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Son sus manos las que ahora veo moverse ante el fuego, su voz la que me cuenta la historia de Caleb Kyle y el árbol de extraño fruto en el linde del bosque inhóspito. Nunca antes me ha contado esta historia y jamás me contará cómo acaba, porque no tiene final, no para él. Seré yo quien termine la historia por él y quien complete el arco.

Judy Giffen fue la primera en desaparecer, sucedió en Bangor, en 1965. Era una chica esbelta de diecinueve años, con una melena oscura y los labios rojos y tiernos con los que probaba a los hombres, los saboreaba como moras. Trabajaba en una sombrerería y se la dio por desaparecida una cálida noche de abril en la que se respiraba la promesa del verano. Buscaron y buscaron, pero no la encontraron. Su rostro miraba desde diez mil periódicos, congelado a esa edad de manera tan implacable como si hubiera quedado atrapado en ámbar.

Ruth Dickinson de Corinna, otra muchacha bella y delgada de cabello rubio y largo hasta la cintura, fue la siguiente en irse, a finales de mayo, cuando le faltaba poco para cumplir veintiún años. A ambos nombres se sumarían luego los de Louise Moore, de East Corinth; Laurel Trulock, de Skowhegan, y Sarah Raines, de Portland, desaparecidas todas en el plazo de unos días en septiembre. Sarah Raines era maestra y, a los veintidós años, la mayor de las mujeres desaparecidas. Su padre, Samuel Raines, había ido al colegio con Bob Warren, mi abuelo, y Sarah era ahijada de Bob. La última en desaparecer era una estudiante de dieciocho años llamada Judith Mundy, de la que no volvió a saberse nada después de una fiesta en Monson en la primera semana de octubre. A diferencia de las otras, era una chica regordeta, del montón, pero para entonces la gente pensaba ya que ocurría algo muy extraño y no se concedió importancia al cambio de pauta. Se organizó una partida de rescate para Judith Mundy en el norte y participaron muchos voluntarios, algunos, como mi abuelo, de lugares situados tan al sur como Portland. Se dirigió hacia allá en coche un sábado por la mañana, pero a esas alturas ya se habían desvanecido casi todas las esperanzas. Mi abuelo se unió a un pequeño grupo que salió del lago Sebec, a unos kilómetros al este de Monson. Al principio lo formaban tres hombres, luego dos y finalmente quedó sólo mi abuelo.

Aquella noche se alojó en Sebec y cenó en un bar de las afueras del pueblo. Como había intervenido tanta gente en la búsqueda de Judith Mundy, además de los periodistas y policías, el local estaba muy concurrido. Mientras se tomaba una cerveza sentado a la barra, mi abuelo oyó una voz que decía a su lado:

– ¿Sabe a qué viene todo este alboroto?

Al volverse, mi abuelo vio a un hombre alto y moreno con la boca que parecía un tajo hecho con un cuchillo y la mirada dura y hostil. Tenía un dejo sureño, pensó. Vestía un pantalón de pana tostado y un suéter oscuro lleno de agujeros, a través de los cuales se veían trozos de una mugrienta camisa amarilla. Llevaba una gabardina que le colgaba hasta las pantorrillas, y las punteras de las pesadas botas negras asomaban bajo las perneras demasiado largas del pantalón.

– Están buscando a la chica que ha desaparecido -contestó mi abuelo. Aquel hombre lo ponía nervioso. Había algo en su voz, recordaba, algo agridulce, como sirope mezclado con arsénico. Olía a tierra y savia y algo más, algo que no consiguió identificar.

– ¿Cree que la encontrarán? -Una luz parpadeó en los ojos de aquel hombre, y mi abuelo pensó que acaso fuese el asomo de una sonrisa.

– Es posible.

– A las otras no las han encontrado.

Observaba a mi abuelo con expresión solemne pero con aquel extraño brillo todavía en los ojos.

– No, en efecto.

– ¿Es usted policía?

Mi abuelo asintió. No tenía sentido negarlo. Cierta gente enseguida lo adivinaba.

– Pero usted no es de por aquí, ¿verdad?

– No. Soy de Portland.

– ¿Portland? -repitió el hombre. Parecía impresionado-. ¿Y por dónde ha estado buscando?

– Por el lago Sebec, la orilla sur.

– Muy bonito el lago Sebec. Yo prefiero el arroyo de Little Wilson, cerca de la carretera de Elliotsville. Es precioso, vale la pena verlo si uno tiene un rato. Hay mucha vegetación en las orillas. -Pidió un whisky con un gesto, echó unas monedas sobre la barra y apuró el vaso de un trago-. ¿Volverá por allí mañana?

– Supongo.

El hombre asintió y se secó la boca con el dorso de la mano derecha.

Mi abuelo vio cicatrices en la palma y mugre bajo las uñas.

– En fin, quizá tenga más suerte que los otros, siendo usted de Portland y tal. A veces hacen falta unos ojos nuevos para ver un truco viejo.

Y dicho esto se marchó.

Aquel domingo, el día que mi abuelo encontró el árbol de extraños frutos, amaneció fresco y claro, con pájaros en las ramas y flores junto a las resplandecientes aguas del lago Sebec. Dejó el coche a un paso del lago, en Packard's Camps, enseñó su placa y se unió a una pequeña partida, compuesta por dos hermanos y un primo, que se encaminaba hacia la orilla norte. Los cuatro hombres buscaron juntos durante tres horas, sin hablar apenas, hasta que la familia regresó a casa para el almuerzo dominical. Preguntaron a mi abuelo si quería acompañarlos, pero él llevaba envuelto en una servilleta pan y pollo frito, además de un termo con café en la mochila, así que declinó el ofrecimiento. Regresó a Packard's Camps y comió sentado en una piedra junto a la orilla, con el chapoteo del agua a su espalda, y observó corretear a los conejos entre la hierba.

Al ver que los otros hombres no regresaban, se metió en su coche y se puso en marcha. Siguió por la carretera del norte hasta llegar a un puente de acero sobre el Little Wilson. Para cruzar el puente se pasaba por una serie de rejillas a través de las que se veían las aguas impetuosas y marrones del torrente, y al otro lado la carretera ascendía hasta una bifurcación: hacia Ontwa y el monte Borestone por la carretera de Elliotsville al oeste y hacia Leighton al este. En ambas márgenes el bosque era espeso. Un zorzal ermitaño salió disparado de un abedul y sobrevoló en círculo la superficie del agua. Se oyó el reclamo de una curruca.

Mi abuelo no cruzó el puente, sino que aparcó en el arcén de la carretera y siguió un abrupto sendero de piedras y tierra hasta la orilla. La corriente bajaba rápida y, a veces, para sortear los afloramientos de roca y las ramas caídas, tenía que vadear el cauce. En las laderas ya no había casas. La orilla era cada vez más agreste, y con mayor frecuencia se veía obligado a entrar en el agua para continuar arroyo arriba.

Llevaba casi treinta minutos caminando cuando oyó las moscas.

Frente a él se alzaba desde la orilla una enorme losa de roca con el extremo afilado. Utilizando los salientes y hendiduras como puntos de apoyo para pies y manos, trepó por ella hasta llegar a lo alto. A su derecha estaba el arroyo; a su izquierda vio un hueco entre los árboles a través del cual le llegaba más intenso el zumbido. Se metió por el hueco, sobre el que los árboles se cerraban en arco como la entrada de una catedral, y siguió hasta un pequeño claro. Lo que vio lo obligó a parar en seco y al instante vomitó todo lo que llevaba en el estómago.

Las chicas colgaban de un roble, un árbol viejo de tronco grueso y nudoso y ramas amplias y pesadas como dedos extendidos. Giraban lentamente, siluetas negras contra el sol, los pies descalzos apuntando al suelo, las manos sueltas junto a los costados, las cabezas ladeadas. Las envolvía un enjambre de moscas, excitadas por el hedor de la carne descompuesta. Al acercarse a ellas, distinguió el color del pelo, las pequeñas ramas y las hojas prendidas de los mechones, los dientes ya amarillentos, las erupciones en la piel, los vientres mutilados. Algunas estaban desnudas; otras tenían jirones de ropa aún adheridos. Daban vueltas en el aire, como los fantasmas de cinco bailarinas a los que ya no afectaba la fuerza de la gravedad. Pendían del cuello, sujetas a las ramas por gruesas y toscas sogas.