El cuerpo entero de la muñeca salió de entre las hojas con un débil sonido de succión, y salió también algo más. Una mano pequeña, tumefacta y moteada con los colores del invierno por efecto de la descomposición aferraba las piernas de la muñeca. Dos uñas habían empezado a soltarse y las grietas de la piel dejaban a la vista largos músculos estriados. En el codo, sobre una gran ampolla de gas, vi el extremo de una manga podrida, el precioso color rosa original ahora casi negro por el moho, la tierra y la sangre seca.
Retrocedí instintivamente sin soltar la muñeca y, en un momento de conmoción y miedo, sentí que resbalaba en los azulejos del fondo de la piscina. Caí de espaldas entre las hojas y mis pies toparon contra algo blando, húmedo y poco firme. Con hojas en la boca y el hedor de la descomposición en la nariz, vi levantarse a la niña, impulsada por mí al forcejear con las piernas y tirar de la muñeca. Vi el pelo mojado, la piel gris y unos ojos que parecían leche a medida que me deslizaba hacia abajo, intentando hacer pie por todos los medios. Presa del pánico solté la muñeca y, en un impulso, aparté de un empujón el cuerpo de la niña y su olor quedó impregnado en mi mano mientras volvía a hundirse entre las hojas. Y de pronto una figura más pesada frenó mi caída, noté unos dedos muertos en la pantorrilla y supe que estaban todos allí, bajo las hojas descompuestas, podredumbre sobre podredumbre, y que si seguía sumergiéndome bajo aquellas hojas, los vería y quizá ya nunca me levantaría.
Otra mano agarró la mía, y oí que Ángel me gritaba:
– ¡Bird, tranquilo! ¡Tranquilo!
Alcé la vista y descubrí que me hallaba casi en el lado derecho de la piscina. Con la ayuda de Ángel me agarré al borde y me encaramé. A rastras, me aparté de la piscina y me tendí en el césped húmedo y frío restregando las manos contra la hierba una y otra vez, una y otra vez, en un vano y terrible esfuerzo por quitarme de los dedos el olor de aquella pobre niña perdida.
– Están ahí abajo -dije-. Están todos ahí abajo.
Ángel telefoneó a Louis y luego yo avisé a la policía de Bangor. Ángel se marchó antes de que llegaran; con sus antecedentes, su presencia no habría hecho más que complicar las cosas. Le dije que tomara un taxi, se registrara en el Days Inn junto a las grandes galerías comerciales Bangor, a las afueras de la ciudad, y que me esperase allí. Después me quedé junto a la piscina, donde el cabello y la blusa de la niña se veían claramente entre las hojas agitadas por el viento, y esperé a la policía.
Me reuní con Ángel en el Days Inn cuatro horas más tarde. Informé a la policía de todo, incluso del hecho de que había registrado la casa. Eso no les complació demasiado, pero Ellis Howard, a regañadientes, respondió por mí desde Portland y luego pidió que me pusieran con él al teléfono.
– ¿Así que no me ocultabas nada? -El auricular casi vibró por la intensidad de su ira-. Debería haber dejado que te encerrasen por alterar la escena de un crimen.
No tenía sentido pedir disculpas, así que no lo hice.
– Willeford me habló de Cheryl Lansing. Ella hizo de mediadora en la adopción de Billy Purdue. Me la encontré con Rita Ferris un par de noches antes del asesinato de ésta y Donald.
– Primero su mujer y su hijo, ahora esta mujer relacionada con la adopción. Da la impresión de que Billy Purdue está resentido contra el mundo.
– En realidad no piensa eso, Ellis.
– ¿Y qué carajo sé yo lo que pienso? Si quieres defender causas perdidas, vete a defenderlas a otra parte. Aquí estamos hasta la coronilla.
Su indignación era tal que sólo consiguió colgar tras tres ruidosos intentos. Di el número de mi móvil a la policía de Bangor y me ofrecí a ayudar en lo que fuese.
En la piscina había cuatro cadáveres. Cheryl Lansing se hallaba en la parte más profunda, bajo el cuerpo de su nuera Louise. Sus dos nietas, Sophie y Sarah, estaban un poco más allá, las dos en camisón. Las habían cubierto con hojas procedentes de todo el jardín y con mantillo de detrás del cobertizo.
Las habían degollado a las cuatro, de izquierda a derecha. Además, Cheryl Lansing tenía la mandíbula desencajada por un golpe en el lado izquierdo de la cara, y su boca presentaba una extraña expresión cuando los sanitarios que trabajaban en la piscina vacía dejaron a la vista su cabeza. Y mientras yacía aún allí abajo, cubierta por el cuerpo de su nuera y boquiabierta, quedó claro que el asesino había perpetrado una última vejación en su cuerpo.
A Cheryl Lansing le habían arrancado la lengua antes de morir.
Si Cheryl Lansing estaba muerta, alguien -Billy Purdue, Abel y su compañero Stritch, o un individuo todavía sin identificar-seguía los pasos de la vida de Billy, unos pasos que ahora parecían guardar relación con la investigación frustrada de sus orígenes que había iniciado Willeford. Decidí continuar hacia el norte. Ángel se ofreció a acompañarme, pero preferí que tomara un vuelo a Portland a la mañana siguiente mientras yo seguía con el Mustang.
– ¿Bird? -preguntó cuando puse el motor en marcha-. Me has hablado de Billy Purdue, de su mujer y de su hijo; pero no entiendo una cosa: ¿cómo acabó ella con un tipo como ése?
Me encogí de hombros. Rita Ferris procedía de una familia disfuncional, supuse, y al parecer había repetido el ciclo creando su propia familia disfuncional con Billy Purdue. Pero no era tan simple: en Rita había algo bueno, algo que había permanecido intacto e incorrupto pese a todo lo que le había ocurrido. Quizá, sólo quizá, creyó ver algo parecido en Billy y pensó que si encontraba ese lado bueno en él y despertaba su sensibilidad, podría salvarlo, conseguir que él la necesitará tanto como ella lo necesitaba a él, convencida de que amor y necesidad eran lo mismo. Una legión de esposas maltratadas y de amantes apaleadas, de mujeres maltrechas y niños desdichados podría haberle dicho que se equivocaba, que existe una pertinaz ceguera en la idea de que una persona puede redimir a otra. La gente debe redimirse a sí misma, pero algunos no desean la redención, o no la reconocen cuando ésta arroja su luz sobre ellos.
– Lo quería -dije por fin-. En definitiva, ese amor era lo único que tenía para dar, y necesitaba darlo.
– Como respuesta, no es gran cosa.
– Ángel, yo no tengo las respuestas, sino distintas formas de expresar las mismas preguntas.
A continuación, salí del aparcamiento y fui hasta el cruce de la I-95 y la 15, donde tomé dirección norte, hacia Dover-Foxcroft, y Greenville y Dark Hollow. Al volver la vista atrás, advierto que ésa fue la primera etapa de un viaje que me obligaría a enfrentarme no sólo con mi pasado, sino también con el de mi abuelo; que perturbaría a viejos fantasmas que supuestamente descansaban desde hacía mucho, y que me conduciría en último extremo cara a cara ante algo que llevaba mucho tiempo aguardando en la oscuridad de los Grandes Bosques del Norte.
11
Durante buena parte de su historia, Maine fue poco más que un puñado de pueblos de pescadores enclavados en la costa atlántica. Frente a esa costa, bajo el mar, yacen los restos de otro mundo, un mundo que dejó de existir al crecer las aguas. Maine tiene un litoral sumergido: sus islas fueron en otro tiempo montañas, y ahora campos olvidados forman el lecho oceánico. Su pasado está inmerso en el mar, a muchas brazas de profundidad, inaccesible a la luz del sol.
Así pues, el presente surgió al borde mismo del precipicio del pasado, y la gente se aferró a la costa de la región. Pocos se atrevieron a adentrarse en el inhóspito territorio interior, a excepción de los misioneros franceses dispuestos a llevar el cristianismo a las tribus -que nunca fueron muchos más de tres mil, y en su mayoría vivieron también en la costa-, o los tramperos que pretendían ganarse la vida con el comercio de pieles. La tierra que cubría el lecho rocoso costero era buena y fértil, y los indios la cultivaron utilizando pescado podrido como abono, cuyo olor se mezclaba con los aromas de las rosas silvestres y la siempreviva azul. Más tarde aparecieron las salinas, la pesca de la almeja en las marismas y los enormes almacenes donde se guardaba el hielo de Maine antes de exportarlo a los lugares más recónditos del planeta.