Esta vez, la anciana sonrió abiertamente. Fue una sonrisa amplia, sin humor, sin confianza.
– Ustedes no pueden salvarme -dijo en voz baja-. No pueden salvarme de él.
Ryley frunció el entrecejo. Recordó de pronto algo referente a aquella mujer, un incidente con una visita y un informe que había escrito la noche anterior una de las enfermeras después de que la señorita Emily afirmara que alguien había intentado encaramarse a su ventana. No le dieron crédito, naturalmente, pero, a consecuencia de ello, Judd se había ceñido el arma durante la guardia. Aquellos ancianos eran personas temerosas. Tenían miedo a la enfermedad, a los desconocidos, a los amigos y, en ocasiones, a los familiares; miedo al frío, al riesgo de caerse; miedo a perder sus escasas pertenencias, sus fotografías, sus recuerdos cada vez más desdibujados.
Miedo a la muerte.
– Por favor, señorita Emily, deje la pistola y venga con nosotros. Podemos protegerla de cualquier peligro. Nadie va a hacerle daño.
La anciana movió la cabeza en un lento gesto de negación. El avión los sobrevolaba en círculo, y la extraña luz blanca que proyectaba sobre la mujer convertía su largo cabello gris en un fuego de plata.
– No pienso volver. Me enfrentaré a él aquí. Éste es su hogar, estos bosques. Tarde o temprano vendrá.
De pronto se le demudó el rostro. Detrás de Ryley, Patterson pensó que nunca había visto una expresión tan aterrada. Se le contrajeron las comisuras de los labios; se le estremecieron la barbilla y la boca primero y después el resto del cuerpo, con un temblor anómalo y violento que parecía un estado de éxtasis. Con el rostro bañado en lágrimas, habló de nuevo.
– Perdón. Perdón, perdón, perdón, perdón…
– Por favor, señorita Emily -dijo Ryley mientras se acercaba a ella-. Deje la pistola. Tenemos que llevarla de regreso.
– No pienso volver -repitió la anciana.
– Por favor, señorita Emily, no nos queda más remedio.
– Si es así, tendrán que matarme -se limitó a decir ella a la vez que apuntaba a Ryley con la Smith & Wesson y apretaba el gatillo.
Chester y Paulie miraron primero a la izquierda y luego a la derecha. A su izquierda, en el aparcamiento, vieron a un hombre alto con chaqueta negra que sostenía unos auriculares en una mano y una SIG en la otra. Detrás de él había otro hombre, más joven, con una gorra gris de alpaca provista de orejeras, armado también con una SIG, que empuñaba con las dos manos extendidas al frente.
A su derecha, junto a una pequeña garita de madera utilizada por el encargado del aparcamiento durante el verano, había una figura vestida toda de negro, desde las punteras de las botas hasta el pasamontañas que le cubría la cabeza. Llevaba una escopeta Ruger de repetición en las manos y respiraba entrecortadamente por la abertura del pasamontañas.
– Cúbrelo -ordenó Briscoe a Nutley.
Nutley dejó de apuntar a Paulie Block para encañonar a la figura de negro situada en el linde del bosque.
– Suéltala, gilipollas -dijo Nutley.
La Ruger tembló ligeramente.
– He dicho que la sueltes -repitió Nutley a voz en grito.
Briscoe dirigió un vistazo a la figura armada con la escopeta. A Chester Nash le bastó con eso. Cambió de posición y abrió fuego con la MPK, alcanzó a Briscoe en el brazo y a Nutley en el pecho y la cabeza. Nutley murió en el acto, su gorra de alpaca teñida ya de rojo mientras caía.
Briscoe disparó desde donde yacía en la carretera; hirió a Chester Nash en la pierna derecha y la ingle y la MPK se le escapó de las manos cuando se desplomó. Desde los árboles llegaron las detonaciones de la Ruger, y Paulie Block, con la pistola en la mano derecha, se sacudió al ser alcanzado por las balas, que hicieron añicos la ventana del Dodge detrás de él en su trayectoria de salida. Hincó las rodillas en tierra y luego cayó de bruces. Chester
Nash intentaba alcanzar la MPK con la mano derecha, sujetándose la entrepierna herida con la izquierda, cuando Briscoe le descerrajó otros dos disparos y Chester dejó de moverse. Jimmy Fribb soltó la escopeta y levantó las manos justo a tiempo de impedir que Briscoe lo matase.
Briscoe se disponía a ponerse en pie cuando, frente a él, oyó el chasquido de una escopeta al recargarse.
– Quédese ahí -dijo la voz.
Briscoe obedeció y dejó la SIG a su lado en el suelo. Un pie calzado con una bota negra la apartó, y el arma, girando, desapareció entre la maleza.
– Las manos en la cabeza.
Al levantar las manos, Briscoe sintió una punzada de dolor en el brazo izquierdo mientras observaba cómo se aproximaba la figura enmascarada, que seguía apuntándole con la Ruger. Nutley yacía cerca de él, con los ojos abiertos y la mirada fija en el mar. Dios, pensó Briscoe, qué desastre. Más allá de los árboles, vio unos faros y oyó el ruido de unos coches que se acercaban. El hombre de la escopeta también los oyó y ladeó ligeramente la cabeza mientras guardaba en el maletín los últimos fajos y lo cerraba. Jimmy Fribb aprovechó esa distracción para abalanzarse en busca de la SIG abandonada, pero el hombre lo mató de un tiro en la espalda antes de que llegase a ella. Briscoe se agarró con fuerza las manos sobre la cabeza, con el brazo dolorido, y empezó a rezar.
– Permanezca tendido en el suelo y no levante la vista -ordenó el hombre.
Briscoe obedeció, pero mantuvo los ojos abiertos. La sangre corría por el suelo y apartó un poco la cabeza. Cuando volvió a alzar la vista, unos faros le alumbraban los ojos y la figura de negro había desaparecido.
El doctor Martin Ryley ya había cumplido cuarenta y ocho años y deseaba llegar a los cuarenta y nueve. Tenía dos hijos, un niño y una niña, y una esposa llamada Joanie que le preparaba estofado los domingos. No era un buen médico, razón por la cual dirigía una residencia para ancianos. Cuando la señorita Emily Watts le disparó, se echó cuerpo a tierra, se cubrió la cabeza con las manos y comenzó a alternar plegarias y blasfemias. El primer tiro se perdió a su izquierda. El segundo le lanzó una lluvia de tierra húmeda y nieve sobre la cara. Detrás de él, oyó el chasquido de los seguros de las armas y gritó:
– No, déjenla, por favor. No disparen.
El bosque quedó de nuevo en silencio, salvo el agudo zumbido del Cessna. Ryley se aventuró a levantar la vista para mirar a la señorita Emily. Ahora ella lloraba sin rebozo. Con cautela, Ryley se puso en pie.
– Todo irá bien, señorita Emily.
La anciana negó con la cabeza.
– No -repuso-. Nada irá bien.
Y se apoyó la boca de la Smith & Wesson en el pecho izquierdo y disparó. El impacto la hizo girar hacia atrás y hacia la izquierda. Al caer se le enredaron los pies y a causa del fogonazo del arma se le prendió brevemente el abrigo. Se sacudió una vez y quedó inmóvil en el suelo. La sangre manchaba la tierra a su alrededor, la nieve le caía sobre los ojos abiertos y, desde lo alto, la luz iluminaba su cuerpo.
En torno a ella, el bosque observaba en silencio, agitándose de vez en cuando el ramaje para permitir el paso de la nieve.
Así empezó todo para mí, y para otra generación: dos sucesos violentos, ocurridos casi simultáneamente una noche de invierno, relacionados por un único hilo misterioso que se perdía entre enmarañados recuerdos de remotos actos brutales. Otros, algunos de ellos cercanos a mí, habían vivido con eso durante mucho mucho tiempo y se lo habían llevado a la tumba. Se trataba de un viejo mal, y un viejo mal siempre encuentra la manera de transmitirse a través de las líneas de sangre y contaminar a quienes no intervinieron en su génesis: los jóvenes, los inocentes, los vulnerables, los indefensos. Transforma la vida en muerte y el cristal en espejo, creando una imagen de sí mismo en todo aquello que toca.
Todo esto lo averigüé más tarde, después de las otras muertes, después de ponerse claramente de manifiesto que algo horrible sucedía, que algo viejo e infecto había surgido del inhóspito bosque. Y en todo lo que ocurriría, yo sería partícipe. Al volver la vista atrás, pienso que quizá siempre participé sin comprender realmente mi papel en ello, ni la razón. Pero aquel invierno confluyeron una serie de circunstancias, cada incidente aislado y sin embargo relacionado en último extremo. Abrió un canal entre lo que había sido y lo que nunca debía volver a ser, y los mundos sucumbieron en el choque.