– La verdad es que no.
– Pues no es nada fácil. Los tornillos no se diseñaron con esa finalidad concreta. Tras muchos esfuerzos, conseguí provocarme una hemorragia considerable, pero si esperaba morir desangrado, aquello iba para largo, y seguro que antes ya habían vencido los veinte días de condena allí. El caso es que me sorprendieron destrozándome el brazo y me llevaron otra vez a la enfermería. Entonces fue cuando te llamé.
«Después de unas cuantas conversaciones, un perfil psicológico y lo que fuera que tú les contases, volvieron a dejarme entre la población general. Dieron por sentado que no haría daño a nadie, excepto, quizás, a mí mismo, y necesitaban el chopano para alguien que lo mereciese más.
Yo hablé con Vance poco después, antes de que cumpliese su periodo de aislamiento, y le dije lo que sabía de él y lo que diría a los otros reclusos si se acercaba a Ángel. No sirvió de nada, y tan pronto como salió, intentó matar a Ángel en las duchas. A partir de ese momento era hombre muerto.
– Si hubieran vuelto a meterme en el chopano, habría encontrado la manera de suicidarme -concluyó Ángel-. Con tal de acabar con aquello, quizás incluso me habría dejado matar por Vance. Hay ciertas deudas que nunca se pagan, Bird, y a veces eso no es malo. Louis lo sabe, y yo lo sé. El hecho de que tú hagas lo que haces porque es lo correcto facilita las cosas a la hora de ponerse de tu lado, pero si decides que quieres volar el Congreso, Louis encontrará la manera de encender la mecha y yo le echaré una mano mientras lo hace.
Cheryl Lansing vivía en una casa blanca y pulcra de dos plantas, en el extremo oeste del propio Bangor, rodeada de césped bien cuidado y de pinos de veinte años. Era un barrio antiguo con viviendas de aspecto próspero y coches nuevos a la entrada. Ángel se quedó en el Mustang mientras yo llamaba al timbre. Nadie contestó. Ahuecando las manos en torno a los ojos, escruté a través del cristal, pero dentro no se advertía el menor movimiento.
Di un rodeo a la casa y entré en un jardín alargado con una piscina cerca de la casa. Ángel me acompañó.
– Mediar en la adopción de niños debe de ser un negocio muy rentable -comentó. Sonriendo, agitó una cartera negra, de unos quince centímetros de largo por cinco de ancho: las herramientas de su oficio-. Por si acaso.
– Estupendo. Si aparece la policía local les diré que, como buen ciudadano que soy, te he detenido en un acto cívico.
En la parte trasera de la casa había un anexo acristalado que permitía a Cheryl Lansing contemplar su verde césped en verano y ver caer la nieve en invierno. Hacía tiempo que no limpiaban la piscina, y no estaba tapada. Tenía el fondo en pendiente y parecía poco profunda, un metro en un extremo y dos o dos y medio en el otro, pero estaba llena de hojas y tierra.
– Bird.
Me acerqué al lugar desde donde Ángel observaba el interior de la casa. A un lado había un módulo de cocina y enfrente una gran mesa de roble con cinco sillas; detrás, una puerta comunicaba con la sala de estar. En la mesa había tazas, platos, una cafetera y un surtido de madalenas y panecillos, con un frutero en el centro. Incluso desde allí vi el moho en la comida.
Ángel se sacó un par de guantes del bolsillo e intentó deslizar la puerta de corredera. Se abrió sin mayor esfuerzo.
– ¿Quieres echar un vistazo?
– Será mejor.
Dentro olía a leche agria y a comida pasada. Atravesamos la cocina y entramos en la sala de estar, amueblada con mullidos sofás y sillones de tapicería rosa floreada. Busqué abajo mientras Ángel recorría las habitaciones del piso superior. Cuando me llamó, me hallaba ya en la escalera para seguirlo arriba.
Ángel se encontraba en lo que obviamente era un pequeño despacho, con un escritorio de madera oscura, un ordenador y un par de archivadores. Los estantes de la pared alojaban una serie de carpetas de fuelle, cada una marcada con un año. Las carpetas de 1965 y 1966 habían sido retiradas de su correspondiente estante y el contenido se encontraba esparcido por el suelo.
– Billy Purdue nació a principios del sesenta y seis -susurré.
– ¿Crees que ha venido de visita?
– Alguien ha venido, eso está claro.
Me pregunté hasta qué punto deseaba Billy Purdue conocer sus orígenes. ¿Tanto como para presentarse allí y revolver el despacho de una anciana con el fin de averiguar qué sabía ella?
– Mira en los archivadores -propuse a Ángel-. Luego busca en esas carpetas por si aún queda algo que pueda rescatarse en relación con Billy Purdue. Yo voy a echar otro vistazo a la casa para ver si se les ha pasado por alto algún detalle.
Asintió y volví a recorrer la casa, registré los dormitorios, el cuarto de baño y finalmente otra vez las habitaciones del piso de abajo. En la mesa de la cocina había cuatro servicios -dos con tazas de café, dos con vasos de leche agria-; dispuestos como los puntos cardinales, rodeaban la fruta podrida.
Regresé al jardín. En el extremo este había un cobertizo, y un candado abierto colgaba del pasador. Me acerqué, saqué un pañuelo del bolsillo y descorrí el pasador. Dentro encontré sólo un cortacésped de gasolina, macetas, semilleros y un surtido de herramientas de jardinería de mango corto. En los estantes había viejos botes de pintura y tarros con brochas y clavos. Una jaula vacía pendía de un gancho en el techo. Cerré el cobertizo y me encaminé de nuevo hacia la casa.
En ese momento se levantó la brisa y agitó las ramas de los árboles y la hierba a mis pies. Arrastró las hojas de la piscina vacía, que se movieron suavemente unas sobre otras con un nítido susurro. Entre los tonos verdes, pardos y amarillentos del lado más profundo, asomó algo de color rojo intenso.
Me acuclillé al borde de la piscina y observé. Se trataba de la cabeza de una muñeca, coronada por una mata de pelo rojo. Distinguí un ojo de cristal y el contorno de unos labios de color rubí. La piscina era ancha, y por un momento pensé en regresar al cobertizo y buscar una herramienta lo bastante larga para alcanzar la muñeca, pero no recordé nada que pudiera servirme. Por supuesto, era muy posible que la muñeca no tuviese la menor importancia. Los niños perdían cosas continuamente en los sitios más extraños. Pero muñecas… Por lo general cuidaban sus muñecas. Jennifer tenía una llamada Molly, de espeso pelo oscuro y boca con un mohín de actriz de cine; solía sentarla a su lado a la mesa y la muñeca se quedaba contemplando la comida con mirada vacía. Molly y Jenny, amigas para siempre.
Me dirigí hacia el extremo de la piscina más próximo a la casa, donde unos peldaños conducían a la parte menos profunda; el último escalón estaba oculto bajo las hojas. Bajé y pisé con cuidado el fondo de la piscina, pues temía resbalar en la pendiente. A medida que avanzaba, el cúmulo de hojas era más profundo. Primero me cubrieron las punteras de los zapatos, luego los bajos del pantalón y después las rodillas. Cuando ya estaba cerca, me llegaban a la altura de medio muslo y percibía una sensación de humedad a causa de la vegetación podrida y el agua que me calaba los zapatos. Avanzaba con cautela a causa de los resbaladizos azulejos y porque la pendiente era cada vez más pronunciada.
El ojo de cristal miraba al cielo, y el otro lado de la cara de la muñeca quedaba escondido bajo las hojas marrones y la tierra. Alargué el brazo con cuidado, hundí la mano entre las hojas y levanté la cabeza de la muñeca. Al sacar la muñeca, las hojas cayeron, y el ojo derecho, cerrado hasta ese momento por la presión, se abrió suavemente. Poco a poco apareció la blusa, que era azul, y a continuación la falda, de color verde. Las rodillas regordetas estaban sucias de barro y restos de vegetación descompuesta.