Si eso era cierto, no era de extrañar que ocho hombres hubieran perdido allí la vida de modo tan cruento. No era de extrañar ni mucho menos.
Cuando regresé a casa tosté unos panecillos, preparé café como acompañamiento y desayuné tranquilamente en la cocina mientras Louis y Ángel se duchaban y se vestían.
La noche anterior habíamos decidido que Louis se quedaría en la casa y que quizás iría a echar un vistazo a Portland por si encontraba algún indicio de la presencia de Abel y Stritch. En caso de que sucediera algo mientras estábamos fuera, podía telefonearme al móvil para informarme.
De Portland a Bangor hay doscientos kilómetros por la I-95. Durante el viaje, Ángel inspeccionó con impaciencia mi colección de cintas de casete, escuchando una o dos canciones de cada cinta y tirándola al asiento de atrás. Los Go-Betweens, los Triffids, los Gourds Out Of Austin, Jim White, Doc Watson, todos acabaron en el montón, hasta que el coche empezó a parecer la pesadilla de un hombre de la industria discográfica. Puso una cinta de Lambchop y los suaves y tristes acordes de I Will Drive Slowly inundaron el coche.
– ¿Tú qué dirías que es esto? -preguntó Ángel.
– Country alternativo -contesté.
– Eso es cuando tu camión arranca, tu mujer regresa y tu perro resucita -comentó con sorna.
– Si Willie Nelson te oyera hablar así, te daría unos azotes en el trasero.
– ¿Es el mismo Willie Nelson al que una vez su mujer envolvió y ató con una sábana y luego lo dejó inconsciente a golpes de escoba? Si ese tarado viene a por mí, te aseguro que podré arreglármelas solo.
Finalmente nos conformamos con un debate sobre las noticias locales en la PBS. Hablaron del topógrafo de una compañía maderera al que por lo visto se daba por desaparecido en el norte, pero no presté mucha atención.
En Waterville salimos de la autopista y paramos a comer y a tomar un café. Ángel jugueteó con las migajas de las galletas saladas mientras esperábamos la cuenta. Tenía algo en mente, y no tardó en salir a la luz.
– ¿Recuerdas cuando te pregunté por Rachel en Nueva York? -dijo por fin. -Sí.
– No tenías muchas ganas de hablar del tema.
– Sigo sin tenerlas.
– Quizá te convendría.
Siguió un silencio. Me pregunté cuándo habrían comentado Louis y Ángel la relación entre Rachel y yo, y supuse que habían tratado el asunto más de una vez. Cedí un poco.
– No quiere verme -dije.
Ángel apretó los labios.
– ¿Y tú cómo te sientes al respecto?
– ¿Vas a cobrarme esto por horas?
Me lanzó una migaja.
– Tú contesta.
– No muy bien, pero, la verdad, tengo otras cosas en la cabeza.
Ángel me miró por un instante y volvió a desviar la vista.
– Una vez telefoneó para preguntar cómo estabas, ¿lo sabías?
– ¿Os llamó a vosotros? ¿De dónde sacó vuestro número de teléfono?
– Salimos en la guía.
– No, no es verdad.
– Entonces debimos de dárselo.
– Sois tan serviciales… -dije con un suspiro, y me froté la cara con las manos-. No sé, Ángel, la relación se estropeó. Además, puede que yo aún no esté preparado; le doy miedo. Fue ella quien me apartó de su vida, ¿recuerdas?
– Á ti no te hace falta mucho para dejarte apartar.
Llegó la cuenta, y coloqué encima un billete de diez y varios de uno.
– Sí, en fin…, tuve mis razones. Igual que ella.
Me puse en pie, y Ángel se levantó también.
– Quizá -dijo-. La lástima es que a ninguno se os ocurriera una sola buena razón para estar juntos.
Cuando volvimos a la I-95, Ángel se desperezó satisfecho en el asiento y, al hacerlo, la manga de su amplia camisa se le deslizó hasta el codo. En el brazo, una cicatriz blanca e irregular discurría desde la sangría hasta tres o cuatro centímetros de la muñeca. Medía unos quince centímetros, y no me explicaba cómo era posible que no la hubiese visto antes, pero, pensando en ello, caí en la cuenta de que se debía a diversos factores: al hecho de que Ángel rara vez llevase sólo una camiseta, y cuando se daba esa circunstancia, fuese siempre una camiseta de manga larga; a mí propio ensimismamiento cuando íbamos tras el Viajante en Lousiana, y a la reticencia de Ángel a hablar de sus penalidades pasadas.
Me sorprendió observando la cicatriz y se sonrojó, pero no intentó ocultarla de inmediato. En lugar de eso se la quedó mirando también y guardó silencio, como si recordara el momento en que se produjo.
– ¿Quieres saberlo? -preguntó.
– ¿Quieres contarlo?
– No especialmente.
– Pues no lo cuentes.
Tardó un rato en contestar y por fin dijo:
– Parece que te preocupa, así que quizá tengas derecho a saberlo.
– Si me dices que siempre has estado enamorado de mí, paro el coche y sigues a pie hasta Bangor.
Ángel soltó una carcajada.
– Estás en fase de negación.
– No te imaginas hasta qué punto.
– En todo caso, tampoco eres tan guapo. -Se acarició la cicatriz con el índice de la mano derecha-. Has estado en Rikers, ¿verdad?
Asentí con la cabeza. Yo había visitado la isla de Rikers en el transcurso de algunas de mis investigaciones. También había estado allí mientras Ángel cumplía condena cuando otro recluso llamado William Vance lo amenazó de muerte e intervine. Vance ya había muerto. Murió en octubre, tras una larga agonía a causa de las lesiones internas producidas por un detergente que unas personas no identificadas le obligaron a tragar al descubrir que era sospechoso de un crimen sexual por el que nunca sería juzgado por falta de pruebas. Yo suministré la información que indujo a actuar a sus agresores. Lo hice para salvar a Ángel, y Vance no fue una gran pérdida para el mundo, pero su muerte me pesaba aún en la conciencia.
– La primera vez que Vance me atacó, le rompí un diente de un puñetazo -explicó Ángel en voz baja-. Llevaba días amenazándome, diciéndome que iba a joderme de mala manera. Aquel cabrón me la tenía jurada, ya lo sabes. No fue un golpe brutal ni mucho menos, pero un carcelero lo encontró sangrando y a mí de pie ante él, y me cayeron veinte días en el chopano.
El «chopano» era la celda de castigo: veintitrés horas encerrado y una hora para hacer ejercicio en el patio. El patio era básicamente una jaula, no mucho mayor que una celda, y los reclusos permanecían esposados mientras caminaban. El patio tenía aros de baloncesto, pero, aun en el supuesto de que alguien pudiera jugar esposado, no había pelotas. Lo único que los presos podían hacer era pelearse, y por lo común eso era lo que hacían cuando los dejaban salir.
– Yo no salía de la celda casi nunca -explicó Ángel-. A Vance, por la herida en la boca, le habían caído sólo diez días, y supe que me esperaba fuera. -Guardó silencio por un momento y se mordió el labio inferior-. Piensas que va a ser fácil…, ya sabes, paz y tranquilidad, horas de sueño, a salvo la mayor parte del tiempo…, pero no lo es. No puedes llevarte nada allá adentro. Te quitan la ropa y te dan tres monos. No puedes fumar, pero yo pasé de culero casi todo un paquete de tabaco en tres condones y me lo fumé liado con papel higiénico. -«Pasar de culero» significaba introducir clandestinamente algo oculto en el recto-. Me acabé el tabaco en cinco días, y nunca volví a fumar. Después de aquellos cinco días en semejante celda, ya no resistía más: el ruido, los gritos. Es una tortura psicológica. Salí al patio por primera vez y Vance vino derecho a mí, me golpeó en la cabeza con los puños y empezó a darme patadas en el suelo. Recibí cinco o quizá seis de lleno antes de que se lo llevaran, pero yo supe que no podía aguantar más tiempo en aquel lugar. Me sería imposible.
«Después de la paliza me trasladaron a la enfermería. Donde me examinaron, decidieron que no tenía nada roto y me enviaron otra vez al chopano. Me llevé un tornillo, de unos ocho centímetros de largo, que había desenroscado de la base del botiquín. Y cuando me metieron en la celda y se apagaron las luces, intenté cortarme. -Movió la cabeza en un gesto de negación y, por primera vez desde que inició el relato, sonrió-. ¿Has intentado alguna vez cortarte con un tornillo?