Asentí. Imaginé que sería más fácil hablar primero con Martel y luego abordar a Rand Jennings que intentar averiguar lo que necesitaba saber únicamente a través de Jennings. Pensaba que quizás a Martel ese detalle le pasaría inadvertido, pero era demasiado inteligente para eso.
– ¿Puedo preguntarle por qué no ha ido a hablar de esto con Rand Jennings de Dark Hollow? -preguntó. Tenía una sonrisa en el rostro, pero la expresión de su mirada continuaba alerta.
– Rand y yo tuvimos cierto roce en el pasado -contesté-. ¿Usted se lleva bien con él?
Algo en la forma en que Martel me había hecho la pregunta me indujo a pensar que yo no era el único que había tenido un roce con él.
– Lo procuro -respondió Martel diplomáticamente-. No es el hombre más simpático del mundo, pero a su manera es concienzudo en el trabajo. Su sargento, Ressler, ya es otra cosa. Ressler está tan lleno de mierda que tiene hasta marrón el blanco de los ojos. Últimamente lo he visto poco, y mejor así. Con lo de la muerte de Emily Watts y demás han estado muy ocupados.
Fuera, un coche pasó lentamente por la calle en dirección norte, pero al parecer nadie paseaba por las inmediaciones. Más allá, veía los contornos de las islas pobladas de pinos del lago, pero eran poco más que manchas oscuras en la bruma.
Llegó el café, y Martel me habló de lo ocurrido la noche que murió Emily Watts, la misma noche que Billy Purdue se llevó dos millones de dólares por los que había muerto mucha gente. Fue una muerte extraña, en medio del bosque. Habría muerto de todos modos a causa del frío si no la hubieran localizado, pero suicidarse en el bosque a los sesenta años…
– Fue un desastre -dijo Martel-. Pero estas cosas pasan y no hay manera de preverlas. Quizá si el guardia de seguridad no hubiese ido armado, y si la enfermera de la planta de las ancianas no hubiese visto tanto la televisión, y si las puertas hubiesen estado cerradas de manera más segura, y si otra docena de factores no hubiesen coincidido simultáneamente esa noche, quizá las cosas habrían resultado distintas. ¿Le importaría decirme por qué le interesa todo esto?
– Por Billy Purdue.
– Billy Purdue. Ése sí que es un nombre para infundirle calor a uno en el alma en una noche de invierno.
– ¿Le conoce?
– Claro que lo conozco. Hubo que llamarlo al orden no hace mucho. Diez días, quizás. Estaba pataleando y gritando frente a la residencia Santa Marta con una petaca de whisky. Dijo que quería hablar con su madre, pero nadie lo habría distinguido del mismísimo Caín. Lo prendieron, lo encerraron en una de las celdas de Jennings hasta que se tranquilizó y lo mandaron a casa. Le dijeron que, si volvía, lo acusarían de entrar sin permiso en una propiedad privada y de alterar el orden. Incluso salió en la prensa local. Por lo que he oído, no se ha reformado en los últimos días.
Por lo visto, Billy Purdue había actuado basándose en la información proporcionada por Willeford.
– ¿Sabe que su mujer y su hijo murieron asesinados? -pregunté.
– Sí, lo sé. Pero a mí no me parece un asesino. -Me miró pensativo-. Y me da la impresión de que a usted tampoco.
– No lo sé. ¿Cree que quizá buscaba a la mujer que se suicidó?
– ¿Qué le hace pensar eso?
– No me entusiasman las coincidencias. Son la manera que tiene Dios de decirnos que no estamos viendo las cosas con la debida perspectiva. -Además, yo sabía que Willeford, para bien o para mal, le había dado el nombre de Emily Watts a Billy.
– Pues si usted ve las cosas desde la debida perspectiva, explíquemelas, porque le aseguro que yo no tengo ni la más remota idea de por qué aquella vieja hizo lo que hizo. Quizá las pesadillas la llevaron hasta ese punto.
– ¿Las pesadillas?
– Sí, contó a las enfermeras que vio a un hombre acechando su ventana y que alguien intentó entrar por la fuerza en su habitación.
– ¿Había algún indicio de un intento de allanamiento?
– Nada. Joder, esa mujer estaba en la cuarta planta. Para entrar habría que trepar por la cañería. Es posible que hubiese alguien en el jardín unos días antes, pero eso pasa de vez en cuando. Podía tratarse de un borracho que entró a mear, o unos niños tonteando. En resumidas cuentas, creo que la vieja empezaba a perder el juicio, porque no le veo otra explicación, ni a eso ni al nombre que pronunció antes de morir.
Mi incliné hacia él.
– ¿Qué nombre pronunció?
– Nombró al hombre del saco -dijo Martel con una sonrisa-. Nombró al tipo del que se valen las madres para meter miedo a los niños al acostarlos, el enano saltarín.
– ¿Y cuál es ese nombre? -repetí, y algo cercano al miedo asomó a mi voz.
La sonrisa de Martel dio paso a una expresión de perplejidad cuando dijo:
– Caleb. Nombró a Caleb Kyle.
Segunda parte
Porque si de algo tengo miedo, me acaece,
y me sucede lo que temo.
Job
13
Los años caen como las hojas arrastradas por la brisa, revueltos y veteados, pasando del verde de los recuerdos recientes a los dorados tonos otoñales del pasado lejano. Me veo a mí mismo de niño, de joven, de amante, marido, padre, deudo. Veo a los viejos alrededor con sus pantalones de viejo y sus camisas de viejo; viejos que bailan moviendo los pies con delicadeza, marcando unos pasos desconocidos para quienes son más jóvenes que ellos; viejos que cuentan historias, y van moviendo ante el fuego las manos llenas de pecas por la edad y con la piel igual que papel arrugado, con sus voces débiles como el susurro de la farfolla vacía.
Un anciano atraviesa la exuberante hierba de agosto con leña en los brazos y va retirando fragmentos de corteza suelta con la mano enguantada; un anciano, alto y erguido, con un halo de cabello blanco como un antiguo ángel, acompañado de un perro que camina despacio a su lado, más viejo a su manera que el propio hombre, el hocico gris salpicado de espuma, la lengua colgando, la cola moviéndose suavemente en el cálido aire de la tarde. En los árboles aparecen las primeras manchas rojas, y el clamor de los insectos ha empezado a remitir. Los fresnos, los últimos en desplegar las hojas en primavera, son ahora los primeros en dejarlas caer a tierra. La pinaza se descompone en el suelo del bosque y las abundantes moras están en su punto cuando el anciano pasa por delante, en armonía con los ritmos del mundo que lo rodean.
Y con la chaqueta abierta, dejando a su paso la huella nítida de sus firmes pisadas, se dedica a lo siguiente: cortar leña, saborear el peso del hacha en las manos, la perfección del balanceo, el nuevo chasquido cuando la hoja parte el tronco del arce azucarero, el vaivén de la cabeza del hacha para separar las dos mitades, la cuidadosa colocación del siguiente tronco, el mango del hacha, la sensación del movimiento de sus músculos de anciano bajo su camisa de anciano. Luego amontona un leño sobre otro, los va colocando juntos, los cambia de sitio, les da la vuelta, forma una pila para que permanezca estable, para que ninguno caiga, para que no se pierda ni un solo leño. Finalmente extiende la lona y pone un ladrillo en cada ángulo para sujetarla, siempre los mismos ladrillos, porque es, y siempre ha sido, un hombre metódico. Y cuando en invierno llegue el momento de prender el fuego, volverá a la pila y, al agacharse, la hebilla del cinturón de su pantalón de anciano se le hundirá en el vientre blando, y recordará que en otro tiempo fue firme, cuando era joven y el cinturón sostenía un arma, una porra y unas esposas, y su placa lucía como un sol plateado.
También yo envejeceré y, si llego a la edad que él alcanzó, seré ese hombre. Hallaré cierta felicidad en la repetición de los movimientos que él hacía, en lo oportuno de la acción mientras siento que el círculo se cierra, mientras me convierto en él, el que engendró a aquella que me engendró a mí. Y haciendo lo que él hizo en otro tiempo, frente a la misma casa, con los mismos árboles agitándose con el viento, la misma hacha en la mano hendiendo la madera, rememoraré a mi abuelo con un acto más poderoso que un millar de oraciones. Y mi abuelo vivirá en mí, y el fantasma de un perro venteará el aire con la lengua y ladrará de alegría.