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Annie se inclinó, y sus pechos me rozaron el brazo mientras retiraba los restos del sándwich.

– ¿Desea algo más? -preguntó animada y poniendo fin a la conversación sobre Meade Payne.

Dudé si la pregunta tenía una segunda intención. Decidí que no. Así, la vida tendía a ser más sencilla.

– No, gracias.

Arrancó la cuenta del bloc con un floreo.

– Entonces le dejo esto. -Me dirigió otra sonrisa al tiempo que colocaba la cuenta bajo el recipiente con las tarrinas de leche-. Cuídese, encanto -añadió mientras se alejaba contoneándose.

– No se preocupe -contesté. Sentí cierto alivio cuando se fue.

Meade Payne no tenía teléfono, o al menos su nombre no aparecía en la guía. A pesar mío, decidí no hablar con él hasta la mañana siguiente. Tomé una habitación en el Tamara por veintiocho dólares y dormí en una vieja cama con un colchón alto y grueso y el armazón de madera labrada. Durante la noche me desperté una vez, cuando el olor de las hojas podridas y los ruidos de las cosas en avanzado estado de descomposición que se movían bajo ellas me resultó insoportable.

La camarera tenía razón: una gruesa capa de escarcha cubría el suelo cuando salí del Tamara a la mañana siguiente y las hojas de hierba de la estrecha franja de césped del motel parecían cristal tallado. Bajo el luminoso sol matutino, los coches circulaban despacio por la calle principal y los lugareños, con abrigo y guantes, caminaban resoplando como motores de vapor. Dejé el coche en el Tamara y me dirigí hasta el restaurante. Desde fuera vi que la mayoría de los reservados ya estaban ocupados y se respiraba un acogedor ambiente de comunidad, de raigambre, entre quienes estaban allí sentados. Las camareras -al parecer Annie no se encontraba entre ellas- revoloteaban de mesa en mesa como mariposas y un hombre gordo y barbudo con un delantal charlaba con los clientes junto a la caja. Casi había llegado a la puerta cuando, detrás de mí, oí una voz que me llamaba en tono amable, suave y familiar: «¿Charlie?». Me di media vuelta, y pasado y presente chocaron en el recuerdo de un beso.

Lorna Jennings era seis años mayor que yo y vivía a menos de dos kilómetros de la casa de mi abuelo, era menuda y ágil, de no más de metro cincuenta y cinco de estatura y desde luego no más de cincuenta kilos de peso, con una melena corta y oscura y la boca que siempre parecía a punto de dar un beso o acabar de recibirlo. Tenía los ojos de color verde azulado y la piel blanca como la porcelana.

Su marido se llamaba Randall, pero los amigos lo llamaban Rand a secas. Era alto, en otro tiempo una joven promesa del hockey. Rand era policía, todavía de uniforme pero aspirante a un puesto en el departamento de investigación. Nunca había pegado a su esposa, nunca le había hecho daño físicamente, y ella creía que su matrimonio era sólido hasta que él le habló de su primera y, según dijo, única aventura. Eso ocurrió antes de conocernos, antes de ser amantes.

Ocurrió durante el verano posterior a mi licenciatura en la especialidad de literatura inglesa por la Universidad de Maine. Contaba veintitrés años. Después de acabar la secundaria en el instituto tuve algún que otro trabajo, en general empleos insignificantes; luego pasé una temporada viajando por la Costa Oeste antes de empezar la carrera. Ese año volví a Scarborough para lo que sería mi último verano allí. Ya había solicitado plaza en el Departamento de Policía de Nueva York, recurriendo a los pocos contactos que me quedaban entre quienes conservaban algún recuerdo afectuoso de mi padre. Quizá yo, queriendo ser idealista, pensaba que podía rehabilitar su buen nombre mediante mi presencia allí. En lugar de eso, creo, desperté viejos recuerdos en algunas personas, como barro removido en el fondo de un estanque.

Mi abuelo me consiguió un empleo en una compañía de seguros, donde trabajé de recadero, de botones. Preparaba el café, barría el suelo, atendía el teléfono, sacaba brillo a las mesas y aprendía lo suficiente sobre el mundo de los seguros para saber que quienquiera que diese crédito a lo que le decía un agente de seguros era ingenuo o estaba desesperado.

Lorna Jennings era la secretaria particular del director de la agencia. Siempre fue amable conmigo, a pesar de que al principio hablábamos poco, aunque una o dos veces la sorprendí mirándome de un modo peculiar antes de volver de inmediato a concentrarse en sus papeles o a mecanografiar cartas. Hablé con ella por primera vez en sentido estricto durante la fiesta de despedida de una secretaria que se jubilaba, una mujer alta con reflejos azules en el pelo que fue internada un año después tras matar a uno de sus perros con un hacha. Yo estaba sentado a la barra tomando una cerveza e intentando aparentar que el mundo de los seguros y yo no teníamos nada que ver ni remotamente, y entonces Lorna se acercó a mí.

– Hola -dijo-. Se te ve muy solo. ¿Quieres mantenerte al margen de nosotros?

– Hola -respondí, haciendo girar el vaso-. No, en realidad no. -Enarcó una ceja, y confesé-. Bueno, quizá sí, pero no de ti.

La ceja se enarcó aún un poco más. Me pregunté si un vaso sanguíneo podía llegar a reventar a causa de la vergüenza.

– Antes he visto que leías algo -comentó ella a la vez que ocupaba el taburete situado frente a mí. Llevaba un vestido de lana largo y oscuro que se ceñía a su cuerpo como la funda de una espada, y olía a flores: loción corporal, descubrí más tarde. Rara vez usaba perfume-. ¿Qué era?

Yo aún seguía un tanto abochornado, supongo. Estaba leyendo El buen soldado de Ford Madox Ford. Lo había elegido pensando que era otra cosa, pero se reducía a un estudio sobre una serie de personajes infieles entre sí, cada uno a su manera. Al final, cuando nuestra relación evolucionó, pasó a parecerme más un libro de texto que una novela.

– Ford Madox Ford. ¿Lo has leído?

– No, sólo lo conozco de nombre. ¿Debería leerlo?

– Quizá sí. -No me pareció una recomendación muy entusiasta, y como crítica literaria dejaba mucho que desear, así que añadí-: Si te interesa leer algo sobre hombres débiles y malos matrimonios.

Al oír esto, hizo una discreta mueca y, aunque apenas sabía nada de ella todavía, un pequeño trozo de mi mundo se desgajó y botó por el suelo entre las colillas y las cáscaras de cacahuetes. Pensé que a lo mejor, si cavaba un agujero, llegaba a medio camino de China y me enterraba con toda la tierra extraída encima, quizás estaría a profundidad suficiente para esconder mi incomodidad. La había herido de algún modo pero no sabía bien cómo.

– ¿En serio? -dijo por fin-. A lo mejor te lo pido prestado algún día.

Conversamos un rato más, sobre la oficina y sobre mi abuelo, y después se levantó para marcharse. Al hacerlo, se frotó el vestido por encima de la rodilla para quitarse un poco de pelusa prendida en la tela. El vestido se tensó y se ciñó más a sus muslos, revelando su silueta casi hasta media pierna. De pronto me miró con curiosidad ladeando la cabeza y en sus ojos apareció una luz que yo nunca había visto hasta entonces. Nadie, pensé, volvería a mirarme así. Me tocó el brazo con delicadeza, y el contacto de su piel me quemó.

– No te olvides del libro -dijo.

A continuación se fue.

Así empezó todo, imagino. Le presté el libro y, por alguna razón, me produjo un extraño placer saber que sus manos lo tocaban, que sus dedos acariciaban suavemente las páginas. Dejé el empleo al cabo de una semana. Para ser más exactos, me despidieron después de una discusión con el director de la oficina en el transcurso de la cual me llamó «holgazán hijo de puta», y yo le dije que era un gilipollas, como en efecto lo era. En un primer momento, mi abuelo se enfadó un poco conmigo por haber perdido el trabajo, pero en el fondo le complació que llamase «gilipollas» al director de la oficina. En eso mi abuelo coincidía conmigo.