– ¿Sabe dónde podría estar Billy ahora? -preguntó.
– Tenía la esperanza de que usted pudiera darme alguna pista.
– No lo he visto, si es eso lo que me está preguntando -respondió-. Y si acude a mí, no voy a entregárselo a nadie a menos que tenga la seguridad de que recibirá un trato justo.
En el lago una lancha motora surcaba las aguas. Las aves se apartaban de su camino, pero estaban demasiado lejos para identificarlas.
– Puede que haya algo más -dije calibrando con cuidado mis palabras-. ¿Recuerda a Cheryl Lansing?
– Sí que la recuerdo.
– Está muerta. La asesinaron junto a tres miembros de su familia. No puedo decirle con exactitud cuánto tiempo hace, pero desde luego fue hace sólo unos días. Y si eso tiene alguna relación con Billy Purdue, usted podría estar en peligro.
El anciano movió la cabeza en un amable gesto de negación. Se pellizcó los labios con los dedos y no habló durante un rato. Finalmente dijo:
– Señor Parker, le agradezco que se haya tomado la molestia de venir hasta aquí, pero, como he dicho, no he tenido noticias de Billy y, si las tengo, tendré que pensarme muy mucho qué hacer al respecto. En cuanto al peligro, sé manejar un arma y tengo a este muchacho a mi lado.
– ¿Es hijo suyo?
– Caspar. Cas, para quienes lo conocen. Sabemos cuidarnos mutuamente y no le tenemos miedo a nadie, señor Parker.
No se me ocurría nada más que decir. Le di a Meade Payne el número de mi teléfono móvil y se lo guardó en un bolsillo del mono. Me estrechó la mano y, con andar lento y envarado, se encaminó a la puerta tarareando en voz baja. Era una vieja canción, pensé. Me sonó de algo pero no supe de qué, algo sobre mujeres tiernas y un apuesto tahúr y recuerdos que atormentaban el alma. Sin darme cuenta, silbé unos acordes de la canción mientras, por el retrovisor, veía a Caspar ayudar al anciano a entrar en la casa. Ninguno de los dos volvió la vista cuando me alejé.
12
De regreso a Dark Hollow, paré en el restaurante y consulté la guía telefónica. Encontré la dirección de Rand Jennings y el cocinero me indicó cómo llegar a su casa. Rand y Lorna vivían a unos tres kilómetros del pueblo en una casa de dos plantas pintada de amarillo y negro, con un cuidado jardín rodeado por una cerca negra. Salía humo por la chimenea. Detrás de la casa corría un río procedente de los lagos situados al oeste del pueblo. Aminoré la marcha al pasar por delante, pero no me detuve. Ni siquiera sabía bien qué hacía allí: los viejos recuerdos me impulsaban, supuse. Aún sentía algo por ella, lo sabía, pero no era amor. Creo, aunque en realidad no tenía razón alguna para albergar ese sentimiento, que era lástima o algo así. A continuación cambié de sentido y enfilé hacia Greenville, al sur.
Encontré el Departamento de Policía de Greenville en el ayuntamiento, en Minden Street, donde ocupaba una oficina de paredes de color tostado sin el menor encanto, con los postigos verdes y coronas de Navidad en las ventanas en un esfuerzo por mejorar su aspecto. Cerca estaba la oficina de Bomberos, y en el aparcamiento había un coche patrulla y un camión verde de la guardia forestal del Departamento de Protección de la Naturaleza.
Dentro di mi nombre a un par de alegres secretarias y tomé asiento en un banco frente a la puerta. Al cabo de veinte minutos, un hombre fornido de pelo negro, ojos castaños de expresión alerta y bigote salió de un despacho al fondo del pasillo, vestido con uniforme azul bien planchado, y me tendió la mano.
– Perdone que le haya hecho esperar -dijo-. Estamos obligados por contrato a prestar servicio policial en Beaver Cove, y he pasado allí la mayor parte del día. Me llamo Dave Martel. Soy el jefe de policía.
A instancias de Martel, abandonamos el edificio de la policía, pasamos por delante de la iglesia de la Unión Evangélica y fuimos hasta el Hard Drive Café de Sanders Store. Había un par de coches en el aparcamiento al otro lado de la calle, y tras ellos se cernía el casco blanco del barco de vapor Katahdin. Una bruma suspendida sobre el lago creaba un muro blanco al final de la calle, y algún que otro coche irrumpía de vez en cuando a través de él. Ya en la cafetería, pedimos café francés aromatizado con vainilla y tomamos asiento junto a uno de los ordenadores que la gente utilizaba para bajarse el correo electrónico.
– Conocí a su abuelo -explicó Martel mientras esperábamos el café. A veces uno se olvidaba fácilmente de lo estrechos que eran todavía los lazos en ciertas partes del estado-. Conocí a Bob Warren en Portland cuando era joven. Era un buen hombre.
– ¿Lleva aquí mucho tiempo?
– Diez años.
– ¿Le gusta?
– Desde luego. Éste es un sitio poco corriente. A esta parte del país llega mucha gente a la que no le gusta mucho la ley, personas que han venido aquí porque les molesta estar sujetas a normas. Lo gracioso es que aquí me tienen a mí, tienen a los guardabosques, tienen al sheriff del condado y la policía de carreteras, todos vigilándolos. En general nos llevamos bien, pero por estos pagos también hay delincuencia, así que no puede decirse que esté ocioso.
– ¿Delitos graves?
Martel sonrió.
– Un delito grave es cazar un alce en temporada de veda, si le pregunta a los guardabosques.
Hice una mueca. Con los urogallos, los faisanes, los conejos y quizás incluso las ardillas, lo entendía -al menos las ardillas se movían lo bastante deprisa para constituir un desafío-, pero no con los alces. La población de alces en el estado había aumentado de alrededor de tres mil en los años treinta a los treinta mil de ahora, y en la actualidad la caza del alce estaba autorizada sólo durante una semana en octubre. Reportaba considerables beneficios a lugares como Greenville en una época del año en que el turismo escaseaba, pero también implicaba la llegada de no pocos gilipollas. Ese año, aproximadamente cien mil personas habían solicitado uno de los quizá dos mil permisos que se concedían, todas ellas con la intención de colgar una cabeza de alce sobre su chimenea.
Matar un alce no es difícil. De hecho, si hay un blanco más fácil que un alce es un alce muerto. Su sentido de la vista es muy limitado, aunque tienen el olfato y el oído más desarrollados, y no se mueven a menos que se vean obligados a ello. La mayoría de los cazadores consigue su alce el primer o el segundo día, y alardea de ello ante los demás gilipollas. Después, cuando todos los cazadores se han ido con sus motonieves y sus gorras de color naranja, uno puede salir y contemplar a los alces que han sobrevivido, su magnificencia cuando bajan a lamer la sal de las rocas junto a la carretera, colocada allí para fundir la nieve y utilizada por ellos como suplemento dietético.
– Pero -prosiguió Martel- si me está preguntando por la situación actual, hay un hombre que trabaja para una compañía maderera, un topógrafo autónomo llamado Gary Chute, que aún no ha dado señales de vida.
Recordé el noticiario de la PBS, aunque no había percibido ninguna sensación de urgencia al tratar el hecho.
– Lo oí por la radio -comenté-. ¿Es grave?
– Es difícil saberlo. Parece que su mujer no lo ve desde hace un tiempo, pero eso no es raro. Estaba trabajando en un par de proyectos y tenía planeado pasar una temporada fuera de casa. Además, se rumorea que tiene un lío en Troy, Vermont. Añádale a eso su afición a la botella, y tendrá a un tipo que quizá no sea el más fiable del mundo. Si no aparece en las próximas veinticuatro horas, quizás haya que organizar una búsqueda. Seguramente le corresponderá a los guardabosques y al sheriff de Piscataquis, pero podría ser que tuviésemos que echar una mano todos. Y hablando de asuntos graves, según tengo entendido, usted busca información sobre Emily Watts.