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Pasó otra semana hasta que me llené de valor y telefoneé a Lorna. Quedamos a tomar un café en un bar pequeño cerca del puente del Veterans Memorial. Me dijo que El buen soldado le había encantado, aunque también la había entristecido. Trajo el libro para devolvérmelo, pero se lo regalé. Supongo que yo deseaba creer que ella pensaría en mí al verlo. Son los efectos del enamoramiento, imagino, aunque el enamoramiento enseguida se convirtió en otra cosa.

Salimos de la cafetería y me ofrecí a llevarla a casa en el MG que me había comprado mi abuelo como regalo de licenciatura, uno de los modelos fabricados en Estados Unidos antes de que la British Leyland adquiriese la compañía y la echase a perder. En cierto modo era un coche de chicas, pero me gustaba cómo se movía. Lorna declinó el ofrecimiento.

– He quedado con Rand -contestó.

Me sentí dolido y sospecho que se me notó, porque ella se inclinó hacia mí y me rozó la mejilla con los labios.

– La próxima vez no tardes tanto en llamarme -dijo.

No tardé. Después de aquel día nos vimos con frecuencia, pero fue una cálida noche de julio cuando, por primera vez, nos besamos en el sentido pleno de la palabra. Habíamos ido a ver una película malísima y nos dirigíamos a nuestros respectivos coches. A Rand no le gustaba el cine, ni malo ni bueno. Ella no le había contado a Rand que iba al cine conmigo, y me preguntó si me parecía que había obrado bien. Contesté que suponía que sí, aunque probablemente no fuera así. Desde luego, Rand opinó algo muy distinto cuando, al final, las cosas se torcieron.

– Escucha, no quiero privarte de salir con alguna chica encantadora -comentó. Pero al decirlo no me miró.

– No es el caso -mentí.

– Porque yo no permitiré que mi relación contigo se interponga entre Rand y yo -mintió también ella.

– Entonces no hay problema -volví a mentir.

Habíamos llegado ya a los coches, y ella, con las llaves en la mano, mantenía la mirada fija en el cielo. De pronto, sin soltar las llaves, se metió las manos en los bolsillos y agachó la cabeza.

– Ven aquí -dije-. Sólo un momento.

Y ella se acercó a mí.

Hicimos el amor por primera vez en mi habitación un viernes por la tarde en que Rand había ido a Boston para asistir a un funeral. Mi abuelo se encontraba en Portland con unos antiguos compañeros de la policía, recordando viejos tiempos y poniéndose al día de las necrológicas. La casa estaba en silencio.

Ella vino a pie. Pese a que habíamos concertado la cita, me sorprendí al verla allí, en vaqueros y camisa tejana, con una camiseta blanca debajo. No dijo nada cuando la llevé a mi habitación. Al principio nos besamos torpemente, ella con la camisa aún abotonada, y luego con mayor vehemencia. A mí se me había revuelto el estómago por el nerviosismo. Tenía una intensa percepción de su presencia, de su perfume, del contacto de sus pechos bajo la camisa, de mi propia inexperiencia, de lo mucho que la deseaba y, ya por entonces, creo, del amor que sentía por ella. Retrocedió para desabrocharse la camisa y quitarse la camiseta. No llevaba sujetador, y sus pechos se alzaron un poco con el movimiento. De inmediato me aproximé a ella. A tientas busqué el botón de sus vaqueros mientras ella me tiraba de la camisa. Mi lengua se enroscaba en torno a la suya, mis caderas se apretaban contra las de ella.

Y bajo la luz moteada del sol de una tarde de julio, me abandoné al calor de sus besos y a la suavidad de su carne al penetrarla.

Creo que disfrutamos de cuatro meses juntos hasta que Rand se enteró. Quedábamos cuando ella podía escaparse. Por entonces yo trabajaba de camarero, lo cual significaba que tenía libre buena parte de la tarde, además de dos o tres noches si decidía que no quería trabajar demasiado. Hacíamos el amor donde podíamos y cuando podíamos, y nos comunicábamos básicamente por carta y alguna furtiva conversación telefónica. Una vez hicimos el amor en Higgins Beach, lo cual compensó en cierto modo mi fracaso con Becky Berube, e hicimos el amor cuando me llegó la carta de aceptación de Nueva York, aunque noté su pesar incluso mientras nos movíamos juntos.

El tiempo que pasé con Lorna fue distinto de cualquiera de mis relaciones anteriores. Todas habían sido cortas y se habían visto frustradas por el ambiente provinciano de Scarborough, donde los otros venían a contarte de cuántas maneras se habían follado a tu chica cuando estaba con ellos y lo bien que lo hacía con la boca. Lorna parecía estar por encima de esas cosas, aunque se había visto afectada por ellas de otro modo, evidente en la corrosión gradual e insidiosa de un matrimonio entre novios del instituto.

Acabó cuando un amigo de Rand nos vio en una cafetería con las manos cogidas sobre una mesa cubierta del azúcar de unos bollos y manchas de leche. Fue así de prosaico. Se pelearon, y Rand le propuso concederle el niño que ella deseaba desde hacía tanto tiempo. Al final decidió no echar a rodar siete años de matrimonio por un muchacho. Probablemente hizo bien, pero el dolor que me causó me dejó un profundo desgarro durante dos años y siguió latente aún mucho tiempo. No volví a telefonearla ni a verla. No asistió al funeral de mi abuelo, pese a que había sido vecina suya durante casi una década. Supe más tarde que ella y Rand se habían marchado de Scarborough, pero no me molesté en averiguar adónde habían ido.

Esto tiene una especie de epílogo. Aproximadamente un mes después de terminarse nuestra relación, yo estaba bebiendo en un bar cerca de Fore Street, poniéndome al día con unos cuantos amigos que se habían quedado en Portland mientras los demás se marchaban para estudiar en la universidad, trabajar fuera del estado o casarse. Fui al servicio y, mientras me lavaba las manos, se abrió la puerta a mis espaldas. Al mirar en el espejo vi allí a Rand Jennings, de uniforme, y detrás de él a un tipo robusto que se apoyó contra la puerta para mantenerla cerrada.

Lo saludé con un gesto a través del espejo; al fin y al cabo, no tenía muchas más opciones. Me sequé las manos con la toalla, me di media vuelta y recibí un puñetazo en la boca del estómago. Fue un golpe brutal, con toda la fuerza de que era capaz, y me obligó a expulsar el aire de los pulmones. Caí de rodillas, me llevé las manos al vientre y me asestó una patada en las costillas. A continuación, mientras yacía allí en el suelo entre la suciedad y la orina, me lanzó un puntapié tras otro: en los muslos, las nalgas, los brazos, la espalda. Reservó la cabeza para el finaclass="underline" me la levantó agarrándome por el pelo y me abofeteó. Durante toda la paliza no pronunció una sola palabra, y me dejó allí, sangrando en el suelo, hasta que mis amigos me encontraron. Tuve suerte, supongo, aunque entonces no lo creía. Cosas peores les ocurrían a quienes tonteaban con la mujer de un policía.

Y ahora, en un pequeño pueblo al borde de agrestes bosques, parecía que no hubieran pasado los años y Loma estaba de nuevo ante mí. Se le veían los ojos envejecidos, las arrugas alrededor de los párpados algo más marcadas, y también diminutas estrías junto a la boca, como si hubiera pasado demasiado tiempo con los labios apretados. Sin embargo, cuando me dirigió una cauta sonrisa, descubrí aquella misma expresión en sus ojos y supe que aún era hermosa y que un hombre podía volver a enamorarse de ella si no se andaba con cuidado.

– Eres tú, ¿verdad? -preguntó, y yo respondí con un gesto de asentimiento-. ¿Qué demonios haces aquí, en Dark Hollow?

– Busco a una persona -contesté, y advertí en su mirada que, por un breve instante, pensó que se trataba de ella-. ¿Te apetece tomar un café?

Pareció dudar, echó un vistazo alrededor como para asegurarse de que Rand no la observaba desde algún sitio y sonrió de nuevo.

– Claro, me encantaría.

Dentro encontramos un reservado vacío lejos de la cristalera y pedimos dos tazas de café humeante. Yo tomé una tostada con beicon, que ella mordisqueó a su pesar. Durante esos pocos segundos, los diez años transcurridos desaparecieron de golpe y estuvimos de nuevo en una cafetería de South Portland, hablando de un futuro que nunca se haría realidad y tocándonos furtivamente por encima de la mesa.