– ¿Cómo te ha ido? -pregunté.
– Bien, supongo. Éste es un sitio agradable para vivir, un poco aislado, quizá, pero agradable.
– ¿Cuándo vinisteis?
– En el ochenta y ocho. Las cosas no nos iban muy bien en Portland. Rand no pudo conseguir el ascenso a inspector, así que aceptó un puesto aquí. Ahora es jefe.
Marcharse a un rincón perdido para salvar un matrimonio me pareció una estupidez, pero mantuve la boca cerrada. Si habían seguido juntos tantos años, supuse que sabían lo que hacían.
Supuse mal, claro está.
– ¿Así que continuáis juntos?
Por primera vez, algo asomó fugazmente a su rostro: pesar o ira, tal vez, o la toma de conciencia de que eso era verdad y sin embargo no sabía por qué. O acaso fuese sólo que yo le había transmitido mis recuerdos de aquel tiempo y el gesto delatase el malestar propio al rememorar una vieja herida.
– Sí, estamos juntos.
– ¿Tenéis hijos?
– No. -Pareció ponerse nerviosa, y un amago de dolor se reflejó en su cara. Recordé la promesa de Rand cuando intentó recuperarla, pero no dijo nada. Tomó un sorbo de café, y cuando volvió a hablar, el dolor ya estaba oculto, guardado en el rincón que tuviese reservado para eso-. Me enteré de lo que le pasó a tu familia en Nueva York. Lo siento.
– Gracias.
– Alguien pagó por aquello, ¿no?
Era una curiosa manera de expresarlo.
– Pagó mucha gente.
Loma asintió y me miró por un momento con la cabeza ladeada.
– Has cambiado. Te noto… mayor, más curtido en cierto modo. Y resulta extraño verte así.
Hice un gesto de indiferencia.
– Ha pasado mucho tiempo. Han ocurrido muchas cosas desde la última vez que nos vimos.
Continuamos charlando de otras cosas: la vida en Dark Hollow, su trabajo como maestra a tiempo parcial en Dover-Foxcroft, mi regreso a Scarborough. Para cualquiera que nos viese, debíamos de parecer viejos amigos relajándose juntos, poniéndose al día, pero había cierta tensión entre nosotros relacionada sólo en parte con nuestro pasado juntos. Quizá me equivocaba, pero percibía en ella un malestar interior, una inquietud indefinible que buscaba la manera de manifestarse.
Apuró el café que le quedaba de un solo trago. Al dejar la taza, le temblaba un poco la mano.
– Cuando se acabó la relación entre tú y yo, seguí pensando en ti. Estuve pendiente de cualquier información sobre ti, sobre lo que hacías. Hablé de ti con tu abuelo. ¿Te lo contó?
– No, nunca.
– Le pedí que no lo hiciera. Temía, supongo, que lo interpretaras mal.
– ¿Y cómo crees que lo habría interpretado?
Lo pregunté con desenfado, pero ella lo tomó de manera muy distinta. Apretó los labios y me miró a los ojos con una expresión en parte de dolor, en parte de rabia.
– ¿Sabes?, durante un tiempo iba a veces al borde del acantilado de Prouts Neck y rezaba para que viniera una oía, una de esas grandes, de siete metros, y me llevara. A veces pensaba en ti y en Rand y en aquella triste historia y soñaba con perderme bajo el mar. ¿Sabes lo que es esa clase de dolor?
– Sí -contesté-. Lo sé.
De pronto se levantó, se abrochó el abrigo y me dirigió una breve sonrisa antes de marcharse.
– Sí -dijo-. Supongo que sí. Me alegro de haberte visto, Charlie.
– Igualmente.
La puerta se cerró tras ella con un único y suave golpe. La observé a través de la cristalera cuando miró a izquierda y derecha, y, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, corrió para cruzar la calle.
Y pensé en ella de pie al borde del acantilado negro de Prouts Neck, con el pelo agitado por el viento y el sabor del salitre en los labios: la silueta oscura de una mujer recortándose contra el cielo nocturno, esperando a que el mar pronunciase su nombre.
Meade Payne vivía en una casa roja de madera con vistas al lago Ragged. Un camino largo y mal conservado ascendía tortuosamente hasta el jardín donde había aparcada una furgoneta Dodge, vieja y parcialmente devorada por el óxido. La casa estaba en silencio y no ladró ningún perro cuando detuve el Mustang junto a la furgoneta, con el inevitable crujido de la nieve helada bajo las ruedas.
Llamé a la puerta pero no contestó nadie. Me disponía a ir a la parte de atrás cuando se abrió la puerta y se asomó un hombre. Tenía alrededor de treinta años, calculé, el cabello oscuro y la piel cetrina y curtida por el viento. Se advertía en él un aire de rudeza y las manos se veían encallecidas y salpicadas de cicatrices en el dorso y los dedos. No llevaba anillos ni reloj y la ropa que vestía no parecía de su talla. La camisa le quedaba demasiado ajustada en los hombros y el pecho, los vaqueros un poco cortos, dejando a la vista unos gruesos calcetines de lana sobre unos zapatos negros con puntera de acero.
– ¿Puedo ayudarle en algo? -preguntó, con un tono de voz que indicaba que, aun si pudiera, prefería no hacerlo.
– Busco a Meade Payne.
– ¿Para qué?
– Quiero hablar con él sobre un chico que acogió hace tiempo. ¿Está en casa el señor Payne?
– Yo a usted no le conozco -dijo. Sin razón alguna, su tono era cada vez más hostil.
Me armé de paciencia.
– No soy de por aquí. Vengo de Portland. Es importante que hable con él.
El hombre estuvo dándole vueltas a lo que acababa de decirle y, al cabo de un momento, cerró la puerta y me dejó esperando en la nieve. Unos minutos después apareció un anciano desde un lado de la casa. Caminaba ligeramente encorvado y despacio, arrastrando un poco los pies, como si le dolieran las articulaciones de las rodillas, pero supuse que en otro tiempo había sido casi tan alto como yo, o puede que incluso midiera un metro ochenta. Vestía un mono sobre una camisa roja de cuadros y unas zapatillas blancas sucias. Llevaba calada una gorra de los Chicago Bears y mechones de cabello se le escapaban por el borde. Tenía los ojos azules, muy claros. Sin sacar las manos de los bolsillos me miró de arriba abajo con la cabeza algo ladeada, como si intentase recordar de qué me conocía.
– Soy Meade Payne. ¿Qué puedo hacer por usted?
– Me llamo Charlie Parker. Vengo de Portland. Soy investigador privado. Quiero hablar con usted de un chico que acogió hace años: Billy Purdue.
Abrió un poco más los ojos cuando pronuncié el nombre y señaló en dirección a un par de viejas mecedoras en el extremo del porche. Antes de sentarme, sacó un trapo del bolsillo y limpió con esmero el asiento.
– Perdone, pero no recibo muchas visitas. Nunca me ha gustado que venga gente, sobre todo por los chicos.
– No sé si le entiendo bien.
Señaló la casa con el mentón. Conservaba la piel bastante tersa, de un color moreno rojizo.
– Algunos de los chicos que he acogido a lo largo de los años eran conflictivos. Había que guiarlos con mano firme y mantenerlos alejados de las tentaciones. Aquí -abarcó el lago y los árboles con un gesto de la mano- las únicas tentaciones son cazar conejos y hacerse pajas. No sé qué opina Dios tanto de lo uno como de lo otro, pero dudo que esas cosas cuenten mucho en la marcha general del universo.
– ¿Cuándo dejó de acoger a chicos?
– Hace mucho -contestó. Sin añadir nada más al respecto, extendió una mano y tamborileó con uno de sus largos dedos en el brazo de mi mecedora-. Y ahora, señor Parker, dígame, ¿se ha metido Billy en algún lío?
Le conté lo que me pareció que podía contarle: que su mujer y su hijo habían muerto asesinados; que las sospechas recaían en él pero que yo no creía que fuera el responsable; que ciertos delincuentes pensaban que les había robado una cantidad de dinero y que le harían daño con tal de recuperarlo. El anciano escuchó en silencio. El joven hostil nos observaba apoyado en el marco abierto de la puerta.