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Sin embargo, conforme se descubría la riqueza del bosque, los colonos se adentraban cada vez más al norte y al oeste. Por orden del rey, talaron los pinos blancos que a treinta centímetros del suelo medían más de sesenta centímetros de diámetro para utilizarlos como mástiles de sus barcos. Los mástiles de la nave Victory del almirante Nelson, que luchó contra la armada de Napoleón en la batalla de Trafalgar, crecieron en Maine.

Pero sólo a principios del siglo XIX, cuando se comprendieron las posibilidades económicas que representaban los bosques de Maine, se exploró y reconoció completamente el interior, hasta llegar a los Grandes Bosques del Norte. Se construyeron aserraderos en medio del bosque para producir papel, pulpa y listones. Las goletas remontaron el Penobscot para cargar la madera de pino y picea que había sido transportada corriente abajo desde los confines más lejanos del norte. Los aserraderos se sucedían en las márgenes del río, como también a orillas del Merrimack, el Kennebec, el Saint Croix y el Machias. Muchos perdieron la vida luchando por liberar los troncos atascados en el agua o por mantener unidos miles de metros cúbicos de madera, hasta que la era del transporte industrial por río llegó a su fin en 1978. El terreno se remodeló para satisfacer las necesidades de los magnates madereros: se alteró el curso de los ríos, se construyeron presas y pantanos. Los incendios causaron estragos en las estelas secas que dejaron atrás los leñadores y torrentes enteros quedaron desprovistos de vida a causa del serrín residual. La primera generación de pinos había desaparecido hacía dos siglos; los siguientes fueron las hayas, los arces y los robles.

En la actualidad gran parte de la región norte es bosque industrial propiedad de las compañías madereras y los camiones recorren las carreteras cargados de troncos recién cortados. Las compañías abren zanjas a través de hectáreas de bosque en invierno, talan todos los árboles a su paso y los apilan durante los meses de marzo y abril. La madera es la principal fuente de riqueza del estado, e incluso mi abuelo, como muchos otros en la costa, plantaba piceas y abetos para cortarlos y venderlos desde primeros de noviembre hasta mediados de diciembre como árboles de Navidad.

No obstante, aún quedan unos cuantos lugares donde el bosque maduro continúa intacto, con senderos abiertos por los animales y excrementos de alce que guían hasta apartados abrevaderos alimentados por cascadas cuyas aguas se precipitan entre rocas, piedras y árboles caídos. Ésta es una de las últimas regiones donde habitaron lobos, pumas y caribús. Quedan aún cuatro millones de hectáreas deshabitadas en Maine y el estado es ahora más verde que hace cien años, cuando el agotamiento de la fina capa de tierra provocó la decadencia de la agricultura y el bosque reclamó el terreno, como es su costumbre, y los muros que en otro tiempo daban cobijo a familias enteras ahora protegían sólo tsugas y pinos.

Un hombre, si así lo quisiera, podría perderse en la agreste espesura.

Dark Hollow estaba a unos ocho kilómetros al norte de Greenville, cerca de la orilla este del lago Moosehead y las ochenta mil hectáreas de reserva natural del parque estatal de Baxter, donde el monte Katahdin domina el paisaje en el extremo septentrional de la Ruta Apalache. Me planteé detenerme en Greenville -la carretera estaba a oscuras y era una noche fría-, pero sabía que encontrar a Meade Payne era más importante. Las personas cercanas a Billy Purdue -su esposa, su hijo, la mujer que había gestionado su adopción- habían muerto, y habían muerto de mala manera. Era necesario prevenir a Payne.

Greenville era la puerta de entrada a los bosques del norte, y el bosque había sido durante mucho tiempo la mayor riqueza del pueblo y sus aledaños. En el pueblo hubo un aserradero que daba trabajo a los vecinos de Greenville y alrededores, hasta su cierre a mediados de los años setenta, cuando a causa de la situación económica dejó de ser rentable mantenerlo abierto. Mucha gente abandonó la zona y quienes se quedaron intentaron empezar a vivir del turismo, la pesca y la caza, pero Greenville y otros pueblos de menor tamaño esparcidos al norte -Beaver Cove, Kokadjo y Dark Hollow, donde terminaba el tendido eléctrico y comenzaba verdaderamente la naturaleza agreste- seguían en la pobreza. Cuando el club de golf de Greenville subió la tarifa de diez a doce dólares por recorrido, se produjo un alboroto.

Continué por Lily Bay Road -que durante muchos años fue la carretera utilizada en invierno para el transporte pesado hasta los campamentos de leñadores, con nieve amontonada a gran altura a ambos lados y el bosque extendiéndose más allá-, y llegué por fin a Dark Hollow. Era un pueblo pequeño, con poco más de dos manzanas en el centro y una comisaría de policía en el extremo norte. Dark Hollow recibía parte del excedente de turistas y cazadores que acudía a Greenville, pero no mucho. Desde sus calles no se veía el lago, sólo las montañas y los árboles. Había un motel, el Tamara Motor Inn, que parecía una reliquia de la década de los cincuenta, con una fachada en arco donde resplandecía su nombre en neón rojo y verde. En un par de tiendas de artesanía vendían velas perfumadas y la clase de muebles que le dejaban a uno trozos de corteza de árbol en el pantalón si se sentaba en ellos. Una librería-cafetería, un restaurante y un pequeño supermercado constituían una parte considerable de la zona comercial del pueblo, donde la nieve helada se apilaba en las regueras del alcantarillado y a la sombra de los edificios.

Sólo el restaurante seguía abierto. Por fuera estaba pintado de llamativos colores psicodélicos, lo que le daba el aspecto de la clase de establecimiento que hubiese abierto el equipo Scooby Doo cuando la Máquina del Misterio se disgregó, como aquellos Volkswagen refrigerados por aire cuyos motores se quemaron en Santa Fe cuando sus dueños hippies intentaron conducirlos campo a traviesa en los sesenta.

Dentro había reproducciones de pósters de antiguos conciertos y paisajes pintados, supuse, por artistas locales. En un rincón vi un marco con la foto de un muchacho vestido de uniforme militar al lado de un hombre mayor, una cinta roja, blanca y azul descolorida rodeaba la foto, pero no le presté demasiada atención. Un par de ancianos tomaban café y charlaban en un reservado y cuatro jóvenes intentaban parecer modernos y vagamente amenazadores sin que se les reventaran los granos cuando hacían muecas de desdén.

Pedí un sándwich de dos pisos y un café. Sabía bien y casi me hizo olvidar, por un momento, lo ocurrido en Bangor. Para llegar a la casa de Payne le pedí indicaciones a la camarera, que se llamaba Annie, y me las ofreció con una sonrisa, pero me dijo que había escarcha y quizá volvería a nevar, y que la carretera presentaba un pésimo estado en el mejor de los casos.

– ¿Es amigo de Meade? -preguntó. Al parecer, Annie tenía ganas de hablar, más ganas que yo. Llevaba el pelo teñido de rojo y los labios pintados de carmín, así como sombra azul oscuro en torno a los ojos. Combinado con la palidez natural de su rostro, el efecto era de dibujo inacabado, dejado a medias por un niño distraído.

– No -contesté-. Sólo quiero hablar con él de cierto asunto.

Su sonrisa vaciló ligeramente.

– Nada grave, espero. Porque ese pobre viejo ya ha sufrido bastantes malos tragos.

– No -mentí-. Nada grave. Lamento oír que las cosas no le han ido bien a Meade.

Annie se encogió de hombros y la sonrisa recobró parte de su vigor.

– Perdió a su mujer hace un par de años, y después su sobrino murió en el Golfo durante la Tormenta del Desierto. Lleva una vida muy aislada desde entonces. Hoy día apenas lo vemos por aquí.