– ¿Hay algún restaurante japonés por aquí? -preguntó Louis.
– No como pescado -contesté.
– ¿Que no comes pescado? -repitió Louis levantando la voz una octava-. ¿Qué coño quieres decir con eso de que no comes pescado? Vives en Maine. Las langostas prácticamente te dan un cuchillo y un tenedor y te invitan a que les muerdas el culo.
– Ya sabes que no como pescado -respondí con paciencia-. Es una de esas manías mías.
– Tío, no es una manía; es una fobia.
A mi lado, Ángel sonrió. Resultaba agradable salir a cenar así, actuar de ese modo, después de nuestra conversación de hacía un rato.
– Lo siento -proseguí-. Pero he excluido de mi dieta cualquier cosa con más de cuatro patas, o sin patas. Estoy seguro de que tú incluso te comes los pulmones de los cangrejos.
– Los pulmones, lo mejor del cangrejo…
– Lo mejor no es eso, Louis; lo mejor es el contenido de su aparato digestivo. ¿Por qué crees que es amarillo?
Louis hizo un gesto de despreocupación.
– En todo caso, el sushi no lleva mierda de cangrejo.
Ángel apuró la cerveza.
– En esto coincido con Bird -dijo-. La última vez que estuve en Los Ángeles comí en un restaurante japonés. Prácticamente me comí todo aquello que tuviera agallas. Al salir, eché un último vistazo al escaparate: el local había sido clasificado con una «C», la categoría más baja que otorga el Departamento de Sanidad. ¡Una puta «C»! Podría comer en una hamburguesería clasificada con una «C», y lo peor que cabría esperar sería una dosis de la Venganza de Ronald McDonald, pero un restaurante japonés clasificado con una «C»… Tío, esa comida puede matarte. El maldito pescado era tan malo que casi sacó una pistola e intentó robarme la cartera.
Louis hundió la cabeza entre las manos y rezó a quienquiera que rezase la gente como Louis: Smith & Wesson, quizá.
Comimos en el Tony's Thai Taste de Wharf Street, en el Puerto Antiguo. Casualmente, sentados a tres mesas de nosotros, estaban Samson y Doyle, los dos federales que había visto en el apartamento de Rita Ferris, y el policía de Toronto, Eldritch. Nos lanzaron miradas de interés pero poco cordiales y siguieron con su curry rojo.
– ¿Amigos tuyos? -preguntó Ángel.
– Los federales más su pariente llegado de más al norte de la frontera.
– Los federales no tienen ninguna razón para que les caigas bien, Bird. Aunque tampoco necesitan razones para que la gente les caiga mal.
Llegó nuestra comida: un pollo Paraíso para Louis y dos especialidades de la casa para Ángel y para mí, a base de ternera con pimientos, piña y guisantes, sazonados con limoncillo, ajo y chile. Louis percibió el olor del ajo y arrugó la nariz. Deduje que nadie nos daría un beso de buenas noches.
Comimos en silencio. Los federales y Eldritch se marcharon antes de que acabáramos. Me dio la impresión de que volvería a tener noticias de ellos. Cuando se fueron, Louis se limpió cuidadosamente los labios con la servilleta y terminó su cerveza Tsing-Tsao.
– ¿Tienes un plan de ataque en el asunto de Billy Purdue?
Me encogí de hombros.
– He preguntado por ahí, pero se lo ha tragado la tierra. Una parte de mí me dice que sigue aquí, pero otra me dice que posiblemente se haya marchado al norte. Si está en apuros, quizá vaya al encuentro de alguna de las personas que lo trataron bien en el pasado, y no son muchas. Hay un hombre cerca del lago Moosehead, en un pueblo que se llama Dark Hollow. Fue el padre de acogida de Billy Purdue durante un tiempo. Tal vez sepa algo o haya tenido noticias suyas.
Les conté la conversación que tuve con Willeford en el bar y también que desde entonces había desaparecido.
– También tengo pensado visitar a Cheryl Lansing para ver si puede añadir algo a lo que le dijo a Willeford.
– Parece que todo esto te ha despertado la curiosidad -comentó Ángel.
– Es posible, pero…
– ¿Pero?
Por mucho que confiara en él, no deseaba hablarle de mi experiencia de la noche anterior. Esas cosas rayaban en la locura.
– Pero estoy en deuda con Rita y su hijo, y parece que, por alguna razón, otros han decidido implicarme me guste o no.
– ¿No sucede siempre así?
– Sí. -Me llevé la mano a la cartera, saqué la factura de la empresa de mudanzas, la agité con un gesto elocuente ante Ángel y repetí-: ¿No sucede siempre así?
Sonrió.
– Adopta esa actitud y puede que no nos vayamos nunca.
– Ni se te ocurra, Ángel -advertí-. Y paga tú la cuenta. Es lo mínimo que puedes hacer.
10
Me desperté tarde y me preparé para la visita a Bangor. Ángel y Louis seguían en la cama, así que fui hasta Oak Hill con la intención de entrar en el banco y retirar dinero para el viaje al norte. Cuando acabé, tomé por Old Country Road y luego por Black Point Road y, dejando atrás la sandwichería White Caps, llegué a Ferry Road. A mi izquierda estaba el campo de golf, a mi derecha, las casas de veraneo, y frente a mí el aparcamiento donde habían muerto aquellos hombres. La lluvia se había llevado las pruebas, pero en una de las barreras flameaban aún, agitados por el viento que soplaba desde el mar, jirones de la cinta utilizada para acordonar la escena del crimen.
Mientras observaba el lugar, un automóvil se detuvo detrás de mí, un coche patrulla con uno de los policías de Prouts Neck al volante.
– ¿Le pasa algo? -preguntó al salir del vehículo.
– No, sólo estaba mirando -contesté-. Vivo un poco más allá, en Spring Street.
Me miró de arriba abajo y asintió.
– Ahora le reconozco. Perdone, pero después de lo que ocurrió aquí, tenemos que ir con cuidado.
Le quité importancia con un gesto, pero él parecía tener ganas de conversar. Era joven, desde luego más joven que yo, con el pelo de color paja y una mirada seria y amable.
– Un asunto extraño -comentó-. Normalmente, éste es un sitio tranquilo y apacible.
– ¿Es usted de por aquí? -pregunté.
Negó con la cabeza.
– No. Soy de Flint, Michigan. Me trasladé al Este cuando la General Motors nos la jugó, y aquí empecé de cero. El mejor cambio que he hecho en la vida.
– Bueno, esto no ha sido siempre tan apacible.
Mi abuelo era capaz de remontarse en su árbol genealógico hasta mediados del siglo XVII, quizá dos décadas después de la fundación de Scarborough en 1632 o 1633. Por esas fechas, toda la zona se llamaba Black Point, y en dos ocasiones la gente abandonó el poblado por los ataques de los nativos. En 1677 los wabanaki asaltaron el fuerte inglés de Black Point dos veces y mataron a más de cuarenta soldados ingleses y a una docena de sus aliados indios de la misión protestante de Natick, cercana a Boston. A unos diez minutos en coche de donde nos encontrábamos estaba Massacre Pond, donde, en 1713, Richard Hunnewell y otros diecinueve hombres murieron en una incursión india.
Ahora, con sus casas de veraneo y su club náutico, su reserva ornitológica y sus pistas de tenis, era fácil olvidar que aquello había sido en otro tiempo un lugar conflictivo y violento. Allí había sangre bajo la tierra, una capa tras otra, como las marcas dejadas en la superficie de las rocas por mares que dejaron de existir cientos de millones de años antes. A veces tenía la sensación de que los lugares conservaban recuerdos -casas, tierras, pueblos, montañas, todos ellos habitados por los fantasmas de experiencias pasadas- y que la historia tendía a repetirse de tal manera que uno podía llegar a pensar que en ocasiones estos lugares actuaban igual que imanes, atrayendo la mala fortuna y la violencia como si éstas fueran limaduras de hierro. Visto así, una vez que en un sitio se había derramado mucha sangre, existían grandes probabilidades de que volviera a derramarse.