Sólo había cinco. Cuando bajaron e identificaron los cuerpos, el de Judith Mundy no se encontraba entre ellos. Y como no apareció, como jamás se encontró el menor rastro de ella, se decidió que probablemente el responsable de las muertes de las otras cinco chicas no tenía nada que ver con la desaparición de Judith Mundy. Transcurrieron más de treinta años hasta que se demostró que tal razonamiento era equivocado.
Mi abuelo informó a la policía de su conversación en el bar con aquel hombre. Tomaron nota de los detalles y se descubrió que, poco más o menos por las fechas de la desaparición de Judith Mundy, se había visto en Monson a un hombre que coincidía aproximadamente con esa descripción. Habían recibido noticias similares desde Skowhegan, aunque existían discrepancias entre la gente con respecto a la estatura, el color de ojos y el corte de pelo. Este individuo anónimo fue sospechoso durante un tiempo hasta que surgió una nueva pista.
En un cobertizo de Corinna, propiedad de la familia de Quintin Fletcher, se encontró la ropa de Ruth Dickinson, manchada de sangre y mugre. Fletcher tenía veintiocho años y era un tanto retrasado: para ganar un poco de dinero, vendía artesanía que creaba utilizando madera que recogía en el bosque, y viajaba por el estado en los autocares de la Greyhound con su maleta llena de muñecas, camiones y candelabros de madera. Ruth Dickinson se había quejado, primero a la familia de Fletcher y posteriormente a la policía, de que éste la había seguido alguna que otra vez, lanzándole miradas obscenas y haciéndole proposiciones deshonestas. Cuando intentó tocarle los pechos durante una feria del condado, la policía comunicó a la familia que tendrían que llevárselo si se acercaba otra vez a Ruth Dickinson. El nombre de Fletcher apareció en el transcurso de la investigación de las muertes de las chicas. Lo interrogaron, registraron la casa y hallaron la ropa. Fletcher se echó a llorar y declaró que no sabía de dónde había salido, que él no le había hecho daño a nadie. Solicitada la prisión preventiva hasta la celebración del juicio, fue recluido en un módulo protegido de la prisión estatal de Maine, por miedo a que alguien intentase liquidarlo si lo encerraban en una cárcel local. Tal vez hoy seguiría aún allí, haciendo juguetes y objetos náuticos para regalo -que irían a parar a la tienda de la Interestatal 1 en York donde se vende artesanía de los reclusos-, si un ordenanza de la prisión, pariente lejano de Judy Giffen, no hubiera atacado a Fletcher cuando éste se sometía a un chequeo en el hospital penitenciario y lo hubiese apuñalado tres veces en el cuello y el pecho con un bisturí. Fletcher murió a las veinticuatro horas, dos días antes de la fecha fijada para el juicio.
Y ahí quedó todo, al menos para la mayoría de la gente: los asesinatos terminaron con la captura y posterior muerte de Fletcher. Pero mi abuelo no podía olvidar al hombre del bar, ni el brillo en su mirada ni la alusión a la carretera de Elliotsville. Durante los meses siguientes contrarrestó con su callada persistencia y su sensibilidad las reacciones hostiles y el deseo generalizado de llorar a las víctimas y olvidar. Lo que obtuvo fue un nombre, que la gente había oído pero no recordaba exactamente con relación a qué, y testigos de que el hombre del bar había estado en todos los pueblos donde había desaparecido una chica. Organizó algo así como una campaña y se dedicó a hablar con todos los periódicos y programas de radio dispuestos a escucharlo, planteando su hipótesis de que el hombre que había asesinado a las cinco chicas y las había utilizado para decorar aquel árbol seguía en libertad. Incluso llegó a convencer a algunas personas durante un tiempo, hasta que la familia de Quintín Fletcher intervino para apoyarlo y la gente, incluso su viejo amigo Sam Raines, empezó a oponerse.
Al final, la hostilidad y la indiferencia pudieron más que él. Sometido a presiones, mi abuelo dejó el cuerpo de policía y, para mantener a su familia, se dedicó primero a la construcción y luego a trabajar la madera, tallando lámparas, sillas y mesas y vendiéndolas a través del servicio HOME para la industria del mueble rústico, gestionado por las monjas franciscanas de Orland. Labró cada pieza con el mismo esmero y la misma sensibilidad con que había interrogado a las familias de las chicas muertas. A partir de aquel momento sólo habló del asunto una vez, aquella noche frente al fuego con el olor de la leña impregnado a él y el perro dormido a sus pies. Lo que descubrió aquel cálido día le había arruinado la vida. La posibilidad de que el hombre que había asesinado a las chicas hubiese escapado a la justicia lo atormentaba en sueños.
Después de contarme esa historia, supe que siempre que me lo encontraba sentado en el porche con la pipa fría entre los labios y la mirada fija en algún punto más allá de la puesta de sol pensaba en lo que había ocurrido décadas atrás. Cuando apartaba la comida casi intacta, después de leer en los diarios la noticia de alguna joven que se había marchado de casa y aún no se la había encontrado, él revivía su experiencia en la carretera de Elliotsville, con los pies mojados dentro de las botas y los fantasmas de las muertas susurrándole al oído.
Y el nombre que averiguó hacía tantos años se había convertido por entonces en una especie de talismán en los pueblos del norte, aunque nadie se explicaba cómo había ocurrido. Lo utilizaban para asustar a los niños malos que no obedecían, que no se iban a la cama sin rechistar o que se adentraban en el bosque con sus amigos sin decir a nadie adónde iban. Era un nombre pronunciado de noche, antes de que la luz se apagara en el cuarto del niño y una mano familiar le alborotara el pelo, con el suave perfume maternal flotando aún en el aire tras un último beso de buenas noches: «Ahora pórtate bien y duérmete. Y ni una sola excursión más al bosque, o Caleb te atrapará».
Veo a mi abuelo atizar el fuego, dejar que los leños se acomoden antes de añadir otro, con las chispas elevándose por la chimenea como duendecillos y la nieve fundida chisporroteando entre las llamas.
– Caleb Kyle, Caleb Kyle -entona, repitiendo la letra de la rima infantil mientras la lumbre proyecta sombras en su cara-. Si lo llegas a ver, échate a correr.
Y la nieve susurra, y la leña crepita, y el perro gimotea suavemente en sueños.
14
Santa Marta se alzaba en medio de sus propios jardines, rodeados por una tapia de piedra de cinco metros de altura y protegidos por una verja de hierro forjado en la que la pintura negra formaba ampollas y se descascarillaba para acabar cayendo tarde o temprano sobre la tierra y la nieve con un lento revoloteo. El estanque ornamental estaba lleno de hojas y basura, el césped se veía demasiado crecido y los árboles llevaban tanto tiempo sin podar que las ramas de algunos se entrelazaban con las de sus vecinos creando un entoldado bajo el cual la hierba probablemente había muerto. El edificio en sí presentaba un lóbrego aspecto institucionaclass="underline" cuatro plantas de piedra gris con un tejado a dos aguas y, bajo éste, una cruz labrada que delataba su origen religioso.
Llegué en coche hasta la entrada principal y aparqué en una plaza reservada al personal. A continuación subí por los peldaños de granito y entré en la residencia. A un lado estaba el habitáculo del guarda de seguridad, donde la anciana había dejado sin conocimiento a Judd antes de emprender la huida hacia la muerte. Enfrente estaba la recepción, donde una empleada en bata blanca ordenaba unos papeles. Detrás de ella, una puerta daba a un despacho con las paredes cubiertas de libros y expedientes. Era una mujer de rostro corriente, mejillas blancuzcas, con una sombra de ojos oscura que le daba el aspecto de un esqueleto de carnaval. No llevaba placa de identidad en la solapa; de cerca, vi que tenía la bata manchada en el pecho y que del raído cuello colgaban hilos blancos como telarañas. Willeford estaba en lo cierto: el lugar olía a verdura demasiado hervida y a desechos humanos, mal disimulados por el antiséptico. Visto el panorama, quizás Emily Watts había actuado inteligentemente al escaparse al bosque.