no parece trabajo suyo.
– Ni de Tony Celli -añadió Ángel.
– La policía cree que es posible que los matara Billy -dije-. Puede ser, pero tampoco hay razón para que él le mutilara la boca.
Guardamos silencio mientras sopesábamos lo que sabíamos. Pienso que los tres tendimos hacia la misma conclusión, pero fue Louis quien la expresó:
– Hay alguien más.
Fuera, la lluvia caía torrencialmente, martilleando en las tejas y azotando los cristales de las ventanas. Sentí frío en el hombro, o quizá fue sólo el recuerdo de aquella mano tocándome, y la voz de la lluvia pareció susurrarme en un idioma que yo no comprendía.
Un par de horas más tarde llegó un camión con parte de mis muebles y colocamos una cama en la habitación desocupada, añadimos una colcha, y quedó como un hogar lejos del hogar, siempre y cuando el hogar original no fuera demasiado lujoso. Después nos arreglamos y fuimos a Portland. Dejamos atrás las luces blancas y azules del árbol de Navidad de Congress Square y de un segundo árbol, más grande, en Monument Square. Aparcamos y entramos en el Stone Coast Brewing Company de York Street, donde Ángel y Louis bebieron cerveza de barril mientras decidíamos dónde comer.